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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 130
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cuyo lado se prestaban a luchar los lobos no podía ser otra cosa. Además, ese Perrin había matado a dos de los Hijos—. Me ha parecido verlo al entrar en el pueblo, pero no recuerdo que ninguno de los prisioneros tuviera aspecto de herrero.

—El herrero del pueblo se marchó hace un mes, mi capitán. Algunos se quejaban de que se habrían podido ir antes de nuestra llegada si no hubieran tenido que arreglar ellos mismos las ruedas de los carros. ¿Creéis que era realmente ese Perrin, mi capitán?

—Quienquiera que fuese, no lo han liquidado, ¿no? Y puede que denuncie nuestra presencia a los seanchan.

—Un Amigo Siniestro lo haría sin duda, mi señor capitán.

Bornhald dio cuenta del agua que quedaba en la taza y la tiró a un lado.

—Los hombres no comerán aquí, Byar. No permitiré que esos seanchan me sorprendan sesteando, tanto si es Perrin de Dos Ríos u otra persona quien los ponga en alerta. ¡Montad la legión, Hijo Byar!

En el cielo, a gran distancia de sus cabezas, una descomunal forma alada giró en círculo sin que ellos la advirtieran.

En el claro del bosquecillo que coronaba la colina donde habían montado el campamento, Rand practicaba figuras con la espada, deseoso de distraer la mente de cavilaciones. Ya había cumplido su turno de acompañar a Hurin en busca del rastro de Fain, al igual que todos los demás, en grupos de dos o tres para no llamar la atención, y hasta entonces no habían encontrado nada. Ahora aguardaban el regreso de Mat y Perrin con el husmeador; hacía horas que habrían debido estar allí.

Loial estaba leyendo, como de costumbre, y no era fácil predecir si la agitación de sus orejas se debía al libro o a la tardanza del grupo de exploración, pero Ino y la mayoría de los soldados shienarianos permanecían rígidamente sentados, engrasando las espadas, o vigilaban entre los árboles como si esperaran que los seanchan fueran a aparecer de un momento a otro. Únicamente Verin aparentaba sosiego. La Aes Sedai estaba sentada en un tronco junto a una pequeña hoguera, murmurando para sí y escribiendo en la tierra con un largo palo; de vez en cuando sacudía la cabeza y lo borraba todo con el pie para volver a iniciar el proceso. Los caballos estaban ensillados y listos para partir; los de los shienarianos, atados a una lanza clavada en el suelo.

—La grulla arremetiendo en los juncos —observó Ingtar, con la espalda apoyada en el tronco de un árbol, afilando la espada con una piedra de esmeril y observando a Rand—. No deberías molestarte en perfeccionar esa forma. Deja el pecho al descubierto.

Por un instante, Rand equilibró el peso del cuerpo en un pie, con la espada asida con ambas manos sobre la cabeza, y luego lo apoyó lentamente sobre el otro.

—Lan dice que es bueno para desarrollar el equilibrio.

Ello no era, sin duda, tarea fácil. Envuelto en el vacío, con frecuencia tenía la impresión de ser capaz de mantenerlo sobre un canto rodado en movimiento, pero no osaba invocarlo, pues temía perder el dominio de sí.

—Lo que se practica demasiado a menudo se utiliza irreflexivamente. Clavarás la espada a tu contrincante con eso, si eres rápido, pero no antes de que él te haya atravesado las costillas. Prácticamente estás invitándolo a hacerlo. No creo que yo pudiera ver a un hombre tan desprotegido y no horadarlo con mi espada, aun sabiendo que podría darme muerte por ello.

—Sólo es para el equilibrio, Ingtar. —Rand vaciló, con un pie en el aire, y hubo de apoyarlo para no caer. Enfundó de golpe la hoja y recogió la capa gris que había utilizado a modo de disfraz. Estaba apolillada y deshilachada en los bordes, pero revestida con gruesa lana, de lo cual se felicitaba a causa del frío viento del oeste que volvía a arreciar—. Qué ganas tengo de que lleguen.

Como si su deseo se hubiera hecho realidad, Ino tomó la palabra.

—Se acercan unos condenados jinetes, mi señor.

De inmediato sonó el roce de las vainas de los hombres que no tenían las espadas desenfundadas. Algunos saltaron a caballo, tras arrancar las lanzas del suelo.

La tensión se desvaneció cuando Hurin se adentró al trote en el claro con sus dos acompañantes, y volvió a avivarse después de que éste declaró:

—Hemos encontrado el rastro, lord Ingtar.

—Lo hemos seguido casi hasta Falme —precisó Mat mientras desmontaba. El momentáneo rubor en sus pálidas mejillas resultó un trágico remedo de salud en aquel rostro enjuto. Los shienarianos lo rodearon, contagiados por su excitación—. Sólo era el de Fain, pero no ha podido ir a otro lugar. Seguramente tiene la daga.

—También hemos encontrado Capas Blancas —anunció Perrin, bajando del caballo—. Cientos de ellos.

—¿Capas Blancas? —exclamó Ingtar, frunciendo el entrecejo—. ¿Aquí? Bien, si no nos importunan, nosotros no los molestaremos. Tal vez si los seanchan están ocupados con ellos, podremos buscar el Cuerno con mayor facilidad. —Posó la mirada en Verin, todavía sentada junto al fuego—. Supongo que vais a decirme que debí haber seguido vuestro consejo, Aes Sedai. Nuestro hombre fue a Falme.

—La Rueda teje según sus designios —contestó plácidamente Verin—. Con los ta’veren, los acontecimientos se producen según habían de hacerlo. Puede que el Entramado exigiera la demora de un par de días. El Entramado coloca con precisión todas las cosas en su lugar y, cuando nosotros tratamos de alterar su distribución, en especial en lo que concierne a los ta’veren, el tejido se modifica para situarnos de nuevo en el sitio que nos correspondía en el Entramado. —Se hizo un tenso silencio en el que ella no pareció reparar, pues siguió trazando al azar líneas en el suelo—. Ahora bien, creo que tal vez deberíamos perfilar algunos planes. El Entramado nos ha traído finalmente a Falme. El Cuerno de Valere ha sido llevado a Falme.

Ingtar se puso de cuclillas frente a ella, al otro lado del fuego.

—Cuando un buen número de personas afirman lo mismo, tiendo a conceder crédito a sus palabras, y los nativos dicen que los seanchan no controlan quién entra o sale de Falme. Me llevaré a Hurin y a algunos otros a la ciudad. En cuanto haya encontrado la pista de Fain que conduce al Cuerno… Bueno, entonces veremos lo que se ha de hacer.

Con el pie, Verin borró una rueda que había dibujado en la tierra y en su lugar trazó dos líneas que se juntaban en los extremos.

—Vos, Ingtar, y Hurin. Y Mat, ya que detecta la proximidad de la daga. Quieres ir, ¿no es cierto, Mat?

Mat, que parecía indeciso, se apresuró no obstante a asentir.

—Debo hacerlo, ¿verdad? He de encontrar la daga.

Una tercera línea conformó la huella de un pájaro. Verin miró de soslayo a Rand.

—Iré —se ofreció éste—. Por eso estoy aquí. —Los ojos de la Aes Sedai relumbraron extrañamente, con un atisbo de certeza que le produjo inquietud—. Para ayudar a Mat a recuperar la daga —añadió con vehemencia— y el Cuerno a Ingtar. «Y para encontrar a Fain —agregó para sí—. He de encontrarlo si ya no es demasiado tarde.»

Verin trazó una cuarta raya, convirtiendo la marca del pie de un pájaro en una, estrella ladeada.

—¿Y quién más? —inquirió tranquilamente, con el palo suspendido en el aire.

—Yo —anunció Perrin, un segundo antes de que Loial declarara que a él también le gustaría ir y que Ino y los otros shienarianos comenzaran a expresar al unísono su deseo de sumarse al grupo.

—Perrin se ha ofrecido primero —señaló Verin, como si ello diera por sentado su preferencia. Añadió una quinta línea y dibujó un círculo alrededor de todas ellas. A Rand se le erizó el vello de la nuca—, era la misma rueda que había borrado al principio—. Serán cinco jinetes —murmuró.

—De veras me gustaría ver Falme —arguyó Loial—. Nunca he visto el Océano Aricio. Además, yo puedo transportar el cofre, si el Cuerno todavía está dentro.

—Harías mejor en admitirme al menos a mí, mi señor —opinó Ino—. Vos y lord Rand necesitaréis otra espada que os cubra la espalda si esos malditos seanchan tratan de deteneros. —El resto de los soldados expresó con murmullos igual sentimiento.

—No seáis necios —los atajó Verin, acallándolos con la mirada—. No podéis ir todos. Aun cuando los seanchan no presten atención a los extranjeros, no dejarán de reparar en veinte soldados, y eso es lo que parecéis incluso sin la armadura. Y uno o dos de vosotros no modificará las cosas. Cinco es un número lo bastante reducido para no despertar sospechas y es conveniente que tres de ellos sean los ta’veren con que contamos. No, Loial, también debes quedarte aquí. Dado que no hay Ogier en la Punta de Toman, atraerías tantas miradas como si fuera toda la comitiva en pleno.

—¿Y qué hay de vos? —preguntó Rand.

—Olvidas las damane. —Torció el gesto al pronunciar esa palabra—. Sólo podría ayudaros encauzando el Poder y no serviría de nada si con ello provocara un ataque por su parte. Incluso no estando lo bastante cerca para verlo, una de ellas podría asimismo notar que una mujer…, o un hombre, estaba encauzando, si no tomara grandes precauciones para hacer uso de una cantidad ínfima de Poder. —Aun cuando no dirigiera la mirada a Rand, pareció evidente que rehuía hacerlo; Mat y Perrin se pusieron al instante en pie.

—Un hombre —bufó Ingtar—. Verin Sedai, ¿por qué tener en cuenta otros problemas? Ya tenemos suficientes como para considerar la posibilidad de que haya varones encauzando el Poder. Pero sería una buena idea que vinierais. Quizás os necesitemos.

—No, debéis ir sólo los cinco. —Pasó el pie sobre la rueda, desdibujándola. Los observó uno a uno, concentrada y ceñuda—. Cinco jinetes emprenden la cabalgada.

Ingtar hizo ademán de formular una nueva pregunta, pero, tras cruzar la mirada con ella, se encogió de hombros y se volvió hacia Hurin.

—¿Cuánto queda hasta Falme?

—Si partimos ahora y cabalgamos de noche —repuso el husmeador, rascándose la cabeza—, podríamos estar allí a la salida del sol.

—Entonces eso es lo que haremos. No voy a perder más tiempo. Ensillad los caballos. Ino, quiero que traigas a los demás detrás de nosotros, pero manteneos ocultos y no dejes que nadie…

Rand observó con ojos entornados la rueda desdibujada mientras Ingtar continuaba impartiendo instrucciones. Era una rueda quebrada ahora, con sólo cuatro radios. Aquello le produjo un estremecimiento que no supo a qué atribuir. Advirtió que Verin estaba mirándolo, con sus oscuros ojos tan brillantes e inquisitivos como los de un pájaro. Le costó desviar la mirada y comenzar a preparar sus cosas.

«Estás cayendo presa de imaginaciones —se dijo con irritación—. No puede hacer nada si no está allí.»

CAPÍTULO 45

Maestro espadachín

El sol naciente impulsaba su aureola carmesí sobre el horizonte, proyectando largas sombras en los adoquines de las calles de Falme que descendían hacia el puerto. Una brisa marina doblegaba hacia el interior el humo de las chimeneas en las que se calentaba el desayuno. Únicamente los muy madrugadores se hallaban ya afuera, expeliendo visibles vaharadas en el frío aire de la mañana. En comparación con las multitudes que llenarían las calles al cabo de una hora, la ciudad aparecía casi desierta.

Sentada en un tonel invertido delante de una herrería todavía cerrada, Nynaeve se calentaba las manos bajo los brazos y supervisaba su ejército. Min estaba sentada en un escalón de la puerta de enfrente, envuelta en su capa seanchan y comiendo una arrugada ciruela, y Elayne, tapada con su chaqueta de piel de cordero, permanecía acurrucada en la boca de un callejón a poca distancia

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