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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 121
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había marca alguna en su piel, a pesar de la sensación de que debería tenerlas. Tragó saliva.

—No ha sido culpa tuya, Min —aseguró. Bela dio un respingo, con los ojos en blanco, y Egwene le dio una palmada en el cuello—. Tampoco ha sido tuya.

—Tú has sido la responsable, Egwene —la acusó Renna. Hablaba tan pacientemente, como si tratara con extrema amabilidad a alguien demasiado estúpido para ver qué era lo justo, que Egwene sintió deseos de gritar—. Cuando una damane recibe castigo, siempre es ella la culpable, aunque no sepa por qué. Una damane debe prever lo que quiere su sul’dam. Las damane son como muebles, o herramientas, siempre dispuestos a ser utilizados, pero sin llamar la atención. Y sobre todo jamás deben pretender suscitar sobre ellas el interés de alguien de la Sangre.

Egwene se mordió el labio hasta notar el sabor de la sangre. «Esto es una pesadilla. No puede ser real. ¿Por qué ha hecho esto Liandrin? ¿Por qué está ocurriendo?»

—¿Puedo…, puedo haceros una pregunta?

—A mí sí —sonrió Renna—. Serán muchas las sul’dam que llevarán tu brazalete con el paso de los años, pues siempre hay más sul’dam que damane, y algunas te arrancarían la piel a tiras si levantaras la mirada del suelo o abrieras la boca sin permiso, pero yo no veo inconveniente en dejarte hablar, siempre que pongas cuidado en lo que dices. —Otra de las sul’dam, unida a una hermosa mujer de cabellos oscuros de mediana edad que mantenía los ojos fijos en las manos, resopló ruidosamente.

—Liandrin… —Egwene no estaba dispuesta a agregar nunca más el título honorífico tras su nombre—… y la Augusta Señora han hablado de un amo a cuyo servicio se hallan ambas. —A su mente acudió la imagen de un hombre con el rostro desfigurado por quemaduras casi curadas y ojos y boca que a veces exhalaban fuego; aunque éste era sólo una figura que visitaba sus sueños, era una posibilidad demasiado horrible sobre la que basar conjeturas—. ¿Quién es? ¿Qué quiere de mí y… de Min?

Sabía que era una tontería evitar pronunciar el nombre de Nynaeve, pues no creía que ninguna de esas personas fuera a olvidarse de ella porque no se mencionara su nombre, en especial la sul’dam de ojos azules que manoseaba su inútil correa, pero era el único recurso de contraataque que se le ocurrió en ese momento.

—Los asuntos de la Sangre —respondió Renna— no son de mi incumbencia y de buen seguro no de la tuya. La Augusta Señora me comunicará lo que desee que yo sepa y yo te transmitiré lo que yo quiera que tú conozcas. Cualquier otra cosa que oigas o veas, has de considerarla como algo que jamás ha sido dicho y que no ha acaecido. En este camino reside la seguridad, sobre todo en el caso de una damane. Las damane son demasiado valiosas para darles muerte, pero podrías encontrarte no solamente con un severo castigo, sino sin lengua para hablar o manos para escribir, dado que las damane pueden cumplir su cometido sin tales miembros.

Egwene se estremeció, a pesar de la tibieza del aire. Al taparse los hombros con la capa, rozó la correa y movió espasmódicamente la mano.

—Esto es algo horrible. ¿Cómo podéis hacerle esto a alguien? ¿Qué mente insana tuvo tal ocurrencia?

—Ésta podría ya prescindir de su lengua, Renna —gruñó la sul’dam de ojos azules y correa vacía.

—¿Cómo ha de ser horrible? —replicó Renna con una paciente sonrisa—. ¿Podríamos permitir que anduviera libremente alguien capaz de hacer lo que hace una damane? De vez en cuando nacen hombres que se convertirían en marath’damane de ser mujeres; aquí también se dan casos, tengo entendido, y deben recibir muerte, desde luego, pero las mujeres no enloquecen. Es preferible que devengan damane a que ocasionen problemas queriendo competir por el poder. En cuanto a la mente que tuvo la idea del a’dam, fue la de una mujer que se autodenominaba Aes Sedai.

Egwene fue consciente de la incredulidad que debió de traslucir su rostro por las risas de Renna.

—Cuando Luthair Paendrag Mondwin, hijo de Hawkwing, se enfrentó a los Ejércitos de la Noche, encontró a muchas entre ellos que se hacían llamar Aes Sedai. Se disputaban entre sí la supremacía y utilizaban el Poder Único en el campo de batalla. Una de ellas, una mujer llamada Deain, que creyó más conveniente para sí servir al emperador, que no era por aquel entonces aún emperador, claro está, dado que éste no disponía de Aes Sedai en sus huestes, se personó ante él con un artilugio que había creado, el primer a’dam, ajustado en torno al cuello de una de sus hermanas y, a pesar de que esa mujer no quería ponerse al servicio de Luthair, el a’dam la obligaba a hacerlo. Deain hizo otros a’dam, se localizaron las primeras sul’dam, y las mujeres capturadas que se hacían llamar Aes Sedai descubrieron que de hecho no eran más que marath’damane: Las que Deben Ser Atadas con Correa. Se dice que, cuando ella misma fue acollarada, los gritos de Deain hicieron estremecer las Torres de Medianoche, pero, por supuesto, ella también era una marath’damane y no se puede dejar circular libremente a las marath’damane. Tal vez tú seas una de esas que tienen la capacidad de crear a’dam. En ese caso, estarás consentida, puedes quedarte tranquila.

Egwene contempló con añoranza las tierras por las que cabalgaban. El terreno comenzaba a elevarse en bajas colinas y el poco poblado bosque había dado paso a algunos bosquecillos diseminados, en los que, sin embargo, estaba segura de poder esconderse.

—¿Se supone que debo anhelar que me mimen como a un perro de compañía? —inquirió con amargura—. ¿Que padezca toda una vida estando encadenada a hombres y mujeres que creen que soy una especie de animal?

—No a hombres —rió entre dientes Renna—. Todas las sul’dam son mujeres. Si un varón se pusiera esta pulsera, la mayor parte del tiempo sería lo mismo que si estuviera colgada de un clavo en una pared.

—Y en otras —terció ásperamente la sul’dam de ojos azules—, tú y él moriríais dando alaridos. —Aquella mujer tenía unas facciones duras y una tensa boca de finos labios, y Egwene cayó en la cuenta de que la furia de su rostro parecía ser una expresión permanente en él—. De tanto en tanto la emperatriz juega con los nobles atándolos a una damane. Ello hace sudar a los aristócratas y sirve de entretenimiento a la Corte de las Nueve Lunas. El señor nunca sabe, hasta que el proceso ha concluido, si sobrevivirá o morirá, al igual que tampoco lo sabe la damane. —Su risa era perversa.

—Únicamente la emperatriz puede permitirse desperdiciar de ese modo a una damane, Alwhin —espetó Renna— y no tengo intención de entrenar a ésta para luego desperdiciarla.

—Hasta ahora no he visto nada que pueda considerarse como entrenamiento, Renna. Sólo una larga conversación, como si tú y esta damane fuerais amigas de infancia.

—Quizá sea hora de ver qué es capaz de hacer —opinó Renna, observando a Egwene—. ¿Dispones de suficiente control ya para encauzar a esa distancia? —Señaló un alto roble que se elevaba, solitario, sobre una colina.

Egwene miró ceñuda el árbol, situado tal vez a ochocientos metros de la línea que seguían los soldados y el palanquín de Suroth. Nunca había intentado lograr algo que se hallara más allá del alcance de su brazo, pero consideró posible conseguirlo.

—No lo sé —respondió.

—Inténtalo —le indicó Renna—. Siente el árbol. Siente su savia. Quiero que no sólo lo calientes, sino que sea tanto el calor que le transfieras que cada gota de savia de cada una de las ramas se evapore en un instante. Hazlo.

Egwene se quedó estupefacta al notar la urgencia que experimentaba por cumplir la orden de Renna. Hacía dos días que no había encauzado, ni establecido siquiera contacto con el Saidar; el deseo de henchirse de Poder Único le produjo un estremecimiento.

—Yo… —en una fracción de segundo descartó «no lo haré», aconsejada por el escozor de los invisibles verdugones—… no puedo —finalizó en lugar de ello—. Está demasiado lejos y nunca hasta ahora he realizado nada parecido.

Una de las sul’dam rió con estridencia y Alwhin se mofó:

—Ni siquiera lo ha intentado.

—Cuando se lleva suficiente tiempo siendo sul’dam —explicó Renna a Egwene, sacudiendo la cabeza casi con tristeza—, se aprende a adivinar muchas cosas sobre las damane incluso sin el brazalete, pero con él se puede siempre determinar si una damane ha tratado de encauzar. No debes mentirme nunca, ni a mí ni a ninguna otra sul’dam, en lo más mínimo.

De súbito, los invisibles latigazos regresaron, descargándose por todo su cuerpo. Chillando, trató de golpear a Renna, pero ésta apartó con calma su puño y Egwene sintió como si Renna le hubiera golpeado el brazo con un palo. Hincó los talones en los flancos de Bela, y la resistencia de la sul’dam casi la desmontó de la silla. Desesperadamente invocó el Saidar, con intención de causar daño a Renna para que dejara de atormentarla, de infligirle el mismo daño que ella le había provocado. La sul’dam sacudió la cabeza, torciendo el gesto; Egwene chilló como si le hubieran escaldado la piel. La quemazón no comenzó a ceder hasta que no hubo alejado de sí el Saidar, y la sensación de ser golpeada aún persistía. Trató de gritar que lo probaría, si Renna paraba, pero todo cuanto logró hacer fue chillar y retorcerse.

Era vagamente consciente de Min, que gritaba airadamente tratando de acercarse a ella, de Alwhin que arrebató a ésta las riendas de las manos, de otra sul’dam que hablaba con dureza a su damane, la cual miró a Min. Y entonces Min también comenzó a emitir alaridos, moviendo frenéticamente los brazos como si tratara de protegerse de golpes o espantar a insectos que la picaban. Sumida en su propio dolor, Min parecía distante.

Los gritos de ambas fueron tan estridentes que algunos de los soldados se volvieron. Después de lanzar una ojeada, rieron y les volvieron otra vez la espalda. La manera como las sul’dam trataban a las damane no era asunto que les concerniera.

Egwene tuvo la impresión de que aquel suplicio iba a durar eternamente, pero éste concluyó por fin. Yacía débilmente sobre el arzón de la silla, con las mejillas anegadas de lágrimas, sollozando sobre la crin de Bela. La yegua relinchaba, inquieta.

—Es bueno que tengas carácter —apreció con voz tranquila Renna—. Las mejores damane son las que tienen un carácter fuerte que dominar y amoldar.

Egwene cerró con firmeza los ojos, deseando poder hacer lo mismo con las orejas, para no oír la voz de Renna. «Tengo que escapar. Debo hacerlo, pero ¿cómo? Nynaeve, ayúdame. Luz, que alguien me asista.»

—Serás una de las mejores —sentenció Renna con voz satisfecha.

Sus manos acariciaron el cabello de Egwene, igual que un amo que apacigua a su perro.

Nynaeve dobló el cuerpo sobre el caballo para escrutar entre la pantalla de espinosos matorrales. Percibió árboles diseminados, las hojas de algunos de los cuales mudaban ya de color. No parecía que hubiera nadie en el trecho que las separaba de ellos. No veía nada que se moviera, salvo la espiral de humo del cedro incendiado, la cual iba perdiendo grosor, ondulándose con la brisa.

Eso había sido obra suya, el cedro, y uno de los relámpagos que habían surcado el cielo y algunas otras cosas que no se le había ocurrido hacer hasta que había visto que las dos mujeres las utilizaban como armas contra ella. Le parecía que ambas

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