volviéndote pusilánime.» Extrajo la pesada bolsa del bolsillo y cerró las manos de Zera en torno a ella—. Esto te permitirá hacerte cargo de… todo. Y te servirá de ayuda cuando empiecen a hacer preguntas sobre mí.
—Me encargaré de todo —prometió con voz dulce la posadera—. Debes irte, Thom. Ahora mismo.
Él asintió de mala gana y se dispuso a introducir algunos objetos en un par de alforjas. Zera se acercó al armario, observó al gordo que yacía en el suelo y emitió una exclamación. Thom volvió la mirada, extrañado, pues desde que la conocía nunca se había comportado como alguien capaz de desmayarse al ver sangre.
—Éstos no son hombres de Barthanes, Thom. Al menos, éste no lo es. —Señaló con la cabeza al rollizo sujeto—. Es un secreto a voces en todo Cairhien que trabaja para la casa Riatin. Para Galldrain.
—Galldrain —repitió el juglar con rostro inexpresivo. «¿En qué lío me ha metido ese condenado pastor? ¿En qué embrollo nos han metido las Aes Sedai a los dos? Pero fueron los secuaces de Galldrain los que la mataron.»
Algo de sus pensamientos debió de traslucirse en su expresión, a juzgar por como le habló Zera:
—¡Dena quiere que sigas vivo, insensato! ¡Trata de matar al rey, y estarás muerto antes de haberte aproximado un centenar de metros a él, si es que llegas tan cerca!
De las murallas de la ciudad llegó un estrepitoso fragor, como si la mitad de Cairhien estuviera gritando. Thom se asomó, ceñudo, a la ventana. Más allá de los grisáceos muros, por encima de los tejados de extramuros, se elevaba una gruesa columna de humo. Junto al primer pilar negro, unas cuantas espirales iban conformando rápidamente otra columna similar, y un poco más allá se alzaban nuevas volutas. Calculó la distancia e hizo acopio de aire.
—Quizá tú también deberías pensar en marcharte. Da la impresión de que alguien estuviera incendiando los graneros.
—Ya he presenciado otras revueltas anteriormente. Ahora vete, Thom.
Después de dedicar una nueva mirada al cuerpo cubierto de Dena, el juglar recogió sus cosas pero, cuando se disponía a salir, Zera tomó de nuevo la palabra.
—Tienes una mirada peligrosa, Thom Merrilin. Imagina a Dena sentada allí, sana y salva. Piensa en lo que diría. ¿Permitiría que te fueses y perdieras inútilmente la vida?
—Sólo soy un viejo juglar —contestó desde el umbral. «Y Rand al’Thor es sólo un pastor, pero ambos debemos cumplir con nuestra obligación»—. ¿Para quién iba a representar yo un peligro?
Mientras cerraba la puerta, ocultándola, ocultando a Dena, esbozó una triste mueca amenazadora. Le dolía la pierna, pero apenas notó el dolor mientras bajaba precipitadamente la escalera y salía con paso resuelto a la calle.
Padan Fain refrenó el caballo sobre una colina que dominaba Falme, en uno de los escasos bosquecillos que aún quedaban en las afueras de la ciudad. La montura que transportaba su preciada carga tropezó con algo y él le propinó un puntapié en las costillas sin mirarla; el animal resopló y retrocedió hasta tensar la cuerda que él había atado a su silla. La mujer no había querido desprenderse de su caballo, al igual que los Amigos Siniestros que lo habían seguido no querían quedarse solos en las colinas con los trollocs, sin la presencia protectora de Fain. Éste había resuelto ambos problemas sin mayores dificultades. La comida destinada a un puchero de trolloc no necesitaba un caballo. A los compañeros de la mujer, trastornados por el viaje en los Atajos, que había concluido en la puerta de un stedding abandonado en la Punta de Toman, les había bastado presenciar cómo los trollocs preparaban la cena para volverse mansos como corderos.
Desde el lindero de la arboleda, Fain examinó la ciudad sin murallas y sonrió con desdén. Una exigua caravana de mercaderes entraba en ella, tras dejar atrás los establos y patios de carromatos que la bordeaban, mientras otra la abandonaba traqueteando sin apenas levantar polvo en la tierra apisonada a lo largo de incontables años de haber soportado un tráfico semejante. Los carreteros y los pocos jinetes que circulaban a su lado eran gentes del país a juzgar por su atuendo, pero los que iban a caballo llevaban espadas en tahalíes e incluso algunas lanzas y arcos. Los pocos soldados que había por los alrededores no parecían reparar en los hombres armados que supuestamente habían reducido a vasallaje.
Había aprendido algo acerca de ese pueblo, los seanchan, durante el día y la noche que había pasado en la Punta de Toman. Al menos, sabía ahora tanto como las gentes por ellos derrotadas. No era difícil encontrar a alguien solo, y siempre respondía a las preguntas formuladas correctamente. Los hombres se afanaban en reunir información acerca de los invasores, como si realmente creyeran que iban a poder aplicarla en algo algún día, pero en ocasiones se negaban a revelarla. Las mujeres parecían unánimemente interesadas en proseguir con su ritmo habitual de vida fueran quienes fuesen sus dirigentes, pese a lo cual captaban detalles que escapaban a la percepción de los varones, y hablaban más deprisa una vez que dejaban de gritar. Los niños eran los más rápidos, pero raras veces revelaban algo de interés.
Había descartado tres cuartas partes de lo escuchado, tachándolo de insensateces y fabulaciones basadas en rumores, pero ahora volvió a reconsiderar algunas de las conclusiones a que había llegado. Por lo visto, todo el mundo podía entrar en Falme. Con un sobresalto, comprobó la veracidad de algunas de las «fabulaciones» cuando una veintena de soldados salieron de la ciudad. No distinguía con claridad sus monturas, pero éstas no eran caballos, sin duda. Corrían con una gracia inestable y su oscuro pellejo parecía relucir con el sol matinal, como si fuera escamoso. Alargó el cuello para observar cómo desaparecían tierra adentro y luego espoleó el caballo en dirección a la población.
Los lugareños que trabajaban en los establos y cocheras apenas si se fijaron en él. Él tampoco tenía ningún interés en ellos; se adentró en la ciudad, hollando las calles adoquinadas que descendían hasta los muelles. Desde allí tenía una vista panorámica del puerto y de los grandes barcos de estrafalarias formas de los seanchan anclados en él. Nadie lo importunó mientras recorría las calles. La gente corría a atender sus tareas con la mirada fija en el suelo, pero los seanchan no les prestaban la menor atención. Todo parecía apacible, a pesar de los seanchan vestidos con armaduras que patrullaban las calles y los navíos del puerto, pero Fain percibía la tensión subyacente. Él siempre salía beneficiado de las situaciones que causaban nerviosismo y temor en los hombres.
Al llegar a una gran casa en la que montaban guardia una docena de soldados, se detuvo y desmontó. Exceptuando al que sin duda era el oficial, todos llevaban armaduras completamente negras con yelmos que semejaban cabezas de langostas. Dos bestias de grueso cuero, tres ojos y picos ganchudos a modo de boca flanqueaban la puerta principal, agachadas cual ranas apoyadas sobre las cuatro extremidades; los dos soldados que se encontraban al lado de cada una de las criaturas tenían tres ojos pintados en el peto. Fain observó el estandarte de bordes azules que ondeaba encima del tejado, el halcón de alas extendidas que agarraba un manojo de rayos, y rió entre dientes.
En la casa de enfrente entraban y salían mujeres atadas con correas de plata, a las que apenas prestó atención. Ya sabía de la existencia de las damane gracias a los lugareños. Tal vez le sirvieran de algo más adelante, pero no por el momento.
Los soldados tenían la mirada puesta en él, en especial el oficial, cuya armadura era dorada, roja y verde. Fain adoptó una forzada sonrisa zalamera y efectuó una profunda reverencia.
—Mis señores, tengo algo aquí que interesará a vuestro Augusto Señor. Os aseguro que querrá verlo y que accederá a entrevistarse conmigo en persona. —Señaló la forma cuadrada cargada a lomos del animal atado, todavía envuelta en la gran manta rayada tal como la habían encontrado sus hombres. El oficial lo miró de arriba abajo.
—No tenéis acento del país. ¿Habéis prestado los juramentos?
—Obedezco, espero y sirvo —repuso Fain con mansedumbre.
Todas las personas que había interrogado hablaban de los juramentos, aun cuando ninguna de ellas hubiera comprendido su significado. Si esa gente quería juramentos, él estaba dispuesto a realizar cuantas promesas le exigieran. Hacía tiempo que había perdido la cuenta de los compromisos que había adquirido de palabra.
El oficial hizo señas a dos de sus subalternos para que examinaran lo que había bajo la manta. Los gruñidos de sorpresa ocasionados por el peso al descargar el cofre se trocaron en exclamaciones cuando levantaron el rayado tejido que lo cubría. El oficial contempló con rostro imperturbable el arcón de oro adornado con plata depositado sobre los adoquines y luego observó a Fain.
—Un regalo digno de la propia emperatriz. Venid conmigo.
Uno de los soldados registró rudamente a Fain, pero éste soportó el proceso en silencio, reparando en que el oficial y los dos soldados que tomaron el cofre entregaron espadas y dagas antes de entrar en el edificio. El más insignificante dato que averiguara sobre esa gente podría serle útil, aun cuando previera de antemano el buen resultado de su plan. El detalle de que en aquel lugar los aristócratas recelaran de un intento de asesinato por parte de sus propios seguidores no hacía más que reforzar la inalterable confianza que mantenía en sí mismo.
Cuando trasponían el umbral, el oficial lo miró ceñudo, y por un momento Fain se preguntó el motivo. «Claro está. Las bestias.» Fueran lo que fuesen, no eran peores que los trollocs, ni comparables de lejos a un Myrddraal, y él casi ni las había mirado. Ahora era demasiado tarde para simular temor. El seanchan, no obstante, no dijo nada y continuó conduciéndolo al interior de la casa.
Y de ese modo se halló Fain de bruces en una estancia que tenía por todo mobiliario unos biombos plegables que tapaban las paredes, mientras el oficial exponía al Augusto Señor Turak su oferta. La servidumbre trajo una mesa sobre la que depositar el cofre para que el Augusto Señor no hubiera de encorvarse; todo cuanto percibió Fain de ellos fue sus escarpines que se movían con diligencia. Esperó pacientemente el momento oportuno. Ya llegaría el tiempo en que no habría de inclinarse ante nadie.
Entonces los soldados recibieron la orden de retirarse y él el permiso para levantarse. Se irguió lentamente, mientras observaba al Augusto Señor, con la cabeza rapada, unas largas uñas y una túnica de seda azul adornada con brocados de flores, y al hombre que permanecía de pie junto a él, el cual llevaba recogida en una larga trenza rubia la mitad del pelo y el resto del cuero cabelludo afeitado. Fain tuvo la certeza de que el individuo vestido de verde no era más que un sirviente, aunque de alto rango, pero los criados podían ser útiles, sobre todo si se mantenían erguidos en presencia de su amo.
—Un maravilloso presente. —Turak apartó la mirada del arcón para posarla sobre Fain. Un aroma a rosas emanaba del Augusto Señor—. No obstante hay una pregunta obvia: ¿cómo ha llegado a manos de un hombre como vos un cofre cuyo precio no podrían costear muchos aristócratas? ¿Sois un ladrón?
Fain dio un tirón a su gastada y no excesivamente limpia chaqueta.
—En ocasiones es preciso que un hombre muestre una condición más humilde de la que le corresponde, Augusto Señor. Mi actual apariencia andrajosa me ha permitido traeros esto sin sufrir