amargaremos la vida. Pero no sería tan necio como para escoger a otra pudiendo aspirar a la mano de una de nosotras. Oh, por favor, sonríe, Egwene. Sé que te pertenece. Simplemente me siento… —vaciló, tratando de hallar la palabra adecuada—. Libre. Nunca he vivido una aventura. Apuesto a que ninguna de las dos va a llorar hasta quedarse dormida, y, si lo hacemos, nos aseguraremos de que el juglar no saque a relucir esa parte.
—Esto es una locura —protestó Nynaeve—. Vamos a ir a la Punta de Toman. Ya has oído las noticias, y los rumores. Será peligroso. Debes quedarte aquí.
—También he oído lo que Liandrin Sedai ha dicho del…, del Ajah Negro. —La voz de Elayne se convirtió casi en un susurro al pronunciar ese nombre—. ¿Hasta qué punto voy a estar segura aquí si ellas están aquí? Si mi madre sospechara tan sólo que el Ajah Negro existe realmente, me colocaría en el centro de una batalla para alejarme de ellas.
—Pero, Elayne…
—Sólo hay una manera de impedir que vaya y es contárselo a la Maestra de las Novicias. Formaremos un precioso cuadro, las tres en fila en su estudio. Las cuatro, pues no creo que Min saliera librada de algo así. De modo que, ya que no vais a delatarme a Sheriam Sedai, yo también voy a ir.
Nynaeve levantó las manos en señal de derrota.
—Tal vez tú puedas decir algo para disuadirla —sugirió a Min.
Ésta, que había permanecido apoyada en la puerta, mirando con ojos entornados a Elayne, sacudió la cabeza.
—Me parece que ha de partir igual que el resto de vosotras… o de nosotras. Ahora percibo más claramente el peligro a vuestro alrededor. No con suficiente precisión, pero creo que tiene que ver con la decisión de marcharos. Por eso aparece más claro; porque es más seguro.
—Ése no es motivo para que venga —arguyó Nynaeve, pero Min volvió a sacudir la cabeza.
—Ella está vinculada con…, con esos muchachos tanto como tú, Egwene o yo. Ella forma parte de ello, Nynaeve, se trate de lo que se trate. Parte del Entramado, supongo que diría una Aes Sedai.
—¿De veras? —Elayne pareció asombrada e interesada a un tiempo—. ¿Qué parte, Min?
—No puedo verlo con claridad. —Min bajó la mirada hacia el suelo—. A veces desearía no poder leer nada en la gente. La mayoría no queda satisfecha con lo que percibo.
—Si vamos a irnos todas —propuso Nynaeve—, será mejor que elaboremos un plan.
Por más contraria que se hubiera mostrado a algo en un principio, una vez que se había decidido el curso de una acción, Nynaeve siempre se concentraba en los aspectos prácticos: lo que habían de llevarse, el frío que haría cuando llegaran a la Punta de Toman y la manera como podría sacar los caballos del establo sin levantar sospechas.
Mientras la escuchaba, Egwene no pudo evitar inquietarse por el peligro que Min advertía sobre ellas, y en el que amenazaba a Rand. Únicamente conocía un peligro que pudiera amenazarlo y sólo de pensarlo sentía escalofríos. «Resiste, Rand. Resiste, cabeza de chorlito. De alguna manera conseguiré ayudarte.»
CAPÍTULO 39
La huida de la Torre Blanca
Egwene y Elayne inclinaban brevemente la cabeza ante cada grupo de mujeres con que se cruzaban. Mientras recorrían los pasadizos de la Torre Blanca, Egwene pensó que era un buen día para escapar, habiendo tantas mujeres procedentes de otros lugares en la Torre, demasiadas para que cada una de ellas dispusiera de la escolta de una Aes Sedai o una Aceptada. Solas o en pequeños grupos, vestidas con lujo o modestamente con prendas propias de una docena de tierras distintas, algunas todavía polvorientas a causa del viaje a Tar Valon, guardaban silencio y esperaban su turno para formular sus preguntas a las Aes Sedai o presentar sus peticiones. Algunas, damas, mercaderes o esposas de mercaderes, iban acompañadas de doncellas. Incluso había unos cuantos hombres que habían acudido a expresar solicitudes, los cuales se mantenían apartados evidenciando su incomodidad por hallarse en la Torre Blanca, y miraban inquietos a su alrededor.
Nynaeve, que iba a la cabeza, mantenía resueltamente la mirada al frente, haciendo ondear su capa tras ella, y caminaba con el paso decidido de quien sabe adónde se dirige —lo cual sabía, en efecto, con tal que nadie la detuviera— y está en pleno derecho de ir allí —lo cual era harina de otro costal, desde luego—. Vestidas ahora con las ropas que habían llevado a Tar Valon, no parecían en absoluto residentes de la Torre. Cada una de ellas había elegido su mejor vestido con la falda dividida para montar a caballo y capas de fina lana cargada de bordados. Mientras se mantuvieran alejadas de quienes pudieran reconocerlas —ya habían esquivado a varias que estaban familiarizadas con sus rostros—, Egwene pensaba que tenían posibilidades de lograrlo.
—Esto sería más apropiado para un paseo en el parque de algún señor que para cabalgar hasta la Punta de Toman —había comentado secamente Nynaeve cuando Egwene la ayudaba a abotonarse un vestido de seda gris con bordados de hebras doradas y flores con perlas en el pecho y las mangas—, pero puede que nos permita marcharnos inadvertidamente.
Ahora Egwene movió la capa y se alisó su propio vestido de seda verde con bordados dorados y lanzó una ojeada a Elayne, ataviada de azul y crema, esperando que Nynaeve hubiera estado en lo cierto. Por el momento, todo el mundo las había tomado por solicitantes, nobles o mujeres ricas al menos, pero tenía la sensación de que algo las delataría. Se sorprendió al advertir por qué: se sentía incómoda en aquel lujoso vestido después de haber llevado la sencilla prenda blanca de novicia durante los últimos meses.
Un reducido grupo de mujeres de pueblo, vestidas con oscuras prendas de resistente lana, les ofrecieron reverencias al pasar. Egwene miró atrás, a Min, tan pronto como se hubieron alejado. Min continuaba llevando los mismos pantalones y la holgada camisa de hombre bajo una chaqueta y capa masculinas, con un viejo sombrero de ala ancha doblado sobre su pelo corto.
—Una de nosotras ha de ser la criada —había dicho, riendo—. Las mujeres ataviadas como vosotras siempre tienen al menos una. Ya os arrepentiréis de no llevar mis pantalones si tenemos que correr.
Iba cargada con cuatro pares de alforjas repletas de ropa, pues el invierno llegaría seguramente antes de que regresaran. También llevaba paquetes con comida hurtada en la cocina, que les bastaría hasta cuando tuvieran ocasión de comprar más.
—¿Estás segura de que no puedo yo cargar con parte de eso, Min? —preguntó en voz baja Egwene.
—Son engorrosos —respondió Min con una sonrisa—, pero no pesan. —Parecía creer que todo era un juego o al menos pretendía darlo a entender—. Y la gente se extrañaría sin duda de que una elegante dama como tú transportara sus propias alforjas. Podrás cargar con las tuyas… y con las mías, si quieres, en cuanto hayamos… —Su sonrisa se desvaneció y susurró ferozmente—: ¡Aes Sedai!
Egwene trasladó la mirada al frente. Una Aes Sedai con largos y finos cabellos negros y una piel parecida al marfil envejecido se aproximaba por el corredor, escuchando a una mujer vestida con toscos ropajes campesinos y una capa remendada. La Aes Sedai todavía no las había visto, pero Egwene la reconoció; era Takima, del Ajah Marrón, que enseñaba la historia de la Torre Blanca y de las Aes Sedai y que podría identificar a una de sus alumnas a menos de cien metros.
Nynaeve tomó un pasillo lateral sin alterar el paso, pero allí una de las Aceptadas, una desgarbada mujer con el entrecejo siempre fruncido, se cruzó apresuradamente con ellas llevando de la oreja a una ruborizada novicia. Egwene tuvo que tragar saliva antes de recobrar el habla.
—Ésas eran Irella y Elsa. ¿Se habrán fijado en nosotras? —Era reacia a volver la vista atrás para comprobarlo.
—No —aseguró Min un momento después—. Sólo han visto nuestros vestidos. —Egwene espiró largamente el aliento contenido y oyó cómo Nynaeve hacía lo mismo.
—Quizá me estalle el corazón antes de que lleguemos a los establos —murmuró Elayne—. ¿Es así una aventura todo el tiempo, Egwene? ¿Tener el corazón en la boca y el estómago en los pies?
—Supongo que sí —reconoció Egwene.
Le costaba creer que hubo un tiempo en que anhelaba vivir aventuras, realizar algo peligroso y emocionante como los protagonistas de las historias. Ahora opinaba que la parte emocionante era lo que uno recordaba al volver la vista atrás y que las narraciones omitían un buen número de detalles desagradables y así lo comunicó a Elayne.
—De todas maneras —arguyó con firmeza la heredera del trono—, nunca hasta ahora había vivido algo emocionante y no era probable que lo hiciera mientras mi madre pueda impedirlo, lo cual hará hasta que la suceda en el trono.
—Callaos las dos —indicó Nynaeve. Se encontraban solas en el corredor y no se veía nadie en ninguna dirección. Señaló una angosta escalera que conducía abajo—. Eso debería ser lo que buscábamos. Si no he perdido la orientación con los giros y vueltas que hemos dado.
Comenzó a bajar por ellas como si a pesar de todo estuviera segura y las demás la siguieron. La pequeña puerta daba, en efecto, al polvoriento patio del establo del sur, donde se guardaban los caballos de las novicias, para quienes poseyeran uno, hasta que volvieran a necesitar monturas, lo cual no se producía por norma general hasta que ascendían al rango de Aceptadas o eran enviadas de vuelta a casa. Tras ellas se elevaba la resplandeciente forma de la Torre, la cual cubría una gran extensión de terreno, rodeada de paredes más altas que las murallas de algunas ciudades.
Nynaeve entró con paso firme en el establo como si fuera su propietaria. En su interior reinaba un agradable olor a heno y a caballo y dos largas hileras de pesebres se alejaban hacia las sombras, veteadas por la luz que entraba por las rejillas de ventilación. Curiosamente, Bela y la yegua gris de Nynaeve se encontraban cerca de las puertas. Bela asomó la cabeza por encima de la puerta de su compartimiento y saludó con un relincho a Egwene. Sólo había un mozo de cuadra a la vista, un tipo de aspecto apacible con barba cana que mascaba una paja.
—Queremos que nos ensillen los caballos —le dijo Nynaeve con su tono de voz más autoritario—. Esos dos. Min, busca tu caballo y el de Elayne. —Min depositó las alforjas en el suelo y se adentró en la caballeriza con Elayne.
El criado la miró ceñudo y se sacó lentamente la paja de la boca.
—Debe de haber algún error, señora. Esos animales…
—… son nuestros —afirmó tajantemente Nynaeve, cruzando los brazos de manera que quedara bien visible el anillo con la serpiente—. Vais a ensillarlos ahora mismo.
Egwene retuvo el aliento; habían decidido que, como recurso de emergencia y si tenían dificultades, Nynaeve trataría de hacerse pasar por una Aes Sedai con quien pudiera aceptarla como tal. Ninguna Aes Sedai ni Aceptada lo haría, por supuesto, y probablemente ni siquiera una novicia, pero un mozo de cuadra…
El hombre miró parpadeando el anillo de Nynaeve y luego elevó la mirada hacia ella.
—Me han ordenado dos —dijo por fin, en absoluto impresionado—. Una de las Aceptadas y una novicia. No han mencionado nada acerca de que hubiera cuatro.
Egwene sintió deseos de reír. Sin duda Liandrin no las había creído capaces de obtener los caballos por sus propios medios.
Nynaeve pareció decepcionada y endureció el tono de voz.
—Vais a sacar esos caballos y a ensillarlos, o de lo contrario necesitaréis