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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 118
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habido luz en los Atajos, antes de que la infección del Poder con el que se habían creado originalmente, la infección del Oscuro sobre el Saidin, hubiera comenzado a corromperlos.

Nynaeve le tendió el mango de la linterna y se volvió para sacar otra de debajo de la cincha de su silla.

—Mientras seas consciente de que lo merecías —murmuró—, no te lo mereces. —De repente rió entre dientes—. A veces pienso que fueron sentencias como éstas más que otra cosa las que dieron lugar al título de Zahorí. Bueno, aquí tienes otra. Rómpete la crisma y yo me encargaré de curarla para poder rompértela de nuevo.

Dichas ocurrencias expresadas a la ligera suscitaron la hilaridad de Egwene… hasta que recordó dónde se hallaba. El buen humor de Nynaeve tampoco duró mucho rato.

Min y Elayne atravesaron dubitativamente la puerta del Atajo, llevando a sus caballos del ronzal y linternas en la otra mano, sin duda esperando encontrar como mínimo monstruos al acecho. Al principio mostraron alivio, al no hallar nada más que oscuridad, pero pronto la opresión de ésta les hizo bascular con nerviosismo el peso del cuerpo de un pie a otro. Liandrin volvió a colocar en su sitio la hoja de Avendesora y cabalgó a través de la puerta, que ya se cerraba, sosteniendo las riendas del mulo de carga.

La Aes Sedai no aguardó a que la entrada terminara de cerrarse, sino que, entregando las riendas del mulo a Min sin pronunciar palabra alguna, emprendió camino a lo largo de una línea blanca apenas perceptible a la luz de la linterna. El suelo parecía de piedra, corroída y picada por ácido. Egwene montó apresuradamente a lomos de Bela, pero no mostró mayor vehemencia en seguir a Liandrin que las demás. El mundo parecía haber quedado reducido al tosco suelo que hollaban los cascos de las monturas.

Con un curso tan certero como el de una flecha, la línea blanca conducía entre la oscuridad a una gran losa de piedra cubierta con escritura Ogier incrustada en plata, la cual interrumpía en algunos lugares el mismo desgaste que presentaba el suelo.

—Una guía —murmuró Elayne, girándose sobre la silla para mirar con inquietud a su alrededor—. Elaida me enseñó algunas cosas sobre los Atajos, pero no quiso revelar muchos detalles. No los suficientes —añadió con pesar—. O tal vez fueron demasiados.

Liandrin comparó tranquilamente la guía con un pergamino, que introdujo luego en un bolsillo de la capa sin dar ocasión a que Egwene pudiera siquiera ojearlo.

Sus candiles no producían más que una reducida aureola de luz, menor de la que podía esperarse de ellas, la cual se detenía de improviso en lugar de ir perdiendo intensidad en los bordes, pero que bastó para que Egwene distinguiera una amplia balaustrada de piedra, carcomida en algunos puntos, mientras la Aes Sedai se alejaba de la guía. Una isla, la llamó Elayne; con la oscuridad era difícil calcular su tamaño, pero Egwene creyó que tendría casi un centenar de metros de diámetro.

La barandilla estaba atravesada por numerosos puentes y rampas, junto a cada uno de los cuales se alzaba un poste de piedra marcado con una sola línea en alfabeto Ogier. Los puentes parecían estar suspendidos en el vacío, y las rampas subían y bajaban. Era imposible percibir más que su comienzo al cabalgar a su lado.

Parándose sólo para lanzar una ojeada a los postes, Liandrin tomó una rampa descendente y pronto no distinguieron más que el suelo de ésta y las tinieblas. Un silencio descorazonador se cernía sobre todas las cosas; Egwene tenía la impresión de que incluso el repiqueteo de las herraduras de los caballos sobre la áspera piedra quedaba amortiguado más allá del círculo de luz.

La rampa discurría en una interminable pendiente, curvándose sobre sí misma, hasta desembocar en otra isla, con su balaustrada rota entre puentes y pasarelas y su guía, que Liandrin cotejó con su pergamino. Aquella isla, al igual que la anterior, parecía formada por piedra sólida. Egwene deseó no tener el convencimiento de que la primera isla se hallaba directamente encima de sus cabezas.

Nynaeve tomó la palabra de improviso, expresando en voz alta los pensamientos de Egwene. Ésta sonaba con firmeza, a pesar de lo cual hubo de parar para tragar saliva en medio de la exposición.

—Es…, es posible —acordó con desánimo Elayne, quien giró los ojos hacia arriba para bajarlos rápidamente hacia el suelo—. Elaida dice que las normas que rigen la naturaleza no funcionan en los Atajos. Al menos no de la misma manera que en el exterior.

—¡Luz! —murmuró Min. Luego alzó la voz—. ¿Cuánto tiempo pretendéis que permanezcamos aquí?

Las trenzas de color de miel de la Aes Sedai oscilaron cuando ella se volvió para observarlas.

—Hasta que os lleve afuera —respondió lacónicamente—. Cuanto más me importunéis, más tiempo transcurrirá. —Volvió a inclinarse para examinar el pergamino y la guía.

Egwene y sus amigas guardaron silencio.

Liandrin siguió cabalgando de guía a guía, por rampas y puentes que parecían estar tendidos sin apoyo alguno entre la interminable oscuridad. Como apenas les prestaba atención, Egwene llegó a preguntarse si en caso de que alguna de ellas quedara rezagada, Liandrin volvería grupas para ir a buscarla. Las otras posiblemente abrigaban iguales dudas, pues todas cabalgaban arracimadas pisando los talones a la oscura yegua.

A Egwene le sorprendió comprobar que todavía sentía la atracción del Saidar, tanto la presencia de la mitad femenina de la Fuente Verdadera como el deseo de tocarla, de encauzar su flujo. Por algún motivo había pensado que la contaminación del Oscuro en los Atajos evitaría que lo notara. Al cabo de un tiempo, también percibió dicha contaminación. Ésta era leve y no guardaba ninguna relación con el Saidar, pero estaba persuadida de que alargar la mano hacia la Fuente Verdadera allí sería como sumergir el brazo en sucio y grasiento humo para alcanzar una taza limpia. Cuanto hiciera quedaría mancillado. Por primera vez en varias semanas no tuvo dificultades en resistir a la fascinación del Saidar.

Sería probablemente noche bien entrada en el exterior de los Atajos cuando, en una isla, Liandrin desmontó de improviso y anunció que se detendrían para cenar y dormir y que había comida en la carga del mulo.

—Racionadla —indicó, sin molestarse en asignar la tarea—. Tardaremos casi dos días en llegar a la Punta de Toman. No querría que llegarais hambrientas si habéis sido tan necias de no traer alimentos por vuestra cuenta. —Desensilló y trabó su yegua con movimientos rápidos y luego se sentó en la silla, esperando que una de ellas le llevara algo de comer.

Elayne le llevó una rebanada de pan y queso. Como era evidente que no deseaba su compañía, las cuatro muchachas dieron cuenta de su exigua cena apartadas de ella, sentadas en las sillas de montar, arrimadas entre sí. La oscuridad reinante más allá de las linternas no contribuyó a que aquélla fuera una cena alegre.

—Liandrin Sedai —preguntó Egwene al cabo de unos minutos—, ¿qué pasará si encontramos el Viento Negro? —Min pronunció el nombre con tono interrogativo y Elayne dio un chillido—. Moraine Sedai dijo que no podía ser destruido, ni siquiera recibir daños de consideración, y yo siento la infección de este lugar aguardando para deformar todo cuanto hagamos con el Poder.

—No vais siquiera a pensar en la Fuente a menos que yo os lo indique —replicó con dureza Liandrin—. Si una de vosotras intentara encauzar el Poder aquí, en los Atajos, seguramente enloquecería como un hombre. No tenéis la práctica para enfrentaros a la contaminación de los hombres que crearon esto. Si el Viento Negro aparece, yo me encargaré de él. —Frunció los labios, centrando la mirada en un pedazo de queso blanco—. Moraine no posee tantos conocimientos como cree. —Se introdujo el queso en la boca, sonriendo.

—No me gusta —murmuró Egwene, en voz baja para que la Aes Sedai no pudiera oírla.

—Si Moraine puede trabajar con ella —observó tranquilamente Nynaeve—, también podemos hacerlo nosotras. No es que me caiga mejor Moraine que Liandrin, pero si están volviendo a entrometerse en la vida de Rand y de los otros… —Guardó silencio, subiéndose la capa. La oscuridad no era fría, pero daba la impresión de que debiera serlo.

—¿Qué es el Viento Negro? —inquirió Min. Cuando Elayne se lo hubo explicado, intercalando un buen número de datos aportados por Elaida y su madre, Min suspiró—. El Entramado tiene un montón de detalles de los que debe responder. No sé si existe algún hombre que merezca que nos sometamos a estos riesgos.

—No tenías por qué venir —le recordó Egwene—. Habrías podido marcharte cuando quisieras. Nadie habría intentado impedirte que abandonaras la Torre.

—Oh, habría podido escabullirme —replicó con tono irónico Min—. Tan sencillamente como tú o Elayne. El Entramado no tiene en cuenta nuestros deseos. —Hizo una pequeña pausa antes de proseguir—. Egwene, ¿qué ocurrirá si, después de todos los sacrificios que haces por él, Rand no se casa contigo? ¿Qué pensarías si se casara con alguna desconocida, o con Elayne o conmigo? ¿Qué sentirías?

—Madre no lo aprobaría de ningún modo —objetó Elayne con una risa ahogada.

Egwene permaneció callada un momento. Era posible que Rand no viviera para casarse con nadie. Y si lo hiciera… No podía imaginar a Rand hiriendo a alguien. «¿Ni siquiera después de volverse loco?» Tenía que haber alguna manera de detener ese curso inexorable, de modificarlo; las Aes Sedai sabían muchas cosas y tenían un gran poder. «Si pudieran detenerlo, ¿por qué no lo hacen?» La única respuesta era que porque no estaba en sus manos hacerlo, y ésa no era la que ella deseaba.

—No creo que yo vaya a casarme con él —contestó al fin, tratando de imprimir ligereza a su voz—. Las Aes Sedai no suelen desposarse, como sabéis. Pero, en tu caso, no depositaría mi corazón en él. Ni en el tuyo, Elayne. No creo que… —Se le atenazó la garganta, y tosió para disimular—. No creo que se case nunca. Pero, si lo hace, hago votos por la felicidad de quien acabe con él, aunque sea una de vosotras. —Le pareció que su tono era convincente—. Es tozudo como una mula y obstinado en no ver sus defectos, pero es bondadoso. —Se le quebró la voz, lo cual logró encubrir riendo.

—Por más que digas que no te importa —arguyó Elayne—, me parece que aún lo verías con menos buenos ojos que mi madre. Él es muy interesante, Egwene; más interesante que cualquiera de los hombres que he conocido, aunque sea un pastor. Si eres lo bastante tonta para deshacerte de él, tuya será la culpa si decido enfrentarme a ti y a mi madre a un tiempo. No sería la primera vez que el príncipe de Andor carece de títulos antes de desposarse. Pero no serás tan estúpida, de modo que no intentes hacer ver que lo harás. Sin duda elegirás el Ajah Verde y lo convertirás en uno de tus Guardianes. Las únicas Verdes que conozco que tengan un solo Guardián están casadas con ellos.

Egwene le siguió el juego, declarando que si llegaba a ser una Verde tendría diez Guardianes.

Min la observaba, ceñuda, y Nynaeve miraba a Min pensativamente. Todas se quedaron silenciosas llegado el momento en que se cambiaron, sustituyendo sus vestidos por ropas más adecuadas para viajar. No era fácil mantener el ánimo.

Egwene tardó en conciliar el sueño y éste fue un duermevela visitado por pesadillas. En éstas no apareció Rand, sino el hombre de ojos de fuego, el cual no tenía el rostro velado con una máscara en aquella

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