cierto? —dijo Renna—. Lo había olvidado. Bien, también hay enseñanzas que impartir en los días de visita.
Egwene observó cómo la sul’dam descolgaba el brazalete, lo abría y lo cerraba en torno a su muñeca. No alcanzaba a ver cómo lo hacía. Si hubiera podido investigar con el Poder Único, lo habría averiguado, pero Renna se habría enterado de inmediato. Cuando la pulsera hubo rodeado su muñeca, el rostro de la sul’dam adquirió una expresión que encogió el corazón a Egwene.
—Has estado encauzando. —La voz de Renna era engañosamente suave; sacaba chispas por los ojos—. Sabes que eso está prohibido excepto cuando estamos completas. —Egwene se humedeció los labios—. Tal vez he sido demasiado indulgente contigo. Quizá creas que porque eres valiosa ahora, voy a consentirte ciertas licencias. Fue un error permitir que conservaras tu viejo nombre. Tenía un gatito llamado Tuli cuando era niña. A partir de ahora, te llamarás Tuli. Ahora vete, Min. Tu día de visita con Tuli ha concluido.
Min vaciló sólo el tiempo de dirigir una angustiada mirada a Egwene antes de marcharse. Nada de lo que ella pudiera decir o hacer serviría más que para empeorar las cosas, a pesar de lo cual Egwene miró con añoranza la puerta que se cerró tras su amiga.
Renna se sentó en la silla, observando con entrecejo fruncido a Egwene.
—Debo castigarte severamente por esto. Ambas seremos llamadas a la Corte de las Nueve Lunas, tú por tus capacidades y yo como tu sul’dam y entrenadora, y no permitiré que me hagas caer en desgracia a los ojos de la emperatriz. Pararé cuando me digas cuánto aprecias ser una damane y cuán obediente vas a ser después de esto. Y, Tuli, asegúrate de que yo dé crédito a cada una de tus palabras.
CAPÍTULO 43
Un plan
Afuera, en el corredor de bajo techo, Min se clavó las uñas en las palmas al oír el primer grito penetrante procedente de la habitación. Dio un paso hacia la puerta y luego se contuvo, con lágrimas en los ojos. «Luz, asísteme, sólo puedo empeorar las cosas. Egwene, lo siento, ¡lo siento!»
Sintiéndose totalmente inútil, se levantó las faldas y echó a correr, perseguida por los gritos de Egwene. No podía quedarse y juzgaba su partida como un signo de cobardía. Medio cegada por el llanto, se encontró en la calle sin darse cuenta. Tenía intención de regresar a su dormitorio, pero ahora le resultaba imposible. No podía soportar la idea de que Egwene estaba sufriendo mientras ella permanecía sana y salva en el edificio contiguo. Enjugándose las lágrimas de los ojos, se cubrió los hombros con la capa y comenzó a caminar por la calle. Cada vez que se le secaban los ojos, nuevas lágrimas volvían a deslizársele por las mejillas. No estaba habituada a sollozar de ese modo, como tampoco lo estaba a sentirse tan impotente, tan inútil. Ignoraba adónde se dirigía; no tenía más propósito que alejarse lo más posible de los gritos de Egwene.
—¡Min!
Se detuvo en seco ante aquella aguda llamada, cuya procedencia no logró dilucidar en un principio. Había relativamente pocas personas en esa calle tan cercana al lugar donde albergaban a las damane. Aparte de un hombre que trataba de interesar a los soldados seanchan en la compra del retrato que realizaría de ellos con tizas de colores, todos los lugareños intentaban caminar con paso rápido sin dar la impresión de que corrían. Un par de sul’dam paseaban cerca, seguidas de damane con la mirada fija en el suelo; las mujeres seanchan hablaban sobre la gran cantidad de marath’damane que esperaban localizar antes de partir hacia su país. Los ojos de Min se posaron entonces en las dos mujeres vestidas con largas chaquetas de piel de cordero y luego se abrieron a causa del asombro cuando ambas se aproximaron a ella.
—¿Nynaeve? ¿Elayne?
—Las mismas. —La sonrisa de Nynaeve era forzada; tanto ella como Elayne tenían los ojos entornados, como si trataran de no fruncir el entrecejo. Min creyó que jamás hasta entonces le había producido tanto placer un encuentro con alguien—. Te sienta bien ese color —prosiguió Nynaeve—. Deberías haberte puesto un vestido hace tiempo. Aunque me había planteado llevar pantalones desde que te vi con ellos. —Endureció la voz al acercarse para escrutar el rostro de Min—. ¿Qué ocurre?
—Has estado llorando —observó Elayne—. ¿Le ha sucedido algo a Egwene?
Min dio un respingo y miró hacia atrás. Una sul’dam con su damane bajaron las escaleras que ella había utilizado y giraron en dirección opuesta, hacia los establos y los patios de los caballos. Otra mujer con paños de relámpagos en el vestido permanecía de pie al final de las escaleras conversando con alguien que se encontraba adentro. Min tomó a sus amigas del brazo y se alejó presurosamente con ellas en dirección al puerto.
—Es peligroso que estéis aquí. Luz, también lo es que estéis en Falme. Hay damane en todas partes y si os encuentran… ¿Sabéis qué son las damane? Oh, no sabéis cuánto me alegra veros.
—Me imagino que aproximadamente la mitad de lo que nos alegra a nosotras verte a ti —replicó Nynaeve—. ¿Sabes dónde está Egwene? ¿Está en uno de esos edificios? ¿Está bien?
Min titubeó una fracción de segundo antes de responder:
—Está lo bien que cabe esperar. —Min veía claramente que si les contaba en aquel momento la situación en la que se encontraba Egwene, Nynaeve era capaz de regresar hecha una furia para intentar evitarle tal sufrimiento. «Luz, que se acabe de una vez. Luz, haz que doblegue de una vez su terca cabeza antes de que le rompan el cuello»—. No sé como sacarla de allí. He conocido un capitán de barco que creo que nos aceptará como pasajeras si podemos llevarla a la embarcación. No nos ayudará a menos que resolvamos eso por nuestra cuenta, y no seré yo quien vaya a censurarlo por ello, pero no tengo ni idea de cómo conseguirlo.
—Un barco —repitió Nynaeve, meditando en la idea—. Yo había pensado cabalgar simplemente hacia el este, pero debo decir que no acababa de convencerme la idea. Por lo que he averiguado, hasta abandonar la Punta de Toman no nos libraríamos por completo del peligro de las patrullas seanchan y además se supone que hay una especie de guerra en el llano de Almoth. No se me había ocurrido pensar en un barco. Tenemos caballos y no disponemos de dinero para el pasaje. ¿Cuánto quiere?
—No he llegado a discutir ese punto —repuso Min, encogiéndose de hombros—. Nosotras tampoco tenemos dinero. Confiaba poder evitar ese tema hasta después de habernos hecho a la mar. Después…, bueno, no creo que nos dejara en un puerto donde hubiera seanchan. Aun cuando nos tirara por la borda, sería preferible que estar aquí. El problema es convencerlo para que esté dispuesto a navegar. Él desea hacerlo, pero el puerto está vigilado y no hay modo de prever si hay una damane en uno de los barcos hasta que ya es demasiado tarde. «Dame a una damane que me sirva en mi propia cubierta —afirma— y levaré anclas ahora mismo.» Luego comienza a hablar de corrientes, bancos de arena y litorales a sotavento. No entiendo nada de eso, pero mientras yo sonría y asienta de vez en cuando, no para de hablar, y pienso que si continúa hablando durante el tiempo suficiente, se decidirá a soltar amarras. —Aspiró entrecortadamente; volvían a escocerle los ojos—. El problema es que me parece que ya no queda tiempo para que lo desperdicie hablando. Nynaeve, van a llevarse pronto a Egwene a Seanchan.
—Pero ¿por qué? —exclamó Elayne.
—Tiene la capacidad de localizar minerales —explicó Min con voz lastimera—. Dentro de pocos días, dice, y yo no sé si unos pocos días bastarán para convencer a ese hombre. En el caso de que se decida, ¿cómo vamos a quitarle ese collar engendrado por la Sombra? ¿Cómo vamos a sacarla de la casa?
—Ojalá Rand estuviera aquí —suspiró Elayne y, como ambas la miraron, se sonrojó y se apresuró a añadir—: Bueno, él lleva una espada. Me gustaría tener con nosotras a alguien que tuviera una espada. Diez hombres, un centenar…
—No son espadas ni fuerza muscular lo que necesitamos ahora —discrepó Nynaeve—, sino inteligencia. Los hombres suelen pensar con el pelo que tienen en el pecho. —Se tocó el pecho con aire ausente, como si palpara algo debajo de la chaqueta—. La mayoría de ellos lo hacen.
—Necesitaríamos un ejército —opinó Min—, un gran ejército. Cuando se enfrentaron a los taraboneses y los domani, los seanchan disponían de un número más reducido de soldados que ellos y los vencieron en todas las batallas, con bastante facilidad según tengo entendido. —Empujó apresuradamente a Nynaeve y Elayne hacia el otro lado de la calle al ver que una damane y una sul’dam se acercaban a ellas en dirección contraria. Le alegró comprobar que no era preciso presionarlas, pues sus dos amigas miraban a las mujeres unidas por la correa con tanto recelo como ella misma—. Ya que no disponemos de ejército, tendremos que contar con nuestros propios recursos. Confío en que a alguna de vosotras se le ocurra alguna solución con la que yo no he dado; me he estrujado el cerebro y siempre me encuentro con el mismo inconveniente al llegar al a’dam, la correa y el collar. A las sul’dam no les gusta que nadie las observe de cerca cuando los abren. Creo que podré dejaros entrar, si eso sirve de algo. A una de las dos, en todo caso. Me consideran como una criada, pero las criadas pueden recibir visitas, siempre que éstas se circunscriban a las alas reservadas a la servidumbre.
El semblante de Nynaeve, ceñudo a causa de la preocupación, se iluminó de inmediato y adoptó un aire resuelto.
—No te inquietes, Min. Tengo algunas ideas. No he desperdiciado mi estancia aquí. Llévame a ver a ese hombre. Si es más difícil de dominar que el Consejo del Pueblo unánimemente ofendido, me comeré esta chaqueta.
Elayne asintió, sonriendo, y Min sintió el primer asomo de esperanza vislumbrado desde su llegada a Falme. Por un instante, Min leyó sin habérselo propuesto los halos de las dos mujeres. Había peligro, lo cual no era de extrañar…, y nuevos detalles también, entre las imágenes que había percibido antes; a veces era así. Un anillo de hombre de oro macizo flotaba sobre la cabeza de Nynaeve, y, sobre la de Elayne, un hierro candente y un hacha. Ello representaba riesgos, estaba convencida, pero parecían distantes, emplazados en el futuro. La lectura sólo duró un momento y después todo cuanto vio fue a Elayne y Nynaeve, que la observaban con expectación.
—Está cerca del puerto —anunció.
La empinada calle estaba más transitada a medida que descendían. Los buhoneros la compartían codo a codo con los mercaderes que habían traído carromatos de los pueblos del interior, a los cuales no regresarían hasta la llegada de la primavera, con los vendedores ambulantes que pregonaban sus mercancías con los falmianos de capas bordadas y las famillas campesinas vestidas con prendas de piel de oveja. Era mucha la gente de las poblaciones del interior que se había refugiado allí. A pesar de juzgarlo un acto inútil —pues habían huido de la posibilidad de soportar una visita de los seanchan, para encontrarse con la certeza de su presencia en torno a ellos—, habiendo oído las atrocidades que cometían en la toma de un pueblo, Min comprendía el temor que les inspiraba una nueva irrupción. Todo el mundo se inclinaba al paso de los seanchan