debían de trabajar juntas de algún modo, aun cuando no comprendía la relación que mantenían, atadas como estaban. Una llevaba un collar, pero la otra estaba tan encadenada como ella. Lo que a Nynaeve no le cabía duda era que una de ellas era una Aes Sedai. No había tenido ocasión de verlas lo bastante cerca para percibir la aureola que acompañaba al encauzamiento, pero no podía ser de otro modo.
«Sin duda será un placer hablarle a Sheriam de ellas —pensó con aspereza—. Las Aes Sedai no utilizan el Poder como arma, ¿no es cierto?»
Ella sí lo había hecho. Como mínimo había derribado a las dos mujeres con aquel rayo, y había visto cómo uno de los soldados, o más bien su cuerpo, se quemaba a causa de la bola de fuego que había creado y arrojado contra ellos. Pero llevaba cierto tiempo sin ver a ninguno de los extranjeros.
El sudor le perlaba la frente, lo cual no se debía sólo al esfuerzo realizado. Había perdido contacto con el Saidar y no conseguía restablecerlo. En el primer momento de furia, al comprobar que Liandrin las había traicionado, el Saidar había acudido involuntariamente a ella y la había colmado de Poder Único. Le había parecido que nada le era imposible. Mientras habían estado persiguiéndolas, la rabia de ser acosada como un animal había avivado su ardor. La tregua duraba desde hacía un rato. Cuanto más tiempo transcurría sin haber visto a ningún enemigo, más iban incrementándose sus temores de que hubiera alguien acechándola y la preocupación por la suerte de Egwene, Elayne y Min. Ahora no tenía más remedio que admitir que el miedo estaba invadiéndola. Miedo por ellas y miedo por sí misma. Era ira lo que necesitaba.
Algo se agitó detrás de un árbol.
Retuvo el aliento y apeló al Saidar, pero todos los ejercicios que Sheriam y las otras le habían enseñado, todos los capullos que florecían en su mente, todos los torrentes imaginados que albergaba como orillas de un río, no surtieron efecto. Sentía la Fuente, pero no podía tocarla.
Elayne salió de detrás del árbol, prudentemente encorvada, y Nynaeve lanzó un suspiro de alivio. El vestido de la heredera del trono estaba sucio y deslucido, sus dorados cabellos eran una auténtica maraña a la que se prendían las hojas, y sus ojos inquietos estaban tan abiertos como los de un cervato asustado, a pesar de lo cual asía con firmeza su daga de hoja corta. Nynaeve tomó las riendas y cabalgó hacia el claro.
Elayne dio un salto espasmódico y luego se llevó la mano a la garganta e hizo acopio de aire. Nynaeve desmontó y ambas se abrazaron, contentas de reunirse.
—Por un momento —confesó Elayne cuando por fin se separaron—, pensé que eras… ¿Sabes dónde están? Había dos hombres siguiéndome. Me hubieran atrapado en cuestión de minutos, pero entonces sonó un cuerno y volvieron grupas y se marcharon al galope. Me vieron, Nynaeve, y se fueron.
—Yo también lo he oído y desde entonces no he visto a nadie. ¿Has visto a Egwene o a Min?
Elayne sacudió la cabeza, hundiendo los hombros antes de sentarse en el suelo.
—No desde… Ese hombre golpeó a Min y la tiró al suelo. Y una de esas mujeres estaba intentando rodear el cuello de Egwene con algo. Eso es lo que he visto antes de echar a correr. No creo que hayan escapado, Nynaeve. Debí haber hecho algo. Min cortó la mano que me aferraba, y Egwene… Y yo me limité a huir, Nynaeve. Me di cuenta de que estaba libre y eché a correr. Sería mejor que mi madre se casara con Gareth Bryne y tuviera otra hija lo más pronto posible. No soy digna de ocupar el trono.
—No seas tonta —la reprendió Nynaeve—. Recuerda, tengo un paquete de genciana entre mis hierbas. —Elayne tenía la cabeza hundida entre las manos; la amenaza no provocó siquiera un murmullo por su parte—. Escúchame, muchacha. ¿Has visto que yo me quedara para hacer frente a veinte o treinta hombres armados, por no mencionar a la Aes Sedai? Si hubieras esperado, lo más seguro es que a estas horas serías una prisionera también. Suponiendo que no te hubieran matado. Por algún motivo, parecían estar interesados en mí y en Egwene. Seguramente no les habría importado si salías con vida o quedabas muerta.
«¿Por qué están interesados en Egwene y en mí? ¿Por qué en nosotras concretamente? ¿Por qué ha hecho esto Liandrin? ¿Por qué?» No obtuvo más respuesta entonces que la primera vez que se había planteado tales preguntas.
—Si hubiera muerto tratando de ayudar… —comenzó a lamentarse Elayne.
—… estarías muerta. Y de poco les servirías a ellas. Ahora levántate y cepíllate el vestido. —Nynaeve buscó un peine en las alforjas—. Y arréglate el pelo.
Elayne se puso en pie lentamente y tomó el cepillo emitiendo una risita.
—Hablas como Lini, mi antigua niñera. —Comenzó a cepillarse el cabello, haciendo muecas al deshacer los nudos—. Pero ¿cómo vamos a ayudarlas, Nynaeve? Por más que tú seas tan fuerte como una hermana cuando te enfadas, ellos también tienen mujeres que encauzan el Poder. No puedo creer que sean Aes Sedai, pero es como si lo fueran. Ni siquiera sabemos adónde las han llevado.
—Hacia el oeste —declaró Nynaeve—. Esa criatura llamada Suroth ha mencionado Falme, y Falme se halla en el extremo occidental de la Punta de Toman. Iremos a Falme. Espero que Liandrin esté allí. Haré que maldiga el día en que su madre posó una mirada en su padre. Pero primero creo que será mejor que consigamos algunos vestidos del país. He visto mujeres tarabonesas y domani en la Torre, y lo que ellas llevan no se parece en nada a nuestros vestidos. Así pasaremos más inadvertidas.
—No me importaría llevar un vestido tarabonés, aunque a madre le daría un ataque si se enterara y Lini no pararía de reprochármelo, pero, aun cuando encontremos un pueblo, ¿podremos pagar los vestidos nuevos? No tengo idea de cuánto dinero tienes, pero yo sólo llevo diez marcos de oro y tal vez el doble en plata. Eso servirá para mantenernos dos o tres semanas, pero ignoro qué haremos después.
—Unos cuantos meses de noviciado en Tar Valon —rió Nynaeve— no han servido para que dejaras de pensar como la heredera de un trono. Yo no tengo ni la décima parte de lo que dispones tú, pero sumando ambas cantidades nos bastará para la manutención de dos o tres meses, si lo administramos bien. Mi propósito no es comprar los vestidos, y en todo caso no serán nuevos. Mi vestido de seda gris nos será de ayuda, con todas esas perlas y hebras doradas. Si no soy capaz de encontrar a una mujer que nos lo cambie por dos o tres prendas más sencillas, te daré este anillo y yo seré la novicia. —Montó a caballo y dio la mano a Elayne para auparla.
—¿Qué haremos cuando lleguemos a Falme? —preguntó Elayne mientras se acomodaba en la grupa de la yegua.
—No lo sabré hasta que estemos allí. —Nynaeve hizo una pausa, parando la montura—. ¿Estás segura de que quieres hacer esto? Será peligroso.
—¿Más peligroso para mí que para Egwene y Min? Ellas irían tras nosotras si las circunstancias fueran a la inversa; sé que lo harían. ¿Vamos a quedarnos aquí todo el día?
La yegua partió al espolearla Elayne, y Nynaeve volvió grupas hasta que el sol, todavía a corta distancia de su apogeo, brilló a sus espaldas.
—Deberemos obrar con cautela. Las Aes Sedai que conocemos pueden reconocer a cualquier mujer capaz de encauzar a un metro de distancia. Tal vez esas Aes Sedai puedan identificarnos entre una muchedumbre si están buscándonos y será preferible que supongamos que así lo harán. —«No cabe duda de que estaban buscándonos a Egwene y a mí. Pero ¿por qué?»
—Sí, con cautela. También estabas en lo cierto antes. Tampoco les haremos ningún bien permitiendo que nos apresen. —Elayne guardó silencio un momento—. ¿Crees que todo eran mentiras, Nynaeve? ¿Lo que nos dijo Liandrin acerca de que Rand estaba en peligro? Las Aes Sedai no mienten.
Nynaeve guardó silencio a su vez, recordando la información que le había proporcionado Sheriam sobre los juramentos que prestaba una mujer al ser elevada a la condición de hermana de plenos derechos, unos juramentos pronunciados en el interior de un ter’angreal que la obligaban a cumplirlos. «No pronunciar palabra alguna que no sea cierta» era uno de ellos, pero todo el mundo sabía que la verdad que expresaba una Aes Sedai no era siempre la que uno creía escuchar.
—Espero que Rand esté calentándose los pies delante de la chimenea de lord Agelmar en Fal Dara en estos momentos —aventuró. «Ahora no puedo preocuparme por él. Debo pensar en Egwene y Min.»
—Supongo que sí —suspiró Elayne. Se movió tras la silla—. Si queda muy lejos Falme, Nynaeve, confío en cabalgar en la silla la mitad del tiempo. Éste no es un asiento muy cómodo. No vamos a llegar nunca a Falme si dejas que este caballo vaya todo el rato a su propio paso.
Nynaeve puso al trote la yegua, golpeándole los flancos con las botas. Elayne chilló y se agarró a su capa. Nynaeve se dijo para sus adentros que cumpliría su turno de ir detrás sin quejarse si Elayne ponía la montura al galope, pero la mayor parte del tiempo hizo caso omiso de las exclamaciones de la muchacha que se tambaleaba tras ella. Estaba demasiado ocupada esperando que, cuando llegaran a Falme, dejara de sentir miedo y comenzara a estar furiosa.
La brisa se tornó fresca, anunciando la vecindad del frío.
CAPÍTULO 41
Discrepancias
Los truenos retumbaban en el cielo plomizo de la tarde. Rand se subió aún más la capucha de la capa con la esperanza de preservarse un poco más de la fría lluvia. Rojo caminaba tenazmente entre los cenagosos charcos. La capucha mojada se pegaba a la cabeza de Rand, al igual que la capa a los hombros de su elegante chaqueta negra, que estaba igual de empapada, y fría. Si la temperatura continuaba bajando, la lluvia no tardaría en convertirse en nieve o aguanieve. Las nevadas caerían pronto de nuevo; las gentes del pueblo por el que habían pasado afirmaban que ese año ya habían caído dos. Estremeciéndose, Rand casi hizo votos por que nevara, pues entonces al menos no estaría calado hasta los huesos.
La comitiva avanzaba despacio, observando con recelo el campo circundante. La Lechuza Gris de Ingtar colgaba pesadamente incluso durante las ráfagas de viento. Hurin se bajaba de vez en cuando la capucha para husmear el aire; a decir de él, ni la lluvia ni el frío modificaban el rastro, a buen seguro no el que estaba buscando, pero hasta el momento no había detectado nada. Tras él, Rand oyó cómo Ino murmuraba una maldición. Loial no paraba de comprobar el estado del contenido de sus alforjas, dado que, si bien no parecía importarle mojarse, sentía una continua inquietud por sus libros. Todos se sentían desdichados salvo Verin, que al parecer se hallaba demasiado absorta para reparar siquiera en el hecho de que su capucha se había deslizado hacia atrás, dejándole el rostro expuesto a la lluvia.
—¿No podéis hacer algo para mejorar esta situación? —le pidió Rand.
Una vocecilla interior le decía que él mismo podía hacerlo, con sólo abrazar el Saidin; colmarse de Poder Único, conformar una unidad con la tormenta. Cambiar los nubarrones por un soleado firmamento o trasladar el temporal a toda velocidad, aprovechando su furia, y liberar de él a la