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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 126
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del enemigo, si es eso lo que estás pensando. Era esto, o buscar un lugar donde hospedarme en la ciudad y quizá no poder volver a visitarte. —Se dispuso a sentarse a horcajadas en la silla como lo hubiera hecho con pantalones, sacudió irónicamente la cabeza, y volvió aquélla para sentarse—. «Todo el mundo tiene un lugar en el Entramado —remedó— y el lugar de cada uno debe ser fácilmente evidente.» Esa vieja bruja de Mulaen se cansó por lo visto de no saber cuál era mi lugar futuro y decidió incorporarme a las filas de las criadas. Me dio a elegir. Deberías ver la vestimenta que llevan algunas de las doncellas seanchan, las que están al servicio de los aristócratas. Tal vez sería divertido, pero no a menos que estuviera prometida o, mejor incluso, casada. Bueno, no hay posibilidad de echarse atrás. No por ahora, al menos. Mulaen ha quemado mi chaqueta y pantalones. —Esbozando una mueca para demostrar la opinión que ello le merecía, tomó una piedra del pequeño montón que había sobre la mesa y la hizo botar de una mano a otra—. No está tan mal —rió—, sólo que hace tanto tiempo que no llevaba faldas que no paro de tropezar con ellas.

Egwene había debido presenciar también la quema de sus vestidos, incluso de aquel de seda verde tan hermoso. Se había alegrado de no haber llevado consigo ningún otro de los vestidos que le había regalado lady Amalisa, a pesar de que tal vez no volviera a verlos, ni tampoco la Torre Blanca. Lo que llevaba puesto entonces era la misma prenda de color gris oscuro que llevaban todas las damane. «Las damane no tienen pertenencias —le habían explicado—. El vestido que utiliza una damane, la comida que consume, la cama donde duerme, todos son presentes de su sul’dam. Si una sul’dam decide que una damane duerma en el suelo en lugar de en una cama, o en el pesebre de un establo, a ella corresponde decidirlo.» Mulaen, a cuyo cargo corrían los aposentos de las damane, tenía una voz monótona y nasal, pero era dura con cualquier damane que no recordara cada una de las palabras de sus aburridos discursos.

—No creo que yo disponga nunca de la posibilidad de echarme atrás —suspiró Egwene, dejándose caer en la cama. Señaló las piedras de la mesa—. Renna me hizo una prueba ayer. Seleccioné la pieza de mineral de hierro y la de cobre, con los ojos tapados, cada vez que las juntó con las otras. Las dejó aquí como recuerdo del éxito conseguido. Al parecer pensaba que era algún tipo de recompensa el recordármelo.

—No parece peor que lo demás… ni con mucho tan terrible como hacer estallar cosas como si fueran fuegos artificiales…, pero ¿habrías podido mentir? ¿Decirle que no sabías cuál era cuál?

—Todavía no te has formado una idea de lo que es esto. —Egwene tiró del collar sin obtener mayor resultado que antes, al encauzar—. Cuando Renna lleva ese brazalete, sabe lo que hago o dejo de hacer con el Poder. A veces parece que también lo sabe incluso cuando no lo lleva; dice que después de un tiempo las sul’dam desarrollan… una afinidad, así lo llama. —Exhaló un suspiro—. A nadie se le había ocurrido hacerme una prueba al respecto. La tierra es uno de los Cinco Poderes que dominaban más destacadamente los hombres. Cuando seleccioné esas piedras, me sacó de la ciudad e indiqué correctamente la dirección de una mina de hierro abandonada. Estaba cubierta de maleza, sin ninguna entrada visible, pero, sabiendo cómo detectarlo, sentía el mineral de hierro que aún permanecía en el subsuelo. No había suficiente para que su explotación fuera rentable y, sin embargo, sabía que estaba allí. No pude mentirle, Min. Ella sabía que había notado la existencia de la mina. Estaba tan excitada que me prometió un budín para la cena. —Sintió cómo se le enrojecían las mejillas a causa de la rabia y la vergüenza—. Por lo visto —agregó con amargura—, ahora soy demasiado valiosa para perder el tiempo haciendo estallar cosas. Todas las damane pueden hacer eso; son pocas, en cambio, las que son capaces de localizar minerales subterráneos. Luz, aunque odie hacer explotar cosas, ojalá fuera ésa mi única habilidad.

El color de sus mejillas subió de tono. En verdad odiaba hacer que los árboles se despedazaran y que la tierra entrara en erupción; aquello estaba destinado a las batallas, a dar muerte, y ella no quería participar en ello. No obstante todo cuanto los seanchan le permitían hacer era otra ocasión para entrar en contacto con el Saidar, para sentirse inundada por el Poder. A pesar de detestar lo que la obligaban a hacer Renna y las demás sul’dam, estaba segura de que podía manejar mucho más Poder ahora que antes de abandonar Tar Valon. No le cabía duda de que podía conseguir logros que jamás habían acudido a la mente de cualquiera de las hermanas de la Torre, pues entre los objetivos de éstas no se contaba abrir boquetes en la tierra para matar hombres.

—Quizá no hayas de seguir preocupándote mucho tiempo por eso —la animó Min, sonriendo—. He encontrado un barco, Egwene. Los seanchan han retenido al capitán aquí y éste está dispuesto a hacerse a la mar con su permiso o sin él.

—Si acepta llevarte, Min, ve con él —dijo Egwene con fatiga—. Ya te he dicho que ahora soy un objeto demasiado preciado. Renna me ha comentado que dentro de unos días zarpará un barco hacia Seanchan. Sólo para llevarme a mí.

La sonrisa se desvaneció en los labios de Min y ambas se miraron fijamente. De súbito, Min arrojó la piedra al montón de la mesa, que se desparramó por los suelos.

—Ha de haber una manera de salir de aquí. ¡Debe haber una manera de sacarte ese maldito artilugio del cuello!

Egwene inclinó la cabeza contra la pared.

—Ya sabes que los seanchan han recogido a todas las mujeres que han podido encontrar, capaces de encauzar aunque sea en grado mínimo. Provienen de todas partes; no sólo de Falme, sino de los pueblos de pescadores y de los pueblos campesinos del interior. Tarabonesas y domani, pasajeras de los barcos que han detenido… Hay dos Aes Sedai entre ellas.

—¡Aes Sedai! —exclamó Min. Por costumbre miró en torno a sí para cerciorarse de que ningún seanchan la había escuchado pronunciar ese nombre—. Egwene, si hay Aes Sedai aquí, pueden ayudarnos. Deja que hable con ellas y…

—Ni siquiera pueden hacer algo por ellas mismas, Min. Sólo he hablado con una. Se llama Ryma, aunque la sul’dam no la llama así, pero ése es su nombre e insistió en que yo lo conociera. Ella me dijo que había otra, entre crisis de llanto. ¡Es una Aes Sedai y estaba llorando, Min! Lleva un collar en el cuello, ha de responder al nombre de Pura, y no puede remediarlo. La capturaron tras la rendición de Falme. Lloraba porque está comenzando a dejar de rebelarse, porque ya no soporta recibir más castigos. También lloraba porque quiere poner fin a su vida y ni siquiera eso puede hacer sin permiso. ¡Luz, comprendo cómo se siente!

Min se movió con nerviosismo, alisándose el vestido con manos repentinamente temblorosas.

—Egwene, no querrás… Egwene, no debes pensar en causarte daño a ti misma. Voy a sacarte de aquí de algún modo. ¡Lo haré!

—No voy a suicidarme —contestó secamente Egwene—. Aunque pudiera. Déjame tu cuchillo. Vamos, no voy a herirme. Sólo déjamelo.

Min titubeó antes de desenvainar el arma que llevaba prendida a la cintura. Se lo tendió con recelo, dispuesta a saltar si Egwene intentaba algo.

Egwene, hizo una profunda aspiración y tendió la mano hacia la empuñadura. Un leve estremecimiento recorrió los músculos de su brazo. Cuando tenía la mano a escasos centímetros del cuchillo, sus dedos se contrajeron en un espasmo. La contracción afectó todo el brazo, agarrotando todos los músculos hasta el hombro. Con un gemido, volvió a sentarse, frotándose el brazo y concentrando los pensamientos en no tocar el arma. Paulatinamente, el dolor comenzó a ceder.

—¿Cómo…? —Min la miró con expresión de incredulidad—. No lo comprendo.

—Las damane tienen prohibido tocar cualquier tipo de arma. —Movió el brazo y sintió cómo se aflojaba la rigidez—. Incluso la comida nos la traen cortada. No quiero herirme pero, de quererlo, no podría hacerlo. Nunca dejan a ninguna damane en un lugar elevado desde el que podría lanzarse al vacío; ya ves cómo está claveteada esta ventana…

—Bien, eso es bueno. Quiero decir… Oh, no sé lo que digo. Si pudieras saltar a un río, tendrías la posibilidad de huir.

Egwene continuó hablando llena de tristeza, como si su amiga no hubiera dicho nada.

—Están formándome, Min. Las sul’dam y el a’dam están entrenándome. Ni siquiera puedo tocar algo que yo relacione mentalmente con un arma. Hace unas semanas consideré la posibilidad de golpear a Renna en la cabeza con ese cántaro y hubieron de transcurrir tres días antes de que pudiera verter agua para lavarme. Una vez que hube concebido esa idea, no sólo hube de parar de pensar en golpearla para poder volver a tocarlo, sino que tuve que convencerme a mí misma de que nunca, bajo ninguna circunstancia, le propinaría un golpe con él. Renna descubrió lo ocurrido, me indicó lo que había de hacer y no me permitió lavarme en ningún lugar salvo con ese cántaro y esa jofaina; además se aseguró de que pasara esos días sudando de la mañana a la noche. Trato de no someterme, pero están doblegándome al igual que a Pura. —Se tapó la boca con la mano, gimiendo entre dientes—. Se llama Ryma. He de recordar su nombre, no el que le han puesto. Es Ryma, del Ajah Amarillo, y se ha resistido durante tanto tiempo y tan obstinadamente como ha podido. No es culpa suya si ya no le quedan fuerzas para seguir peleando. Ojalá supiera quién es la otra hermana que mencionó Ryma. Me gustaría conocer su nombre. Recuérdanos a las dos, Min. Ryma, del Ajah Amarillo, y Egwene al’Vere. No Egwene la damane, sino Egwene al’Vere del Campo de Emond. ¿Lo harás?

—¡Basta! —la atajó Min—. ¡Cállate ahora mismo! Si te embarcan rumbo a Seanchan, yo iré contigo. Pero no creo que eso ocurra. Sabes que te he leído, Egwene. No comprendo la mayoría de lo captado, como me sucede la mayor parte del tiempo, pero veo cosas que con toda certeza te vinculan a Rand, Perrin y Mat, y… sí, incluso a Galad, la Luz te asista en tu insensatez. ¿Cómo podría ello tener lugar si los seanchan te llevan al otro lado del océano?

—Quizá conquisten todo el mundo, Min. Si conquistaran el mundo, no hay motivo por el que Rand y Galad y los demás no vayan a parar a Seanchan.

—¡Mentecata, cabeza de ganso!

—Soy realista —protestó vivamente Egwene—. No tengo intención de dejar de rebelarme, no mientras pueda respirar, pero tampoco veo ninguna perspectiva de poder quitarme este a’dam. De la misma manera que no concibo ninguna esperanza de que alguien vaya a contener a los seanchan. Min, si ese capitán de barco te acoge en él, vete con él. Entonces, al menos, una de nosotras será libre.

La puerta se abrió de golpe, dando paso a Renna.

Egwene se levantó de un salto y realizó una profunda reverencia, al igual que Min. La reducida habitación apenas daba margen a hacerlo, pero los seanchan eran estrictos con las cuestiones de protocolo.

—Tu día de visita, ¿no es

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