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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 129
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Esa gente había aprendido a no demostrar curiosidad por los extranjeros, incluso por aquellos que sin duda no eran seanchan. Los extranjeros podían ser peligrosos en esos tiempos en la Punta de Toman. Habían topado con la misma fingida indiferencia en otras poblaciones. Allí, a menos distancia de la costa, había más ciudades, cada una de las cuales era independiente de la otra, o lo había sido antes de la llegada de los seanchan.

—Insisto en que es hora de montar en los caballos —opinó Mat— antes de que se decidan a comenzar a hacer preguntas. Sólo hace falta que alguien se decida.

Hurin estaba observando un gran círculo ennegrecido en el suelo que contrastaba con la parda hierba del prado del pueblo. Por su aspecto, hacía tiempo que estaba allí, pero nadie había hecho nada para borrarlo.

—Tal vez hace seis u ocho meses —musitó— y todavía apesta. La totalidad del Consejo del Pueblo y sus familias. ¿Por qué harían una cosa así?

—¿Quién sabe por qué actúan así? —murmuró Mat—. Al parecer, los seanchan no necesitan motivos para matar a la gente. En todo caso, ninguno que se me pueda ocurrir a mí.

Perrin trató de no mirar la mancha carbonizada.

—Hurin, ¿estás seguro acerca de Fain? ¿Hurin? —Había sido difícil conseguir que el husmeador apartara la mirada de aquel círculo desde que habían entrado en la población—. ¡Hurin!

—¿Qué? Oh, Fain. —Hurin ensanchó las aletas de la nariz y de inmediato la arrugó—. No hay posibilidad de confusión, aun después del tiempo transcurrido. A su lado un Myrddraal huele a rosas. Pasó por aquí con toda certeza, pero creo que iba solo. Sin trollocs, en todo caso, y, si iba acompañado de Amigos Siniestros, éstos no han cometido muchas atrocidades últimamente.

En las proximidades de la posada la gente se puso a gritar y a señalar, presa de súbita agitación. No era a Perrin y a sus dos acompañantes a quienes apuntaban, sino a algo que Perrin no logró percibir en las bajas colinas a oriente del pueblo.

—¿Podemos montar ahora? —inquirió Mat—. Podrían ser seanchan.

Perrin asintió y se dirigieron apresuradamente a la parte trasera de una casa abandonada donde habían atado las monturas. Cuando Mat y Hurin desaparecían en un recodo, Perrin volvió la vista hacia la posada y se detuvo, perplejo. Los Hijos de la Luz entraban, en larga columna de jinetes, en la población.

Se precipitó en pos de los otros.

—¡Capas Blancas!

Apenas desperdiciaron un instante mirándolos con incredulidad antes de saltar a los caballos. Separados de la calle principal por una hilera de casas, los tres salieron al galope en dirección oeste, mirando atrás para cerciorarse de que no los seguían. Ingtar les había dado instrucciones de evitar cualquier incidente susceptible de retrasarlos y las preguntas que seguramente formularían los Capas Blancas serían motivo de demora, aun cuando pudieran darles respuestas satisfactorias. Perrin se mantenía aún más vigilante que los otros dos; tenía sus propias razones para rehuir un encuentro con los Capas Blancas. «El hacha en las manos. Luz, qué no daría porque eso no hubiera sucedido.»

Pronto las colinas de escasa vegetación ocultaron el pueblo, y Perrin comenzó a pensar que después de todo era posible que nadie los persiguiera. Tiró de las riendas e hizo señas a los otros dos para que pararan. Al obedecerlo ellos, mirándolo con aire interrogativo, aguzó el oído. Su capacidad auditiva era superior a la de antaño, pero a pesar de ello no oyó sonidos de pasos.

Con renuencia, llamó mentalmente a los lobos. Casi al instante estableció contacto con una reducida manada escondida para pasar el día en las colinas que dominaban el pueblo por las que acababan de pasar ellos. En un principio percibió un estupor tan intenso que casi llegó a considerarlo como propio; aquellos lobos habían oído rumores, pero no habían creído realmente que los seres de dos piernas pudieran hablar con su especie. Sudó copiosamente los minutos que tardó en presentarse a sí mismo —transmitió, a su pesar, la imagen del Joven Toro, a la cual agregó su propio olor, siguiendo la costumbre de los lobos, pues éstos eran bastante rigurosos con los formulismos al conocer a alguien— pero al fin consiguió pasar al tema de las preguntas. Aun cuando no tuvieran el menor interés en los dos piernas que no podían hablar con ellos, aceptaron descender para echar una ojeada, inadvertidos por la embotada visión de los dos piernas.

Pasado un rato, los lobos le comunicaron visualmente lo que veían: hombres con capas blancas rodeando el pueblo, cabalgando entre las casas, a su alrededor, pero sin intención de abandonarlo. Sin duda no hacia el oeste. Los lobos decían que lo único que olían moviéndose en esa dirección era a él y dos otros dos piernas con tres de los altos seres de pies duros.

Perrin agradeció poner fin a la conversación con los lobos. Las miradas de Hurin y Mat, fijas en él, lo ponían nervioso.

—No nos siguen —anunció.

—¿Cómo puedes estar seguro? —preguntó Mat.

—¡Lo estoy! —espetó—. Simplemente lo estoy —añadió con tono más sosegado.

Mat abrió la boca, volvió a cerrarla y al cabo se decidió a hablar.

—Bueno, si no vienen tras nosotros, lo mejor será que nos reunamos con Ingtar y sigamos el rastro de Fain. Esa daga no va acercarse si nos quedamos plantados aquí.

—No podemos seguirlo a tan poca distancia del pueblo —objetó Hurin—. No sin arriesgarnos a topar con los Capas Blancas. No creo que lord Ingtar lo aprobara, ni tampoco Verin Sedai.

—Lo retomaremos a varios kilómetros —decidió Perrin—. Pero manteneos alerta. Ahora no debemos estar ya lejos de Falme. No servirá de nada esquivar a los Capas Blancas si tropezamos con una patrulla seanchan.

Mientras reemprendían camino, no pudo menos de preguntarse qué estarían haciendo los Capas Blancas allí.

Geofram Bornhald miraba con ojos entornados la calle del pueblo, sentado en la silla del caballo mientras la legión rompía filas entre la pequeña ciudad, rodeándola. Aquel hombre de anchas espaldas que se había escabullido fuera de la vista le recordaba a alguien. «Sí, claro. El tipo que pretendía ser un herrero. ¿Cómo se llamaba?»

Byar refrenó la montura frente a él y se llevó la mano al corazón.

—El pueblo está tomado, mi capitán.

Lugareños vestidos con pesadas chaquetas de piel de oveja se congregaban con inquietud, presionados por los soldados de blancas capas, cerca de los sobrecargados carros situados delante de la posada. Los niños se agarraban llorando a las faldas de las madres, pero ninguno se mostraba desafiante. Los adultos, con la mirada triste, se mantenían pasivos a la espera de lo que iba a ocurrir, de lo cual se congratuló Bornhald, pues no deseaba dar un castigo ejemplar a ninguna de esas personas, ni tampoco perder tiempo.

Desmontó y entregó las riendas a uno de los Hijos.

—Encárgate de alimentar a los hombres, Byar. Pon los prisioneros en la posada con toda la comida y agua que puedan transportar, luego clava todas las puertas y ventanas. Haz que crean que voy a dejar varios hombres montando guardia.

Byar se tocó otra vez el corazón y volvió grupas para impartir órdenes. Los paisanos fueron conducidos en rebaño a la posada de achatado techo, mientras otros Hijos registraban las casas en busca de martillos y clavos.

Observando las taciturnas caras que desfilaban frente a él, Bornhald calculó que transcurrirían dos o tres de días antes de que alguno de ellos reuniera el coraje para escapar de la posada y averiguar que no había guardias. Dos o tres días era cuanto necesitaba, pero no quería correr el riesgo de alertar a los seanchan de su presencia ahora.

Dejando atrás un número suficiente de hombres para que los interrogadores creyeran que la totalidad de su legión se hallaba aún diseminada por el llano de Almoth, se había llevado consigo más de un millar de Hijos, con los cuales había atravesado casi toda la Punta de Toman sin levantar sospechas, por cuanto él había percibido. Las tres escaramuzas habidas con patrullas seanchan habían concluido de forma rápida. Los seanchan se habían acostumbrado a pelear con un populacho derrotado de antemano y el sorprendente encuentro con los Hijos de la Luz había tenido para ellos consecuencias catastróficas. Los seanchan, no obstante, tenían una belicosidad comparable a las hordas del Oscuro y aún recordaba con pesadumbre el combate que le había costado más de cincuenta hombres. Todavía no estaba seguro de cuál de las dos mujeres acribilladas de flechas que había contemplado después era la Aes Sedai.

—¡Byar! —Uno de sus subalternos le tendió una taza de barro con agua, sustraída de uno de los carros; la notó helada en la garganta.

El hombre de rostro demacrado desmontó junto a él.

—¿Sí, mi capitán?

—Cuando me enfrente al enemigo, Byar —anunció lentamente Bornhald—, tú no participarás en la batalla. Observarás desde cierta distancia y notificarás a mi hijo su resultado.

—¡Pero mi señor capitán…!

—¡Ésa es mi orden, Hijo Byar! —espetó—. ¿Vais a obedecer?

Byar enderezó la espalda y dirigió la vista al frente.

—Como ordenéis, mi señor capitán.

Bornhald lo examinó un momento. Ese hombre cumpliría con lo indicado, pero sería preferible darle un motivo de más peso que el hecho de comunicar a Dain la muerte de su padre. No era que no fuera consciente de la urgencia con que había de llevar la noticia a Amador. Desde aquella escaramuza con la Aes Sedai —«¿Era una o eran dos? Treinta soldados seanchan, buenos luchadores, y dos mujeres me costaron el doble de bajas que las que sufrieron ellos»—, desde entonces, ya no abrigaba expectativas de partir con vida de la Punta de Toman. En el caso, harto improbable, de que los seanchan no se encargaran de darle muerte, era muy probable que lo hicieran los interrogadores.

—Cuando hayas encontrado a mi hijo, que debe de estar con el capitán Elmon Valda en las proximidades de Tar Valon, y hayas hablado con él, cabalgarás hasta Amador e informarás al capitán general. A Pedron Niall en persona, Hijo Byar. Le dirás lo que hemos averiguado de los seanchan; eso te lo anotaré yo mismo. Cerciórate de que comprenda bien que ya no podemos contar con que las brujas de Tar Valon se contenten con manipular los acontecimientos desde la sombra. Si luchan de forma declarada en las filas de los seanchan, sin duda habremos de enfrentarnos a ellas en otros lugares. —Vaciló. Aquel último detalle era el más importante. Bajo la Cúpula de la Verdad habían de saber que, a pesar de los juramentos de que se preciaban, las Aes Sedai marcharían hacia el campo de batalla. No estaba seguro de abandonar con pesar un mundo que le parecía aborrecible, un mundo donde las Aes Sedai esgrimían el poder en contiendas militares. Sin embargo, había otro mensaje que deseaba remitir a Amador—. Y, Byar…, dile a Pedron Niall cómo fuimos utilizados por los interrogadores.

—Como ordenéis, mi capitán —respondió Byar, pero Bornhald suspiró al advertir la expresión de su rostro. Ese hombre no lo comprendía. Para él, las órdenes habían de obedecerse tanto si provenían del capitán general como de los interrogadores, fuera cual fuese su comportamiento.

—También te pondré esto por escrito para que lo entregues a Pedron Niall —declaró, sin saber a ciencia cierta si ello surtiría un resultado más apetecido. Al acudirle un pensamiento a la mente, miró con entrecejo fruncido la posada, donde varios de sus hombres clavaban con estrépito los postigos y puertas—. Perrin —murmuró—, ése era su nombre. Perrin, de Dos Ríos.

—¿El Amigo Siniestro, mi capitán?

—Tal vez, Byar. —Él no tenía una certeza absoluta al respecto, pero un hombre a

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