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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 123
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Punta de Toman, del litoral al llano. Abrazar el Saidin. Reprimió sin miramientos tal anhelo.

—¿Cómo? —La Aes Sedai tuvo un sobresalto—. Oh, supongo que sí. Un poco. No conseguiría amainar una tormenta tan fuerte, no por mis propios medios, pues cubre un área demasiado extensa, pero podría reducirla en parte. En donde nos encontramos, al menos. —Se enjugó el agua del rostro, al parecer advirtiendo por primera vez que se le había caído la capucha, y volvió a subirla con gesto ausente.

—Entonces ¿por qué no lo hacéis? —inquirió Mat. El rostro tembloroso que asomaba bajo la capucha parecía hallarse a las puertas de la muerte, pero su voz era vigorosa.

—Porque si hiciera uso de tal cantidad de Poder Único, todas las Aes Sedai situadas a quince kilómetros a la redonda sabrían que alguien ha encauzado. No nos interesa llamar la atención de esos seanchan ni de sus damane. —Apretó la boca con expresión enojada.

Habían reunido cierta información sobre los invasores en ese pueblo, llamado el Molino de Atuan, si bien ésta suscitaba en su mayor parte más preguntas de las que aclaraba. Las gentes habían parloteado un momento para cerrar sus bocas a los pocos minutos, temblando y mirando a sus espaldas. Todos temían que los seanchan regresaran con sus monstruos y sus damane. Esas mujeres que deberían haber sido Aes Sedai e iban atadas como animales asustaban a los lugareños aún más que las extrañas criaturas que los seanchan utilizaban a su servicio, seres que los habitantes del Molino de Atuan describían entre susurros como imágenes de pesadilla. Y, lo que era peor, las crueldades ejemplificadoras cometidas por los seanchan antes de irse todavía mantenían totalmente amedrentadas a esas gentes. Habían dado sepultura a sus muertos, pero no habían osado limpiar las marcas de la gran mancha quemada en la plaza del pueblo. Nadie se había atrevido a contarles lo sucedido allí, pero Hurin había vomitado al entrar en la población y había rehusado aproximarse a ese retazo de tierra ennegrecida.

El Molino de Atuan había quedado medio desierto. Algunos habían huido a Falme, confiando en que los seanchan no serían tan rudos en una ciudad que tenían bajo su custodia, y otros habían partido hacia el este. Otras personas habían confesado su intención de seguir su ejemplo. Había luchas en el llano de Almoth, batallas entre los taraboneses y domani decían, pero por más casas y establos que allí se quemaran, eran producto de antorchas esgrimidas por manos de hombres. Era más fácil afrontar incluso una guerra que lo que habían hecho los seanchan, o lo que éstos eran capaces de hacer.

—¿Por qué trajo Fain el Cuerno aquí? —murmuró Perrin, expresando una pregunta que cada uno de ellos había formulado una y otra vez sin obtener respuesta—. Hay guerra y están esos seanchan y sus monstruos. ¿Por qué aquí?

Ingtar, cuyo rostro parecía tan macilento como el de Mat, se volvió hacia ellos.

—Siempre hay hombres que ven la ocasión de medrar aprovechando la confusión de la guerra. Fain es uno de ésos. No me cabe duda de que pretende volver a robar el Cuerno, al propio Oscuro esta vez, y utilizarlo para su propio beneficio.

—El Padre de las Mentiras nunca traza planes simples —observó Verin—. Puede que quiera que Fain traiga el Cuerno aquí por algún motivo sólo conocido en Shayol Ghul.

—Monstruos —bufó Mat, con las mejillas y los ojos hundidos, que ofrecían un terrible contraste con la firmeza de su voz—. En mi opinión debieron de haber visto algún trolloc o un Fado. Bueno, ¿por qué no? Si los seanchan tienen Aes Sedai luchando para ellos, ¿por qué no Fados y trollocs? —Advirtió que Verin lo observaba y pestañeó—. Bueno, eso es cierto, tanto si van atadas con correa como si no. Son capaces de encauzar y, por lo tanto, son Aes Sedai. —Lanzó una ojeada a Rand y emitió una risa entrecortada—. Eso te convierte en Aes Sedai, la Luz nos asista a todos.

Entonces Masema regresó de su exploración, galopando entre el fango y la fuerte lluvia.

—Hay otro pueblo más adelante, mi señor —anunció, situándose junto a Ingtar. Sus ojos apenas rozaron a Rand, pero endureció la mirada y no volvió a dirigirla hacia donde él se encontraba—. Está desierto, mi señor. No hay habitantes, ni seanchan ni nadie. Las casas parecen en buen estado, sin embargo, exceptuando dos o tres que… Bueno, ya no están allí, mi señor.

Ingtar alzó la mano, ordenando que emprendieran el trote.

El pueblo que había localizado Masema cubría las laderas de una colina, con una plaza pavimentada en la cumbre que rodeaba un círculo de pozos de piedra. Las casas eran de piedra, de tejado plano y de un solo piso en su mayoría. Tres que habían sido de mayores dimensiones, emplazadas a un lado de la plaza, no eran ya más que montones de escombros ennegrecidos; en la plaza había diseminados pedazos de piedras y vigas. Unos cuantos postigos oscilaban dando golpes, sacudidos por las rachas de viento.

Ingtar desmontó delante del único edificio grande que aún se mantenía en pie. En el letrero que se bamboleaba sobre su puerta había una mujer haciendo malabarismos con estrellas, pero no constaba nombre alguno en él; el agua caía en las esquinas a chorros. Verin se apresuró a entrar mientras Ingtar daba indicaciones.

—Ino, registra todas las casas. Si queda alguien, tal vez puedan explicarnos lo ocurrido aquí y proporcionarnos más información sobre los seanchan. Y, si hay algo de comida, tráela también. Y mantas. —Ino asintió y comenzó a designar hombres. Ingtar se volvió hacia Hurin—. ¿Qué hueles? ¿Ha pasado Fain por aquí?

—Él no, mi señor —repuso Hurin, frotándose la nariz—, ni tampoco los trollocs, pero quienquiera que hizo esto dejó un hedor. —Apuntó a los escombros de las casas—. Ha habido asesinatos, mi señor. Había gente ahí adentro.

—Seanchan —gruñó Ingtar—. Pasemos adentro. Ragan, busca algún establo para los caballos.

Verin ya había encendido fuego en las dos grandes chimeneas, situadas en ambos extremos de la sala principal, y estaba calentándose las manos en una de ellas, después de haber extendido su empapada capa en una de las numerosas mesas. También había encontrado varias velas que ahora ardían en una mesa sujetas con su propio sebo. La soledad y el silencio, sólo interrumpido de tanto en tanto por un trueno, contribuían junto con las vacilantes sombras a crear el clima de un lugar cavernoso. Rand arrojó sobre una mesa su capa y chaqueta, igualmente empapadas, y se reunió con ella. Únicamente Loial parecía más interesado en verificar el estado de sus libros que en calentarse.

—Nunca encontraremos el Cuerno de Valere a este paso —se lamentó Ingtar—. Han pasado tres días desde… que llegamos aquí… —se estremeció y se mesó el cabello, lo cual indujo a Rand a preguntarse qué habría visto el señor shienariano en sus otras vidas—… y transcurrirán dos más, como mínimo, hasta Falme, y no hemos detectado ni un indicio de la presencia de Fain ni de los Amigos Siniestros. Hay veintenas de pueblos bordeando la costa. Podría haber ido a cualquiera de ellos y haber tomado un barco rumbo a cualquier sitio…, suponiendo que hubiera estado aquí.

—Está aquí —afirmó con calma Verin— y fue a Falme.

—Y todavía está allí —añadió Rand. «Esperándome. Por favor, Luz, que aún esté esperándome.»

—Hurin todavía no ha percibido ni el más mínimo rastro de él —objetó Ingtar—. El husmeador se encogió de hombros como si él se sintiera en parte responsable—. ¿Por qué habría de elegir Falme? Si hemos de dar crédito a esos lugareños, Falme está ocupada constantemente por los seanchan. Daría mi mejor sabueso por saber quiénes son y de dónde provienen.

—No nos importa quiénes son. —Verin se arrodilló, desabrochó sus alforjas y sacó ropas secas—. Al menos disponemos de habitaciones para cambiarnos de ropa, lo cual no nos servirá de mucho si el tiempo no cambia. Ingtar, cabe la posibilidad de que lo que nos han contado esas gentes sea cierto, que sean los descendientes de los ejércitos de Artur Hawkwing. Lo importante es saber si Fain ha ido a Falme. Las escrituras que dejaron en las mazmorras de Fal Dara…

—… no mencionaban para nada a Fain. Perdonadme, Aes Sedai, pero eso hubiera podido ser una treta con tanta probabilidad como una profecía siniestra. No puedo creer que incluso los trollocs fueran tan estúpidos como para revelarnos de antemano todo lo que iban a hacer.

La mujer se movió para mirarlo a la cara.

—¿Y qué pretendéis hacer, si no queréis seguir mi consejo?

—Quiero obtener el Cuerno de Valere —aseguró con vehemencia Ingtar—. Disculpadme, pero he de atenerme a mi propio juicio antes que a algunas palabras garabateadas por un trolloc…

—Un Myrddraal, seguramente —murmuró Verin, pero Ingtar siguió hablando sin hacerle caso.

—… o un Amigo Siniestro que parece traicionarse a sí mismo con su propia boca. Voy a rastrear el terreno hasta que Hurin huela una pista o que encontremos a Fain en persona. Debo hacerme con el Cuerno, Verin Sedai. ¡Es mi deber!

—Ésa no es manera —murmuró quedamente Hurin—. Con «deber» o sin él, lo que ha de ocurrir, ocurre. —Nadie le prestó atención.

—Es el deber de todos nosotros —puntualizó Verin, revisando el interior de sus alforjas—. No obstante, hay cosas que son aún más importantes que eso.

Aun cuando no agregó nada más, Rand esbozó una mueca. Estaba ansioso por alejarse de ella y de sus acicates e indicios. «Yo no soy el Dragón Renacido. Luz, qué ganas tengo de deshacerme por completo de las Aes Sedai.»

—Ingtar, creo que yo iré a Falme. Fain está allí, estoy convencido de ello, y si no voy pronto, va…, va a hacer algo contra los habitantes del Campo de Emond. —No había mencionado esa parte hasta entonces.

Todos lo observaron: Mat y Perrin, ceñudos y preocupados; Verin, como si acabara de descubrir una nueva pieza que añadir a un rompecabezas; Loial con estupefacción, y Hurin, confuso. Ingtar demostraba una patente incredulidad.

—¿Por qué iba a hacer eso? —preguntó el shienariano.

—No lo sé —mintió Rand—, pero eso afirmó en el mensaje que dejó a Barthanes.

—¿Y Barthanes dijo que Fain iba a ir a Falme? —inquirió Ingtar—. Aunque tampoco importa si lo ha hecho. —Exhaló una amarga carcajada—. Los Amigos Siniestros mienten con la misma naturalidad con que respiran.

—Rand —dijo Mat—, si supiera cómo impedir que Fain hiciera daño a las gentes del Campo de Emond, lo haría. Pero necesito esa daga, Rand, y Hurin es la persona más indicada para encontrarla.

—Yo iré a donde vayas tú, Rand —se ofreció Loial que, habiendo verificado el buen estado de sus libros, se quitaba la chaqueta mojada—. Pero no veo de qué modo van a modificar las cosas el paso de unos días. Intentad ser menos atolondrados por una vez.

—A mí me da igual si vamos a Falme ahora, después o nunca —aseguró Perrin, encogiéndose de hombros—, pero, si Fain está realmente dispuesto a atacar el Campo de Emond… Bien, Mat tiene razón: Hurin es la persona más indicada para localizarlo.

—Yo puedo encontrarlo, lord Rand —intervino Hurin—. Sólo con que pueda olerlo una vez, os llevaré directamente hasta él. No hay nadie que deje un rastro más claro que él.

—Debes llegar a una decisión propia, Rand —advirtió Verin con tacto—. Recuerda, no obstante, que Falme está ocupada por invasores acerca de los que ignoramos casi todo. Si vas a Falme solo, tal vez caigas prisionero o corras una suerte peor, lo cual no beneficiaría a nadie. Estoy segura de que, sea cual sea tu

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