el husmeador, notó cómo todas las miradas se posaban en él.
CAPÍTULO 33
Un mensaje de la Oscuridad
—¿Lo habéis encontrado? —preguntó Rand mientras caminaba en pos de Hurin por un estrecho tramo de escaleras. Todos los criados que habían acompañado a los invitados habían sido enviados a las cocinas, las cuales se encontraban en los pisos inferiores—. ¿O realmente se ha hecho daño Mat?
—Oh, Mat está bien, lord Rand. —El husmeador frunció el entrecejo—. Al menos, parece estar bien, y refunfuña como un hombre sano. No quería molestaros, pero necesitaba una excusa para que bajarais. He encontrado el rastro con relativa facilidad. Los hombres que incendiaron la posada entraron todos en un jardín amurallado situado detrás de la mansión, y los trollocs se reunieron con ellos allí. Eso fue ayer, creo. Quizás incluso la noche anterior. —Titubeó—. Lord Rand, no han vuelto a salir. Han de estar todavía aquí adentro.
Al pie de las escaleras llegaba el sonido de las risas y cantos de la servidumbre, que aprovechaba el rato de solaz. Alguien tocaba en la vihuela una melodía que los demás acompañaban con palmas y danzas. Allí no había yeso con molduras ni preciosos tapices, sino sólo piedra desnuda y madera rústica, y los pasillos estaban iluminados con sencillas antorchas que manchaban de humo el techo.
—Me alegra que vuelvas a hablarme con naturalidad —apreció Rand—. Por la manera como me dedicabas continuas zalamerías, empezaba a pensar que eras más cairhienino que los propios habitantes de esta ciudad.
—Bueno, respecto a eso… —Las mejillas de Hurin se tiñeron de rubor. Lanzó una ojeada al fondo del corredor, hacia el lugar de donde emanaba el ruido, e hizo ademán de querer escupir—. Todos fingen ser muy educados, pero… Lord Rand, cada uno de ellos asegura ser fiel a su amo, pero todos sin excepción insinúan que están dispuestos a vender lo que saben o han escuchado. Y, cuando llevan unas cuantas copas en el cuerpo, le susurran a uno al oído cosas sobre los señores y damas a cuyo servicio se hallan, que os pondrían los pelos de punta. Sé que son cairhieninos, pero nunca había visto desfachatez semejante.
—Pronto saldremos de aquí. —Rand hizo votos por que así fuera—. ¿Dónde está ese jardín? —Hurin torció hacia un pasillo lateral que conducía a la parte trasera del edificio—. ¿Has conseguido hacer bajar ya a Lord Ingtar y a los demás?
El husmeador sacudió la cabeza.
—Lord Ingtar ha dejado que lo acorralaran seis o siete de esas que se consideran damas. No he podido acercarme bastante para hablar con él. Y Verin Sedai estaba con Barthanes. Me ha asestado tal mirada cuando me he aproximado que ni siquiera he intentado dirigirle la palabra.
Doblaron otro recodo y entonces se encontraron con Mat y Loial, el cual se encorvaba ligeramente para no golpearse con el bajo techo.
—Aquí estás. —La sonrisa del Ogier casi le partió la cara en dos—. Rand, jamás estuve más contento de separarme de alguien que de esos personajes de arriba. No paraban de preguntarme si los Ogier iban a regresar, y si Galldrain había aceptado pagar lo que debe. Al parecer el motivo de que todos los albañiles Ogier se fueran se debe a que Galldrain dejó de pagarles, salvo con promesas. Yo repetía una y otra vez que no sabía nada al respecto, pero la mitad de ellos parecía creer que mentía, y la otra, que insinuaba algo distinto.
—Saldremos pronto de aquí —le aseguró Rand—. ¿Mat, estás bien? —El rostro de su amigo tenía las mejillas más hundidas de lo que recordaba, incluso en la posada, y los pómulos más prominentes.
—Me encuentro bien —respondió Mat, malhumorado—, pero, desde luego, no me ha apenado alejarme de los otros criados. Los que no me preguntaban si me matabas de hambre, pensaban que estaba enfermo y no querían acercarse a mí.
—¿Has notado la proximidad de la daga? —inquirió Rand.
Mat sacudió la cabeza, frunciendo el entrecejo.
—Lo único que he notado es que alguien está vigilándome casi todo el tiempo. Esta gente es peor que los Fados para escabullirse. Diantre, casi he pegado un salto cuando Hurin me ha dicho que había localizado el rastro de los Amigos Siniestros. Rand, no capto su presencia en absoluto, y he recorrido este maldito edificio desde el sótano hasta el desván.
—Eso no significa que no esté aquí, Mat. La puse dentro del cofre con el Cuerno, recuérdalo. Tal vez eso te impida sentirla. No creo que Fain sepa cómo abrirlo, de lo contrario no se habría tomado la molestia de acarrear tanto peso cuando huyó de Fal Dara. Incluso esa cantidad de oro carece de importancia al lado del Cuerno de Valere. Cuando hallemos el Cuerno, encontraremos la daga. Ya lo verás.
—Con tal que no tenga que hacerme pasar por tu criado otra vez… —murmuró Mat—. Con tal que no te vuelvas loco y… Torció la boca.
—Rand no está loco, Mat —intervino Loial—. Los cairhieninos no le habrían permitido entrar si no fuera un señor. Ellos son los que están locos.
—No estoy loco —aseveró con dureza Rand—. Todavía no. Hurin, enséñame ese jardín.
—Por aquí, lord Rand.
Salieron al exterior por una puertecilla bajo cuyo dintel hubo de encorvarse Rand; Loial se vio obligado a doblar el cuerpo. Las amarillentas manchas de luz que proyectaban las ventanas de arriba les permitieron distinguir unos paseos de ladrillo que circulaban entre macizos de flores. Las sombras de los establos y otras edificaciones conformaban grandes masas oscuras a ambos lados. De vez en cuando llegaban hasta ellos fragmentos de música, procedentes de las cocinas o de las estancias donde se divertía la nobleza.
Hurin los condujo entre las avenidas hasta que incluso el tenue resplandor se disipó y entonces continuaron avanzando orientados tan sólo por la luz de luna, produciendo un quedo crujir de botas sobre el ladrillo. Los arbustos que hubieran aparecido cargados de flores a la luz del día formaban ahora extrañas jorobas en la oscuridad. Rand acercó la mano a la espada, observando inquieto en torno a sí. Podía haber apostados un centenar de trollocs en cualquier lugar. Sabía que Hurin habría notado el olor de los trollocs si estuvieran allí, pero ello apenas lo tranquilizaba. Si Barthanes era un Amigo Siniestro, entonces también habían de serlo como mínimo algunos de sus criados y guardias, y Hurin no detectaba siempre el olor de un Amigo Siniestro. Una celada de éstos en plena noche sería tan peligrosa como un ataque de trollocs.
—Allí, lord Rand —susurró Hurin, señalando con el dedo.
Enfrente había unos muros de piedra, apenas algo más elevados que la cabeza de Loial, los cuales rodeaban una plazoleta de unos cuarenta metros de lado. Rand no estaba seguro, pero le parecía que los jardines continuaban más allá de las paredes. Se preguntó para qué habría construido Barthanes un espacio cercado con paredes en medio del jardín. No se veía ningún tejado que lo cubriera. «¿Para qué iban a entrar allí y quedarse?»
Loial se inclinó para aproximar la boca al oído de Rand.
—Ya te he dicho que eso era antaño una arboleda Ogier, Rand. La entrada del Atajo está en el interior de ese muro. Lo siento.
Rand oyó cómo Mat suspiraba con desaliento.
—No podemos rendirnos, Mat —dijo.
—No estoy rindiéndome. Simplemente tengo suficiente juicio como para no querer viajar de nuevo por los Atajos.
—Tal vez debamos hacerlo —opinó Rand—. Ve a buscar a Ingtar y Verin. Consigue que estén solos, de la manera que sea, y diles que creo que Fain se ha llevado el Cuerno por la puerta de un Atajo. Asegúrate de que no lo oiga nadie más. Y no olvides cojear; se supone que te has caído. —Le extrañaba que incluso Fain corriera el riesgo de aventurarse en los Atajos, pero le parecía la única explicación. «No iban a pasar un día y una noche sentados ahí adentro, sin siquiera un tejado para guarecerse.»
Mat realizó una profunda reverencia y adoptó un tono de voz sarcástico.
—A la orden, mi señor. Como desee, mi señor. ¿He de llevar vuestro estandarte, mi señor? —Se alejó hacia la mansión, refunfuñando—. Ahora tengo que cojear. La próxima vez me habré partido la nariz o…
—Lo que pasa es que está preocupado por la daga, Rand —trató de excusarlo Loial.
—Lo sé —contestó éste. «Pero ¿cuánto tardará en revelar a alguien quién soy, sin siquiera tener intención de hacerlo?» No podía creer que Mat fuera a traicionarlo a propósito; aún quedaba un resto de amistad entre ellos—. Loial, aúpame para que pueda asomarme por la pared.
—Rand, si los Amigos Siniestros están aún…
—No están. Súbeme, Loial.
Los tres se aproximaron al muro, y Loial compuso un estribo con las manos para que Rand apoyara el pie. El Ogier se irguió sin acusar el peso y permitió que Rand levantara la cabeza por encima de la pared.
La fina luna menguante despedía escasa luz, y la mayoría del espacio cercado se hallaba en sombras, pero no le pareció que hubiera flores ni arbustos allí. Únicamente un solitario banco de pálido mármol, colocado como para que un hombre se sentara en él a contemplar lo que se alzaba en el medio como una enorme losa de piedra clavada en posición vertical.
Rand se agarró al borde del muro y se encaramó a él. Loial musitó en voz queda una advertencia y le agarró el pie, pero él se zafó de un tirón y saltó al otro lado. Bajo sus pies había césped nivelado, por lo que pensó vagamente que Barthanes tal vez dejaba pacer las ovejas ahí adentro. Mientras observaba la losa de piedra, la puerta del Atajo, le sorprendió oír cómo unas botas chocaban contra el suelo junto a él.
Hurin se enderezó, sacudiéndose la ropa.
—Deberías ser más cauteloso, lord Rand, podría haber alguien escondido aquí. O algo. —Escrutó la oscuridad, tanteando su cinturón como si buscara la espada corta y la maza que había debido dejar en la posada, pues los criados no iban armados en Cairhien—. Métete en un agujero sin mirar y siempre habrá una serpiente en su interior.
—Los habrías olido —observó Rand.
—Tal vez. —El husmeador aspiró profundamente—. Pero sólo puedo oler lo que han hecho, no lo que van a hacer.
Se oyó un roce por encima de la altura de la cabeza de Rand y luego Loial se dejó caer. El Ogier no hubo siquiera de estirar completamente los brazos antes de que sus botas tocaran el suelo.
—Atolondrados —murmuró—. Los humanos sois tan atolondrados y obráis con tanta precipitación… Y ahora me obligáis a hacerlo a mí. El abuelo Halan me reprendería con severidad, y mi madre… —La oscuridad le ocultaba el rostro, pero Rand estaba seguro de que agitaba vigorosamente las orejas—. Rand, si no comienzas a actuar con más prudencia, me vas a traer problemas.
Rand caminó hacia la entrada del Atajo, la cual rodeó. Incluso a tan corta distancia no parecía más que un bloque de piedra que superaba su altura. El dorso era liso y frío —sólo lo rozó ligeramente con la mano— pero la parte delantera había sido esculpida por la mano de un artista. Estaba cubierta de sarmientos, hojas y flores, tan finamente labrados que con la tenue luz de la luna casi parecían reales. Palpó el suelo frente a ella; parte de la hierba había sido arrancada por el roce, en dos arcos como los que trazarían las puertas al abrirse.
—¿Es esto la entrada de un Atajo? —preguntó con incertidumbre Hurin—. He oído hablar de ellos, claro está, pero… —Husmeó el aire—. El rastro continúa directamente hasta aquí y