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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 124
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elección, ésta será correcta.

—Ta’veren —dijo con voz cavernosa Loial.

Rand alzó los brazos al cielo.

Ino volvió de la plaza, sacudiéndose la lluvia de la capa.

—Ni una condenada alma, mi señor. A mí me parece que huyeron como cerdos rayados. Los animales de corral también se han esfumado y tampoco queda ni un maldito carro o carromato. La mitad de las casas están vacías. Apuesto la paga del próximo mes a que podríamos seguirlos por los malditos muebles que han abandonado en los márgenes de la carretera al caer en la cuenta de que estaban obstaculizándoles la marcha.

—¿Qué hay de las ropas? —preguntó Ingtar.

Ino pestañeó con sorpresa su ojo tuerto.

—Sólo algunas prendas y retales, mi señor. Principalmente, lo que no les pareció digno de llevarse.

—Habremos de conformarnos con eso. Hurin, quiero que tú y unos cuantos más, tantos como sea posible, os vistáis a la usanza local, para no llamar la atención, y que rastreéis el terreno de norte a sur, hasta cruzar el rastro. —Los soldados que acababan de entrar se reunieron en torno a Ingtar y Hurin para escuchar.

Rand apoyó las manos en la repisa de la chimenea, con la mirada fija en las llamas. Éstas le recordaron los ojos de Ba’alzemon.

—El tiempo apremia —dijo—. Siento… algo… que me atrae hacia Falme, y el apremio del tiempo. —Al ver cómo lo observaba Verin, añadió con voz ronca—: No, eso no. Es a Fain a quien he de encontrar. No tiene nada que ver con… eso.

—La Rueda gira según sus propios designios —asintió Verin—, y en su Entramado se tejen los hilos de todas las vidas. Fain está aquí desde hace semanas, meses tal vez. Unos cuantos días apenas representarán gran diferencia en el curso de los acontecimientos.

—Voy a dormir un poco —murmuró él, recogiendo sus alforjas—. Espero que no se hayan llevado todas las camas.

Arriba, halló camas, pero eran pocas las que tenían colchones y éstos estaban tan llenos de bultos que consideró la posibilidad de acostarse en el suelo. Al fin eligió una cuyo colchón sólo se hundía en el medio. No había nada más en la habitación excepto una silla de madera y una mesa con una pata desnivelada.

Se quitó las ropas mojadas, que sustituyó por una camisa y pantalones limpios antes de acostarse, dado que no había sábanas ni mantas, y apoyó la espada junto a la cabecera de la cama. Sarcásticamente, pensó que la única tela seca que tenía para utilizarla a modo de cubrecama era el estandarte del Dragón, el cual dejó, no obstante, bien cerrado en las alforjas.

La lluvia repiqueteaba en el tejado y los truenos bramaban en el cielo, y de tanto en tanto un relámpago iluminaba las ventanas. Estremeciéndose, cambió varias veces de postura, preguntándose si en fin de cuentas el pendón no podría servirle de manta y cavilando sobre la conveniencia de ir a Falme.

Cuando se giró una vez más, Ba’alzemon estaba de pie al lado de la silla con el blanco estandarte del Dragón en las manos. La estancia parecía más oscura allí, como si Ba’alzemon se hallara en el borde de una nube de untuoso humo negro. Unas quemaduras casi cicatrizadas le surcaban el rostro y, cuando Rand lo miró, sus negros ojos desaparecieron por un instante, mostrando en su lugar unas interminables cavernas de fuego. Las alforjas de Rand estaban a sus pies, con las hebillas desabrochadas y la solapa levantada en el bolsillo donde ocultaba el pendón.

—La hora está pronta en llegar, Lews Therin. Un millar de hilos están tensándose y pronto quedarás atado y atrapado, preso de un destino que no puedes cambiar: locura, muerte… Antes de morir, ¿acabarás nuevamente con la vida de todo cuanto amas?

Rand lanzó una ojeada a la puerta, pero sólo se movió para incorporarse en la cama. ¿De qué serviría tratar de huir del Oscuro? Tenía la garganta reseca.

—¡Yo no soy el Dragón, Padre de las Mentiras! —espetó con voz ronca.

La oscuridad se agitó tras Ba’alzemon, cuyo semblante llameó al soltar una carcajada.

—Me honras, y te degradas a ti mismo. Te conozco demasiado bien. Me he enfrentado a ti miles de veces, un millón de veces. Te conozco hasta lo más recóndito de tu miserable alma, Lews Therin Verdugo de la Humanidad. —Volvió a reír; Rand se protegió la cara del calor que exhalaba su fogosa boca.

—¿Qué queréis? No voy a serviros. No haré nada de lo que queréis. ¡Antes moriré!

—¡Claro que vas a morir, gusano! ¿Cuántas veces has fallecido en el transcurso de las eras, necio, y cuántas veces tu muerte ha sido en vano? La tumba es fría y solitaria, salvo para los gusanos. La tumba cae dentro de mis dominios. En esta ocasión no habrá renacimiento para ti. Esta vez la Rueda del Tiempo se quebrará y el mundo será transformado a imagen de la Sombra. ¡Esta vez tu muerte será eterna! ¿Qué vas a escoger? ¿Una muerte sin fin? ¿O la vida eterna… y el poder?

Rand apenas advirtió que se había puesto en pie. El vacío lo había rodeado, el Saidin estaba allí, y el Poder Único afluía a él. Ello casi cuarteó su calma. ¿Era realidad? ¿Era un sueño? ¿Podía encauzar en un sueño? Pero el torrente que se precipitaba hacia él disipó sus dudas. Lo arrojó contra Ba’alzemon, le arrojó el puro Poder Único, la fuerza que hacía girar la Rueda del Tiempo, una fuerza capaz de incendiar los mares y devorar las montañas.

Ba’alzemon retrocedió medio paso, manteniendo aferrado el estandarte ante él. De sus grandes ojos y boca brotaron llamaradas, y la oscuridad pareció protegerlo en la sombra. En la Sombra. El Poder penetró en esa neblina negra y se disipó, embebido como el agua caída en la arena abrasada.

Rand continuó absorbiendo el Saidin, en una cuantía cada vez mayor. Tenía la piel tan fría como si fuera a hacerse añicos con el menor contacto y a un tiempo ésta lo quemaba como si fuera a evaporarse. Sentía los huesos a punto de encresparse y convertirse en frías cenizas de cristal. No le importaba; aquello era como beber la propia vida a sorbos.

—¡Insensato! —rugió Ba’alzemon—. ¡Vas a destruirte a ti mismo!

«Mat.» Aquella noción flotó en algún lugar alejado del flujo que lo consumía. «La daga. El Cuerno. Fain. El Campo de Emond. Todavía no puedo morir.»

No sabía a ciencia cierta cómo lo logró, pero de improviso el Poder se esfumó, al igual que el Saidin y el vacío. Presa de incontrolables escalofríos, cayó de rodillas junto a la cama, rodeándose con los brazos en un vano intento de contener sus espasmódicos movimientos.

—Eso está mejor, Lews Therin. —Ba’alzemon tiró el pendón al suelo y posó las manos en el respaldo de la silla. Entre sus dedos se levantaron espirales de humo, pero la sombra no lo rodeaba ya—. Aquí está tu estandarte, Verdugo de la Humanidad. Te servirá de mucho. Un millar de hebras dispuestas a lo largo de un millar de años te han traído aquí. Diez mil hilos entrelazados con el correr de las eras te atan como un cordero entregado al sacrificio. La Rueda misma te retiene prisionero en tu destino era tras era. Pero yo puedo liberarte. Óyelo bien, perro sarnoso: sólo yo en el mundo puedo enseñarte a esgrimir el Poder. Únicamente yo puedo impedir que éste te lleve a la muerte antes de que tengas ocasión de enloquecer. Sólo yo puedo contener la locura. Ya me has servido anteriormente. Sírveme de nuevo, Lews Therin, ¡o sé destruido para siempre!

—Yo me llamo Rand al’Thor —insistió Rand entre el castañeteo de sus dientes. Los escalofríos le obligaron a cerrar los ojos y, cuando volvió a abrirlos, estaba solo.

Ba’alzemon se había ido. La sombra había desaparecido. Las alforjas se encontraban apoyadas en la silla con las hebillas abrochadas y uno de los bolsillos abultado a causa del estandarte del Dragón, tal como él las había dejado. En el respaldo de la silla, no obstante, aún se alzaban hilillos de humo de las carbonizadas marcas impresas por los dedos.

CAPÍTULO 42

Falme

Nynaeve hizo retroceder a Elayne hacia el angosto callejón formado por la tienda de un mercader de ropa y el taller de un alfarero cuando un par de mujeres unidas por una correa plateada pasaron cerca, descendiendo por la calle empedrada de adoquines en dirección al puerto de Falme. No osaron permitir que aquel par se aproximara demasiado a ellas. Los viandantes les cedían el paso aun con mayor diligencia que a los soldados seanchan o a los palanquines de nobles, cuyas gruesas cortinas llevaban corridas ahora que los días eran fríos. Incluso los artistas callejeros no se ofrecían a realizarles retratos con tiza o lápiz, a pesar de que importunaban a todos los demás. Nynaeve apretó la boca mientras seguía con la mirada a la sul’dam y la damane entre la muchedumbre. Aun varias semanas después de llegar a la ciudad, aquella visión la sublevaba. Tal vez ahora la indignaba más. No alcanzaba a imaginar que ella pudiera hacer eso a una mujer, ni siquiera a Moraine o Liandrin.

«Bien, tal vez a Liandrin», admitió agriamente. En ocasiones, por la noche, en la reducida y maloliente habitación que ambas habían alquilado a un pescadero, rumiaba lo que le gustaría hacer a Liandrin cuando le pusiera las manos encima. A Liandrin más aún que a Suroth. Más de una vez la había sorprendido su propia crueldad, a pesar de mostrarse encantada por su inventiva.

Todavía tratando de controlar con la mirada a la pareja, sus ojos se posaron en un huesudo sujeto, a bastante distancia de ellas, antes de que el gentío en movimiento lo engullera. Apenas percibió brevemente una prominente nariz que despuntaba en un enjuto rostro. Sobre su vestimenta elevaba una lujosa túnica de terciopelo broncíneo, de corte seanchan, pero no le pareció que fuera seanchan, aun cuando el criado que lo seguía lo fuera, además de ser un criado de alto rango, con una sien rapada. Los oriundos del lugar no habían adoptado las modas seanchan, y menos aún aquélla. «Ese hombre se parece a Padan Fain —pensó con incredulidad—. No es posible. No aquí.»

—Nynaeve —propuso en voz baja Elayne—, ¿podemos continuar ahora? Ese individuo que vende manzanas está mirando la mesa como si sospechara que tenía más hace unos momentos y no me gustaría que se interesara por lo que tengo en los bolsillos.

Ambas llevaban largas chaquetas de cuero de cordero, con la lana invertida y vivas espirales rojas bordadas en el pecho. Era un atuendo de campesinas, pero que no llamaba la atención en Falme, adonde habían acudido un buen número de gentes procedentes de granjas y pueblos. Entre tantos forasteros habían podido pasar inadvertidas. Ella se había dejado suelto el cabello, y su sortija de oro, con la serpiente mordiéndose la cola, reposaba ahora bajo su vestido junto al macizo anillo de Lan prendidos a la cinta de cuero que le rodeaba el cuello,

Los amplios bolsillos de la chaqueta de Elayne abultaban de manera sospechosa.

—¿Has robado esas manzanas? —musitó Nynaeve, arrastrando a Elayne hacia la multitud—. Elayne, no debemos robar. Todavía no, en todo caso.

—¿No? ¿Cuánto dinero nos queda? No has demostrado mucho apetito durante las comidas los últimos días.

—Bueno, estoy hambrienta —confesó Nynaeve, tratando de no hacer caso del vacío que sentía en el estómago. Todo costaba mucho más de lo que esperaba; había oído cómo los lugareños se quejaban de la subida de los precios posterior al desembarco de los seanchan—. Dame una. —La manzana que Elayne sacó

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