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  2. El Despertar de los Heroes
  3. Capítulo 103
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recuperar mañana el mayor tiempo posible. —La regordeta Aes Sedai hizo gala de tanta firmeza que ya estaba acompañando a Ingtar hacia la puerta antes de terminar de hablar.

Rand, que siguió a los demás, se detuvo en el umbral al lado de la Aes Sedai y observó cómo Mat se encaminaba al rellano.

—¿Por qué tiene ese aspecto? —le preguntó—. Pensaba que lo habíais curado, al menos para darle un tiempo de tregua.

Verin esperó a que Mat y los otros hubieran comenzado a subir las escaleras para responder.

—Por lo visto, no evoluciona tan bien como esperábamos. La enfermedad toma un curso interesante en él. Su fuerza permanece, y así lo hará hasta el final, creo. Pero su cuerpo se consume. Yo diría que durará unas cuantas semanas a lo sumo. Como ves, existe un motivo para actuar con rapidez.

—No necesito otro incentivo, Aes Sedai —replicó Rand, pronunciando con aspereza el título. «Mat, el Cuerno, la amenaza de Fain… ¡Luz, Egwene! Demonios, no necesito que me espoleen.»

—Y qué me dices de ti, Rand al’Thor? ¿Te encuentras bien? ¿Todavía forcejeas o te has rendido ya a la Rueda?

—Cabalgaré con vos en busca del Cuerno —le comunicó—. Aparte de eso, no hay nada entre mí y las Aes Sedai. ¿Lo entendéis? ¡Nada!

Verin no dijo nada, y él se alejó de ella, pero, cuando se volvió para subir las escaleras, todavía estaba mirándolo con ojos duros y evaluadores.

CAPÍTULO 34

La Rueda teje

Las primeras luces del alba ya perlaban el cielo cuando Thom Merrilin caminaba de regreso hacia el Racimo de Uvas. Incluso en los lugares donde había mayor abundancia de salas y tabernas, había un breve espacio de tiempo en que extramuros permanecía en silencio, recobrando aliento. En su estado de ánimo actual, Thom no habría advertido siquiera si la solitaria calle hubiera sido pasto de las llamas.

Algunos de los invitados de Barthanes habían insistido en retenerlo hasta mucho después de que se hubo marchado la mayoría, más tarde incluso de que el propio anfitrión se hubo retirado a dormir. Había sido el causante de todo por haber sustituido la recitación de La Gran Cacería del Cuerno por el tipo de relatos y canciones que solía incluir en su repertorio en los pueblos: Mara y los tres reyes traviesos, Cómo amaestró Susa a Jain el Galopador y las historias de Anla, el sabio consejero. Había esperado que dichas piezas únicamente suscitarían comentarios privados acerca de su estupidez, sin imaginar que alguno de ellos fuera a prestarle oídos y mucho menos a sentirse interesado. En cierto modo les habían intrigado. Habían solicitado más relatos del mismo tipo, pero habían reído en los pasajes equivocados, con los detalles no hilarantes. También se habían reído de él, posiblemente con la creencia de que él no iba a percatarse, o de que una bolsa llena de monedas introducida en su bolsillo restañaría cualquier herida. Casi había estado a punto de tirarla un par de veces.

El pesado portamonedas que le roía el bolsillo y el orgullo no era la única razón que explicaba su malhumor, ni siquiera la actitud despreciativa de los nobles. Antes de encaminarse hacia el Racimo de Uvas había ido al Gran Árbol; no era difícil averiguar dónde se hospedaba alguien en Cairhien, si uno depositaba en una mano o dos unas piezas de plata. Todavía no estaba seguro de qué era lo que había tenido la intención de decir, pero Rand se había marchado con sus amigos y la Aes Sedai. Se había encontrado con hechos consumados. «El chico se las arreglará solo ahora. ¡Caramba, yo no tengo nada que ver con todos ellos!»

Atravesó el comedor, vacío como estaba en pocas ocasiones, y subió los escalones de dos en dos. Al menos, eso fue lo que intentó; la pierna derecha no se le doblaba bien y a punto estuvo de caer. Murmurando para sí, continuó la ascensión a un ritmo más lento, y abrió sin hacer ruido la puerta de su habitación para no despertar a Dena.

No pudo evitar una sonrisa al verla tendida en la cama con la cara vuelta hacia la pared, con el vestido puesto todavía. «Se ha quedado dormida esperándome. Chica insensata.» Aquélla era, sin embargo, una reflexión cariñosa; no estaba seguro de que hubiera algo de lo que ella hiciera que él no fuera capaz de perdonar o excusar. Decidiendo sin pensarlo que aquella noche sería la primera en que le permitiría actuar, dejó el estuche del arpa en el suelo y le tocó el hombro para despertarla y comunicárselo.

La muchacha giró flojamente hacia él y lo miró con vidriosos ojos muy abiertos por encima del corte que le atravesaba la garganta. El lado de la cama que había ocultado su cuerpo estaba oscuro y empapado.

El estómago de Thom dio un vuelco. Si no hubiera tenido la garganta atenazada hasta el punto de no poder respirar, habría vomitado o gritado.

Sólo dispuso del crujido de las puertas del armario para alertarlo. Se volvió y los cuchillos salieron de sus mangas y brotaron de sus manos con un único movimiento. La primera arma se clavó en el cuello de un gordo sujeto calvo que empuñaba una daga, el cual retrocedió tambaleándose, chorreando sangre entre los dedos que rodeaban su garganta, mientras trataba inútilmente de gritar.

Girando sobre la pierna rígida, Thom lanzó el otro cuchillo, el cual quedó prendido en el hombro derecho de un musculoso hombre con cicatrices en la cara, que salía del otro armario. El fornido individuo dejó caer el puñal de su mano, súbitamente inutilizada, y se precipitó hacia la puerta.

Antes de que consiguiera dar dos pasos, Thom sacó un nuevo cuchillo y se lo ensartó en la pierna. El desconocido dio un alarido y tropezó. Entonces Thom agarró una mata de grasientos cabellos y le golpeó la cara contra la pared contigua a la puerta; el hombre volvió a gritar cuando la hoja del cuchillo que sobresalía en su hombro chocó con la puerta.

Thom situó el arma que tenía en la mano a dos centímetros del oscuro ojo de su contrincante. Las cicatrices del rostro le conferían el aspecto de alguien violento, pero contempló la punta sin pestañear y no movió ni un músculo. El gordo intruso, que yacía con medio cuerpo en el armario, dio un último estertor y quedó inmóvil.

—Antes de matarte —dijo Thom—, explícame… ¿por qué? —Su voz sonaba tranquila, helada; él sentía gelidez en su interior.

—El Gran Juego —respondió el hombre sin dilación. Tenía el acento de la gente de las calles y su ropa era de idéntica procedencia, pero era un poco demasiado fina, excesivamente nueva, como si dispusiera de más monedas para gastar que la mayoría de los habitantes de extramuros—. No es nada personal contra vos, ¿veis? Es simplemente el Juego.

—¿El Juego? ¡Yo no tengo nada que ver con el Da’es Daemar! ¿Quién iba a querer asesinarme por algo relacionado con el Gran Juego? —El hombre titubeó y Thom le acercó más la hoja. Si el individuo parpadeaba, las pestañas rozarían la punta—. ¿Quién?

—Barthanes —fue su ronca respuesta—, lord Barthanes. No os habríamos matado. Barthanes quiere información. Sólo queríamos averiguar lo que sabéis. Podéis obtener una buena suma por ello. Una buena corona de oro por lo que sabéis, tal vez dos.

—¡Embustero! Estuve en la casa de Barthanes anoche, tan cerca de él como lo estoy de ti. Si quería algo de mí, no me hubiera dejado salir vivo.

—Como os lo digo, hace días que estamos buscándoos, a vos o a cualquiera que tenga datos sobre ese lord andoriano. No había escuchado vuestro nombre hasta anoche, abajo. Lord Barthanes es generoso. Podrían ser cinco coronas.

El hombre trató de apartar la cabeza del cuchillo que empuñaba Thom y éste lo presionó con más fuerza contra la pared.

—¿Qué lord andoriano? —No obstante, presentía cuál sería la contestación.

—Rand, de la casa al’Thor. Alto, joven, un maestro espadachín, o al menos lleva la espada propia de tal. Sé que vino a veros, él junto con un Ogier, y hablasteis. Decidme lo que sabéis. Puede que incluso os dé una corona o dos de mi parte.

—Estúpido —musitó Thom. «¿Dena ha muerto por esto? Oh, Luz, está muerta.» Sentía ganas de llorar—. El muchacho es un pastor. —«Un pastor con una lujosa chaqueta, que atrae a las Aes Sedai como la miel a las moscas»—. Sólo un pastor. —Apretó el puño en el cabello del hombre.

—¡Esperad! ¡Esperad! Podéis conseguir más de cinco coronas, diez incluso. Cien probablemente. Todas las casas quieren información sobre ese Rand al’Thor. Dos o tres han solicitado ya mis servicios. Con los datos que poseéis y los conocimientos de que yo dispongo, ambos podríamos llenarnos los bolsillos. Y hay una mujer, una dama, a la que he visto preguntar por él en más de una ocasión. Si logramos averiguar quién es… Bueno, también podríamos vender eso.

—Habéis cometido un grave error en todo esto —señaló Thom.

—¿Un error? —La mano del individuo comenzó a deslizarse hacia el cinto, donde sin duda tenía una daga. Thom hizo como si no lo hubiera advertido.

—No debisteis tocar a la chica.

La mano del hombre se abalanzó hacia el cinturón y enseguida se retrajo convulsivamente cuando Thom le ensartó el cuchillo.

Thom, lo dejó caer y permaneció de pie un momento antes de agacharse para recuperar las armas. La puerta se abrió de golpe y él se volvió con un rictus en la cara.

Zera retrocedió de un salto, con la mano en la garganta, mirándolo con ojos fijos.

—Esa necia de Ella me acaba de decir —explicó con desasosiego— que dos de los hombres de Barthanes estuvieron preguntando anoche por ti, y con lo que he oído esta mañana… Creí que me habías asegurado que ya no participabas en el Juego.

—Me han encontrado —anunció con fatiga.

Los ojos de la mujer se apartaron de su cara y se abrieron desmesuradamente al posarse en los cadáveres de los dos matones. Se precipitó dentro de la habitación y cerró la puerta tras ella.

—Esto es grave, Thom. Tendrás que abandonar Cairhien. —Su mirada topó con la cama, y retuvo el aliento—. ¡Oh, no! Oh, Thom, lo siento tanto…

—Todavía no puedo irme, Zera. —Vaciló y luego tendió con ternura una manta encima de Dena, cubriéndole la cara—. Primero he de matar a un hombre.

La posadera se estremeció y apartó los ojos de la cama. Cuando habló, tenía la voz velada.

—Si te refieres a Barthanes, llegas tarde. Todos hablan de ello. Está muerto. Sus criados lo han encontrado muerto esta mañana, despedazado en su dormitorio. Únicamente lo han reconocido porque tenía la cabeza clavada en una estaca sobre la chimenea. —Apoyó una mano en su brazo—. Thom, no puedes ocultar que estuviste allí anoche, no a quien quiera saberlo. Si a eso agregamos estos dos sujetos muertos aquí, nadie creerá en Cairhien que no estabas implicado en su asesinato. —Había una leve nota interrogativa en sus últimas palabras, como si ella también abrigara sospechas al respecto.

—No importa, supongo —contestó con lentitud. No podía apartar los ojos de la forma cubierta con la manta en la cama—. Quizá regrese a Andor, a Caemlyn.

—Hombres —suspiró la mujer, agarrándolo por los hombros para obligarlo a volverse—, siempre pensando con los músculos o con el corazón y nunca con la cabeza. Caemlyn es tan peligroso como Cairhien para ti. En ambas ciudades, acabarás muerto o encarcelado. ¿Crees que es eso lo que ella hubiera querido? Si quieres honrar su memoria, cuida tu vida.

—¿Te ocuparás de…? —No podía decirlo. «Te estás haciendo viejo», pensó, «Estás

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