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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 128
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o de las sillas de manos.

Min advirtió con aprobación que Nynaeve y Elayne eran conscientes de la necesidad de hacer reverencias. Los portadores de los palanquines, con los torsos desnudos, no dedicaban más atención a las gentes que se inclinaban que los arrogantes soldados de armadura, pero repararían sin duda en quien omitiera tal saludo.

Hablaron un poco mientras seguían caminando, con lo cual averiguó con asombro que las dos mujeres llevaban casi tantos días en la ciudad como Egwene y ella. Un momento después, sin embargo, caviló que no era raro que no se hubieran encontrado hasta entonces, dada la aglomeración de gente en las calles. Ella se había mostrado reacia a pasar más tiempo alejada de Egwene del estrictamente necesario, pues siempre abrigaba el temor de que, cuando fuera a hacerle su visita semanal, Egwene hubiera desaparecido. «Y ahora se irá. A menos que Nynaeve idee alguna solución.»

El olor a sal y a brea espesó el aire y las gaviotas gritaron, dando vueltas en el cielo. Entre la multitud caminaban marineros, muchos de ellos todavía descalzos a pesar del frío.

La posada había sufrido un precipitado cambio de nombre y ahora se llamaba las Tres Flores de Ciruelo, pero la palabra «Vigilante» aún era visible bajo las apresuradas pinceladas trazadas en el letrero de anuncio. En contraste con el gentío que transitaba afuera, la sala principal estaba llena sólo a medias; los precios para sentarse a tomar una cerveza eran demasiado elevados para la mayoría de la gente. Unos crepitantes fuegos en los hogares situados a ambos extremos de la estancia la mantenían caldeada y el rollizo posadero iba en mangas de camisa. Éste observó a las tres mujeres con entrecejo fruncido y Min dedujo que era su vestido seanchan lo que contenía su deseo de echarlas a la calle. Nynaeve y Elayne, con sus chaquetas de campesinas, no presentaban ciertamente aspecto de poder pagarse una consumición.

El hombre al que buscaba se encontraba solo en una mesa de un rincón, murmurando sobre un vaso de vino.

—¿Tenéis tiempo para conversar, capitán Domon? —preguntó.

Éste levantó la cabeza y se mesó la barba, al advertir que no iba sola. Todavía le parecía raro su labio superior rasurado combinado con la barba.

—De manera que traes amigas para tomar algo a mi costa, ¿no es cierto? Bien, ese señor seanchan ha comprado mi cargamento, de modo que tengo con qué pagar. Sentaos. —Elayne dio un salto cuando bramó de repente—: ¡Posadero! ¡Vino aromatizado aquí!

—No pasa nada —la tranquilizó Min, tomando asiento en la punta de uno de los bancos de la mesa—. Tiene el aspecto de un oso, pero no lo es. —Elayne se sentó en el otro extremo, con aire dubitativo.

—¿Un oso, yo? —rió Domon—. Quizá lo sea. Pero ¿qué me dices de ti, muchacha? ¿Has renunciado a la idea de partir? Ese vestido me parece seanchan.

—¡Nunca! —exclamó con orgullo Min, que calló ante la aparición de la camarera con el humeante vino con especias.

Domon demostró igual cautela, esperando a que la chica se hubiera ido con las consumiciones pagadas antes de protestar.

—Que la Fortuna me pinche con su aguijón, muchacha, no quería ofenderte. La mayoría de la gente sólo quiere seguir con sus vidas, sean los gobernantes seanchan u otros.

Nynaeve apoyó el antebrazo en la mesa.

—Nosotros también queremos seguir con nuestras vidas, capitán, pero sin ningún seanchan. Tengo entendido que zarparéis pronto.

—Lo haría hoy mismo, si pudiera —confirmó tristemente Domon—. Cada dos o tres días Turak me manda buscar para que le cuente historias sobre las antigüedades que he visto. ¿Acaso os parezco un juglar? Creí que podría explicarle un par de cuentos y reemprender mi camino, pero ahora pienso que, cuando ya no le sirva de entretenimiento, no sé si me dejará marchar o me hará cortar la cabeza. Ese hombre parece blando y es más duro que el hierro, e igualmente duro de corazón.

—¿Puede vuestro barco esquivar a los seanchan? —inquirió Nynaeve.

—¡Que la Fortuna me aguijonee! Si lograra sacarlo del puerto sin que una damane reduzca el Spray a astillas, podría hacerlo; si no permito que un barco seanchan con una damane se aproxime demasiado en mar abierta. Hay bajíos a lo largo de esta costa y el Spray, en realidad, tiene poco calado. Yo puedo llevarlo a aguas donde no pueden aventurarse esos pesados cascarones seanchan. Ellos deben recelar de los vientos en la proximidad del litoral, y una vez que haya puesto el Spray…

—En ese caso reservamos pasaje con vos, capitán —lo interrumpió Nynaeve—. Seremos cuatro y solicito de vos que estéis listo para partir tan pronto como hayamos embarcado.

Domon se frotó el labio superior con un dedo y dirigió la mirada a su vino.

—Bien… En cuanto a eso, todavía está pendiente la cuestión de cómo salir del puerto. Esas damane…

—¿Qué os parecería si os digo que viajaréis con algo mejor que una damane? —insinuó en voz baja Nynaeve.

Min abrió los ojos al advertir la intención de Nynaeve.

—Y tú me recomiendas prudencia —murmuró Elayne, casi para sí.

Domon sólo tenía ojos para Nynaeve y éstos eran recelosos.

—¿Qué queréis decir? —susurró.

Nynaeve se abrió la chaqueta, se tanteó la nuca y sacó un cordel de cuero que guardaba bajo el vestido. De él pendían dos anillos de oro. Min se quedó helada al ver uno de ellos —era la pesada sortija de hombre que había percibido al leer a Nynaeve en la calle— pero sabía que era el otro, más liviano y proporcionado a un dedo de mujer, lo que hizo abrir desmesuradamente los ojos a Domon: una serpiente que se mordía la cola.

—Sabéis lo que esto significa —dijo Nynaeve, disponiéndose a deslizar la joya fuera del cordel, pero Domon cerró la mano encima de ella.

—Guardadlo. —Movió los ojos con inquietud; nadie estaba mirándolos por lo que Min alcanzaba a advertir, pero él parecía creer que todos tenían la mirada pendiente a ellos—. Ese anillo es peligroso. Si lo ven…

—Mientras sepáis qué significa… —repuso Nynaeve con una calma que suscitó la envidia de Min. Retiró la cinta de la mano de Domon y volvió a atársela al cuello.

—Lo sé —admitió con voz ronca el marino—, sé lo que significa. Tal vez hay una posibilidad si vosotras… ¿Cuatro, decís? Supongo que esta chica a quien le gusta oír cómo yo le doy a la lengua, es una de las cuatro. Y vos y… —Miró con entrecejo fruncido a Elayne—. Sin duda esta niña no es… una como vos.

Elayne irguió con enfado la espalda, pero Nynaeve le puso una mano sobre el brazo y sonrió apaciblemente a Domon.

—Viaja conmigo, capitán. Os sorprendería descubrir lo que podemos hacer incluso antes de tener derecho a un anillo. Cuando zarpemos, tendréis a tres mujeres en el barco capaces de luchar con las damane en caso necesario.

—Tres —musitó Domon—. Hay posibilidades. Tal vez… —Se le iluminó la expresión un momento pero, al mirarlas, volvió a ponerse serio—. Debería llevaros al Spray ahora mismo y soltar amarras, pero la Fortuna me pinche con su aguijón si no puedo deciros lo que arriesgáis si os quedáis, y quizás incluso si partís conmigo. Escuchadme y reparad en lo que digo. —Tomó otra vez la precaución de mirar en derredor y aun así bajó la voz y seleccionó con cuidado las palabras—. Vi como los seanchan apresaron a una…, una mujer que llevaba un anillo como el vuestro. Una preciosa y esbelta mujer era, con un alto Gua…, un alto hombre con ella que parecía saber manejar bien la espada. Uno de los dos debió de descuidarse, pues los seanchan les tendieron una emboscada. Ese fornido individuo abatió a seis o siete soldados antes de morir. A la…, la mujer… la rodearon seis damane, que salieron de pronto de distintos callejones. Pensaba que… haría algo, ya sabéis a qué me refiero, pero… No sé nada de esas cosas. Por un momento pareció que fuera a destruirlos a todos y luego comenzó a gritar con rostro desencajado por el terror.

—Le cortaron el acceso a la Fuente Verdadera. —Elayne tenía la cara demudada.

—Da igual —le restó importancia Nynaeve—. Nosotras no permitiremos que nos hagan eso.

—Sí, a lo mejor será como decís. Pero lo recordaré mientras viva. «¡Ryma, ayúdame!», gritaba. Y una de las damane cayó llorando, y pusieron uno de esos collares en el cuello de la… mujer, y yo… eché a correr. —Se encogió de hombros, se rascó la nariz y bajó la mirada hacia el vaso de vino—. He visto cómo atrapaban a tres mujeres y no tuve arrestos para hacer nada. Dejaría a mi anciana abuela plantada en el muelle por marcharme de aquí, pero había de advertiros.

—Egwene dijo que tenían dos prisioneras —recordó Min—: Ryma, una Amarilla, y otra a quien no conocía. —Nynaeve le asestó una dura mirada, y ella guardó silencio, con las mejillas coloreadas.

A juzgar por la expresión de Domon, no había favorecido su causa explicándole que los seanchan tenían cautivas a dos Aes Sedai, en lugar de una. Éste, no obstante, observó a Nynaeve y tomó un largo trago de vino.

—¿Es por eso que estáis aquí? ¿Para liberar… a esas dos? Habéis dicho que vendrían tres de vosotras.

—Sabéis lo que precisabais saber —contestó Nynaeve con tono tajante—. Habéis de estar preparado para zarpar al instante en cualquier momento de los dos o tres próximos días. ¿Lo haréis, o vais a quedaros aquí para ver si después de todo os cortan la cabeza? Hay otros barcos, capitán, y hoy mismo quiero asegurarme de que tendré un pasaje en uno o en otro.

Min contuvo el aliento, crispando los dedos bajo la mesa.

Al fin, Domon asintió.

—Estaré preparado.

Al salir a la calle, Min se sorprendió al ver cómo Nynaeve se apoyaba en la fachada de la puerta tan pronto como se hubo cerrado la misma.

—¿Estás mareada, Nynaeve? —inquirió, ansiosa.

Nynaeve espiró largamente y se enderezó, tirando de la capa.

—Con algunas personas —dijo— uno ha de mostrarse decidido. Si les dejas entrever un atisbo de duda, te mandarán en la dirección contraria a la que quieres ir. Luz, qué miedo tenía de que me dijera que no. Vamos, todavía hemos de precisar nuestros planes. Aún quedan un par de pequeños problemas por solventar.

—Espero que no te moleste el pescado, Min —bromeó Elayne.

«¿Un par de pequeños problemas?», pensó Min mientras las seguía. Quería confiar en que Nynaeve no estuviera haciendo nuevamente alardes de ímpetu.

CAPÍTULO 44

Los cinco jinetes

Perrin miraba con recelo a los habitantes del pueblo, encogiéndose tímidamente bajo una capa demasiado corta, bordada en el pecho y con algunos agujeros por remendar, pero ninguno de ellos le dedicó especial atención a pesar de su extraña mezcolanza de ropas y el hacha en la cadera. Hurin llevaba una chaqueta con espirales azules en el pecho debajo de la capa y Mat, un par de pantalones abombados que abultaban desmesuradamente en el punto en que se introducían en sus botas. Eso era cuanto habían encontrado de su talla en el pueblo abandonado. Perrin se preguntaba si ése también quedaría pronto desierto. La mitad de las casas de piedra estaban vacías y delante de la posada, en la calle no pavimentada, aguardaban tres carros de bueyes, pesadamente cargados con bultos cubiertos por lonas sujetas con cuerdas, a cuyo alrededor se reunían las familias.

Mientras los observaba, abrazándose y despidiéndose de quienes se quedaban, Perrin llegó a la conclusión de que el comportamiento de esas gentes no se debía a la falta de interés por los forasteros, pues evitaban con cuidado mirarlo a él y a sus compañeros.

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