y diez de profundidad, flanqueada por unas pulidas losas resbaladizas. Una pared baja, inclinada para que nadie pudiera ocultarse en ella, la circundaba para evitar que alguien cayera accidentalmente al foso, erizado de afiladas picas. Aun con una cuerda para descender y sin guardias que lo vieran, no podría cruzarlo. Lo que era efectivo para mantener afuera a los trollocs en casos extremos, servía también para retenerlo adentro a él.
De improviso se sintió completamente extenuado, derrotado. La Sede Amyrlin estaba allí y no había escapatoria. No había modo de salir, y la Sede Amyrlin estaba allí. Si ella sabía que él se encontraba allí, si ella había provocado aquel viento que lo había atrapado, ya estaba persiguiéndolo, tratando de cazarlo con los poderes de una Aes Sedai. Los conejos tenían más posibilidades de escapar de su arco. No obstante, se negó a darse por vencido. Había quien decía que las gentes de Dos Ríos eran capaces de aleccionar a las piedras y de impartir enseñanzas a las mulas. Cuando no les restaba nada más, los habitantes de Dos Ríos se atrincheraban en su terquedad.
Tras apartarse de la muralla, vagó por la fortaleza sin encaminarse a un lugar determinado, pero cuidando que sus pasos no lo condujeran a uno de los sitios donde previsiblemente debía estar. A ningún punto cercano a su habitación, a ninguno de los establos, ni a cualquiera de las puertas —Masema podía incitar a Ino para que informase de su intento de salida— ni a un jardín. Todo cuanto alcanzaba a pensar era en mantenerse alejado de cualquier Aes Sedai, incluso de Moraine. Ella sabía lo que era él. A pesar de ello, no había tomado ninguna medida en contra suya. «Por ahora, que tú sepas. ¿Y qué ocurriría si hubiera cambiado de parecer? Tal vez ella mandó llamar a la Sede Amyrlin.»
Por un momento, desazonado, se apoyó contra la pared de un corredor, sintiendo la dureza de la piedra bajo su espalda. Con la mirada perdida, contempló el vacío en la lejanía y vio escenas que no deseaba ver. «Amansado. ¿Sería tan terrible que todo concluyera de una vez? ¿Que terminara realmente?» Cerró los párpados, pero todavía se veía a sí mismo, agazapado como un conejo que no tenía hacia dónde correr, y a las Aes Sedai que estrechaban su cerco en torno a él cual cuervos dispuestos a atacar. «Casi siempre mueren poco tiempo después, los hombres que han sido amansados. Pierden las ganas de vivir.» Recordaba demasiado bien las palabras de Thom Merrilin. Con un estremecimiento se precipitó por el pasillo. Tampoco debía quedarse parado a la espera de que lo localizaran. «¿Cuánto tardarán en encontrarte de todos modos? Estás en la misma situación que un cordero encerrado en un corral. ¿Cuánto tardarán?» Tocó la empuñadura apoyada en su flanco. «No, no eres un cordero. Ni para las Aes Sedai ni para nadie.» Sintió que sus pensamientos eran algo jactanciosos, pero su determinación no menguó por ello.
La gente regresaba a sus quehaceres. Un estrépito de voces y entrechocar de pucheros y cucharas brotaba de la cocina más próxima a la Gran Sala, donde la Sede Amyrlin y su comitiva disfrutarían de un festejo aquella noche. Cocineros, fregonas y recaderos trajinaban afanosamente; los asadores giraban sin cesar rezumando el jugo de la carne. Avivó el paso entre el calor y el vapor, rodeado por los aromas de especias y manjares. Nadie reparó en él; estaban demasiado ocupados.
En los apartamentos posteriores, donde vivía la servidumbre, reinaba el mismo trasiego enfebrecido que en un hormiguero al que le hubieran propinado un puntapié. Los hombres y mujeres corrían a vestirse con sus mejores trajes. Los chiquillos se dedicaban a sus juegos en los rincones, sin entorpecer el paso. Los niños esgrimían espadas de madera y las niñas jugaban con muñecas, algunas de las cuales eran, al decir de sus propietarias, la Sede Amyrlin. La mayoría de las puertas estaban abiertas, con la entrada únicamente obstruida por cortinas de cuentas. Por lo general aquello indicaba que los moradores se hallaban en disposición de recibir visitas, pero ese día significaba simplemente que éstos tenían prisa. Incluso quienes le dedicaban una reverencia, lo hacían sin apenas detenerse.
¿Oiría alguno de ellos, cuando estuviera cumpliendo sus tareas, que estaban buscándolo y comentaría que lo había visto? ¿Hablaría con una Aes Sedai y le diría dónde podía encontrarlo? De pronto, se le antojó que los ojos de las personas con quienes se cruzaba estaban examinándolo ponderativa y astutamente y que éstas adoptaban una expresión reflexiva a sus espaldas. A su juicio, los propios niños le dirigían unas miradas más incisivas. Era consciente de que aquello era tan sólo producto de su imaginación —estaba convencido de ello; no podía ser de otro modo— y, sin embargo, cuando dejó atrás los aposentos de los criados, experimentó igual alivio que si hubiera escapado antes de que cerraran la trampilla de una mazmorra.
Algunos lugares de la fortaleza estaban solitarios, debido a que la gente que solía trabajar allí había quedado libre de obligaciones tras el súbito acontecimiento de la llegada de la comitiva de Tar Valon. La forja de los armeros tenía todos los fuegos cubiertos y los yunques en silencio. Fría, sin vida. Y, no obstante, no estaba solitaria. Sintió un hormigueo en la piel y giró sobre los talones. No había nadie allí. Únicamente los grandes arcones cuadrados de las herramientas y las barricas llenas de aceite para enfriar el metal. Se le erizó el vello de la nuca y volvió a girarse. Los martillos y las tenazas pendían en su lugar en la pared. Recorrió, molesto, con la mirada la gran habitación. «No hay nadie aquí. Sólo son imaginaciones. Ese viento, y la Amyrlin; eso basta para disparar mi fantasía.»
Afuera en el patio, el viento sopló en remolino en torno a él. Dio un salto a su pesar, creyendo que éste iba a atraparlo. Por un instante volvió a notar el tenue olor a decadencia y oyó cómo alguien reía maliciosamente detrás de él. No duró más que un instante. Asustado, se volvió poco a poco, escrutando con recelo. El patio, pavimentado con rugosas piedras, estaba vacío, exceptuándolo a él. «¡Sólo es tu maldita imaginación!» Echó a correr, no obstante, y le pareció escuchar tras él la misma risa, que en aquella ocasión no acompañaba al viento.
En la explanada donde se guardaba la madera, volvió a notar la presencia de alguien, unos ojos que lo observaban tras elevadas pilas de leña partida dispuestas bajo los largos cobertizos, unas miradas que se clavaban en él desde los montones de tablones secados que aguardaban en el otro lado del patio a ser utilizados por los carpinteros, cuyos talleres estaban cerrados ahora. Rehusó mirar a su alrededor, rehusó pensar en la manera como un solo par de ojos podían trasladarse de un lugar a otro a tal velocidad o cruzar la plaza sin que él alcanzara a vislumbrar el más mínimo indicio de movimiento.
«Imaginaciones. O tal vez ya estoy enloqueciendo —se dijo con un estremecimiento—. Todavía no. Luz, por favor, aún no.» Con la espalda rígida, atravesó el patio a grandes zancadas, seguido del ser invisible que lo observaba.
En los oscuros corredores iluminados únicamente por unas cuantas antorchas vacilantes, en los almacenes llenos de sacos de guisantes y judías secas, abarrotados de estantes donde se amontonaban arrugados nabos y remolachas u ocupados por barricas de vino, toneles de carne en salazón y barriles de cerveza, los ojos estaban siempre ahí, a veces tras él y a veces aguardando a que entrase. No escuchó ningún sonido de pasos salvo los suyos ni el crujido de una puerta, excepto cuando él las abría o cerraba, pero los ojos estaban ahí. «Luz, estoy volviéndome loco. »
Abrió la puerta de un nuevo almacén y las voces y las risas que llegaron hasta él lo llenaron de alivio. Pensando que allí no habría ojos invisibles, entró.
La mitad de la estancia estaba repleta de sacos de granos que llegaban hasta el techo. En la otra, había un semicírculo de hombres arrodillados delante de una de las paredes desnudas. Todos parecían llevar los jubones de cuero y el corte de pelo redondeado de los criados de bajo rango. No se veían coletas de guerreros ni libreas. No había ninguno que pudiera traicionarlo accidentalmente. «¿Y qué posibilidades hay de que lo hagan a propósito?» El repiqueteo de los dados sonó entre sus quedos murmullos y alguien lanzó una estridente carcajada al ver el resultado de la tirada.
Loial estaba observando cómo jugaban, frotándose pensativamente la barbilla con un dedo más grueso que el pulgar de un hombre corpulento, con la cabeza apenas a dos palmos de las vigas del techo. Ninguno de los jugadores le dirigía la mirada. Los Ogier no eran precisamente numerosos en las Tierras Fronterizas, ni en ningún otro país, pero allí los conocían y aceptaban y, además, Loial había permanecido en Fal Dara el tiempo suficiente como para suscitar ya pocos comentarios. La oscura túnica de rígido cuello del Ogier estaba abotonada de arriba abajo, con unos faldones que caían sobre la parte superior de sus botas de caña alta, y uno de los grandes bolsillos estaba abultado y hundido por el peso de algo. Libros, suponía Rand. Aun mirando cómo los hombres jugaban a los dados, Loial no se encontraba lejos de un libro.
A pesar de la situación, Rand esbozó una sonrisa. A menudo Loial lo inducía a hacerlo. El Ogier poseía tantos conocimientos sobre algunos temas, y tan pocos sobre otros y parecía tan ansioso por saberlo todo… Rand, no obstante, aún recordaba su primer encuentro con Loial, con sus orejas copetudas, sus cejas que colgaban como largos bigotes y su nariz casi tan amplia como su rostro… Entonces lo había confundido con un trolloc, algo de lo que aún se avergonzaba al rememorarlo. Ogier y trollocs. Myrddraal y seres surgidos de los entresijos de oscuros cuentos. Entes pertenecientes a las historias y leyendas. Así los había considerado él antes de abandonar el Campo de Emond. Sin embargo, desde que había salido del hogar había visto demasiadas historias que tomaban carta de realidad como para volver a sentirse a buen recaudo. Aes Sedai y observadores invisibles, y un viento que atrapaba y retenía. Su sonrisa se desvaneció rápidamente.
—Todas las historias son reales —afirmó en voz baja.
Loial agitó las orejas y giró la cabeza hacia Rand. Al advertir de quién se trataba, la cara del Ogier se iluminó con una sonrisa antes de aproximarse a él.
—Ah, eres tú. —Su voz era un profundo fragor similar al aleteo de un abejorro—. No te he visto en la ceremonia de bienvenida. Era algo que no había presenciado anteriormente. Dos cosas: la bienvenida shienariana y la Sede Amyrlin. Parece cansada, ¿no crees? No debe de ser fácil ser Amyrlin. Peor que ser uno de los mayores, supongo. —Abrió una pausa y adoptó un aire pensativo, que sólo duró breves instantes—. Dime, Rand, ¿tú también juegas a los dados? Aquí tienen un juego simple, con tres dados solamente. En el stedding usamos cuatro. Pero no me dejan jugar. Sólo me dicen «Gloria a los constructores» y no apuestan contra mí. No me parece justo, ¿y a ti? Los dados que utilizan son bastante pequeños —miró ceñudo una de sus manos, lo bastante grande como para cubrir la cabeza de un humano—, pero continúo opinando…
Rand lo agarró del brazo, interrumpiéndolo. «¡Los constructores!»
—Loial, los Ogier construyeron Fal Dara,