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  2. El corazón del invierno
  3. Capítulo 99
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un bordado dorado de la Espada y la Mano de mayor tamaño en la parte izquierda de la pechera.

—Perdonad —dijo con una sonrisa untuosa—, no es mi intención ofenderos, pero me temo que os habéis equivocado de lugar. Ésta es la Cámara de las Consiliarias, y…

—Dile a la Primera Consiliaria Barsalla que Cadsuane Melaidhrin ha venido para verla —le interrumpió Cadsuane mientras desmontaba.

La sonrisa del orondo hombre se tornó mueca y sus ojos se abrieron de par en par.

—¿Cadsuane Melaidhrin? ¡Creía que habíais…! —Enmudeció ante la dura mirada de la mujer; luego tosió cubriéndose la boca con la mano y recobró la sonrisa empalagosa—. Perdonadme, Cadsuane Sedai. ¿Me permitís que os conduzca a vos y a vuestros compañeros a la sala de espera, donde se os atenderá mientras mando aviso a la Primera Consiliaria? —Sus ojos se desorbitaron un poco al reparar en dichos compañeros. Obviamente reconocía a las Aes Sedai, al menos al verlas en grupo. Shalon y Harine lo hicieron parpadear, pero sabía controlarse bien para ser un confinado en tierra; no se quedó boquiabierto.

—Te permito que corras a informar a Aleis que estoy aquí lo más deprisa que tus piernas puedan llevarte, muchacho —replicó Cadsuane al tiempo que se desabrochaba la capa y la echaba sobre la silla de montar—. Dile que estaré en la cúpula, y también que no dispongo de todo el día. ¿Y bien? ¿A qué esperas? ¡Vamos!

Esta vez la sonrisa del hombre no sólo se desdibujó, sino que se volvió forzada, pero el tipo sólo vaciló un instante antes de salir a todo correr a la par que llamaba a voces a los mozos de cuadra para que se ocupasen de los caballos. Sin embargo, Cadsuane se había olvidado de él no bien acabó de impartirle órdenes.

—Verin, Kumira, vosotras vendréis conmigo —anunció sucintamente—. Merise, ocúpate de que todos sigan juntos y preparados hasta que yo… Alanna, vuelve aquí y desmonta. ¡Alanna!

De mala gana, Alanna hizo volver a su montura de las puertas y desmontó, su gesto entre furioso y mohíno. Ihvon, su delgado Guardián, la observaba con ansiedad. Cadsuane suspiró como si estuviera a punto de acabársele la paciencia.

—Siéntate encima de ella si es necesario para que no se mueva de aquí, Merise —dijo y entregó las riendas de su caballo a un mozo de cuadra pequeño y nervudo—. Quiero a todo el mundo preparado para marcharnos cuando haya acabado de hablar con Aleis. —Merise asintió y Cadsuane se volvió hacia el mozo de cuadra—. Sólo necesita un poco de agua —instruyó mientras le daba al animal una palmada afectuosa—. Hoy no ha hecho mucho ejercicio.

Shalon se sintió más que contenta de dejar su montura en manos de un mozo de cuadra, sin darle instrucciones. Le daba igual si mataba al animal. Ignoraba cuánta distancia había cabalgado envuelta en una bruma, pero se sentía como si hubiese pasado subida en aquella silla cada uno de los cientos de leguas que hubiera desde Cairhien; tenía la ropa arrugada y el cuerpo machacado. De pronto cayó en la cuenta de que la bonita cara de Jahar no se encontraba entre las de los otros hombres. Tomás, el Guardián de Verin, un tipo fornido y canoso, tan duro como los otros, sujetaba por las riendas el pinto gris que había montado Jahar. ¿Dónde se había metido el joven? Desde luego a Merise no parecía preocuparla su ausencia.

—Esa Primera Consiliaria, ¿es una mujer importante aquí, Sarene? —gruñó Harine, permitiendo que Moad la ayudara a desmontar. El Marino había bajado de un salto, ágilmente.

—Podría decirse que es la dirigente de Far Madding, aunque las otras Consiliarias la llaman primera entre iguales, sea lo que sea lo que eso signifique. —Entregó las riendas de su montura a un mozo de cuadra; el aspecto de Sarene era casi perfecto, nada de ropas arrugadas. Quizás antes se hubiese sentido inquieta por ese ter’angreal que privaba de la Fuente, pero ahora toda ella era fría indiferencia, como una talla de hielo. El mozo se tropezó con sus propios pies al verle la cara—. Antaño, la Primera Consiliaria aconsejaba a las reinas de Maredo, pero desde la… disolución del reino la mayoría de las Primeras Consiliarias se han considerado a sí mismas las lógicas herederas de los dirigentes de Maredo.

Shalon sabía que sus conocimientos sobre la historia de los confinados en tierra eran tan imprecisos como sus conocimientos de geografía de tierra adentro, pero nunca había oído mencionar una nación llamada Maredo. No obstante, para Harine fue suficiente. Si esa Primera Consiliaria era quien mandaba allí, la Señora de las Olas del clan Shodein debía conocerla. Era lo mínimo que requería la dignidad de Harine, que caminó, renqueante aunque decidida, hacia Cadsuane.

—Oh, sí —dijo la insufrible Aes Sedai antes de que Harine hubiese tenido ocasión de abrir la boca—. Tú vendrás conmigo también. Y tu hermana, aunque no tu Maestro de Espadas. Un hombre en la cúpula sería un escándalo, pero uno con una espada haría que a las Consiliarias les diese un síncope. ¿Tenías alguna pregunta que hacer, Señora de las Olas? —murmuró Cadsuane.

Shalon gimió. Aquello no iba a mejorar precisamente el mal genio de su hermana. Cadsuane las condujo a lo largo de anchos pasillos de baldosas azules, adornados con tapices y alumbrados por lámparas de pie doradas, de relucientes espejos, en donde sirvientes de azul las miraban sin salir de su sorpresa primero y después ofrecían a su paso las precipitadas reverencias de los confinados en tierra. Las llevó por largos tramos de escaleras de piedra blanca que colgaban sin soportes excepto cuando tocaban una pálida pared, cosa que no siempre hacían. Cadsuane se deslizaba como un cisne, pero a tal velocidad que las doloridas piernas de Shalon empezaron a arderle. El semblante de Harine semejaba una máscara de madera que ocultaba su esfuerzo para subir peldaños casi al trote. Hasta Kumira parecía un tanto sorprendida, si bien no daba la impresión de que para ella fuera un esfuerzo mantener el vivo paso marcado por Cadsuane. La pequeña y regordeta Verin subía junto a Cadsuane, y de vez en cuando volvía la cabeza para sonreír a Harine y a Shalon. A veces Shalon pensaba que odiaba a Verin, pero no había desdén ni sorna en aquellas sonrisas, sino ánimo.

Cadsuane las condujo por un último tramo de escaleras de caracol, encastrada entre paredes, y de repente se encontraron en una balconada con una intrincada barandilla de metal dorado que recorría toda la circunferencia… Por un instante Shalon se quedó boquiabierta. Sobre ella se alzaba una cúpula azul de treinta metros o más de altura. Nada la sostenía salvo la propia estructura. De hecho, su ignorancia de los confinados en tierra se extendía a la arquitectura, además de la geografía y la historia —y las Aes Sedai—, y su desconocimiento sobre las gentes de tierra firme era casi absoluto, a excepción de los cairhieninos. Sabía cómo hacer los planos para un surcador y supervisar su construcción, pero no tenía la más mínima idea de cómo construir algo así.

Grandes arcos bordeados con piedra blanca, semejantes a los de las puertas por las que habían entrado, conducían a unas escaleras en otros tres puntos de la larga balconada circular, pero se encontraban solas y eso pareció complacer a Cadsuane, si bien la única señal que dio de ello fue un gesto de asentimiento para sí misma.

—Kumira, muestra a la Señora de las Olas y a su hermana el guardián de Far Madding. —Su voz levantó débiles ecos en la vasta cúpula. Hizo un aparte con Verin a cierta distancia y las dos acercaron las cabezas. No hubo ecos de sus susurros.

—Debéis disculparlas —dijo Kumira a Harine y a Shalon en voz queda, que a pesar de todo produjo una leve resonancia, ya que no exactamente un eco—. Luz, pero esto debe de resultar extraño incluso para Cadsuane. —Se pasó los dedos por el corto cabello castaño y sacudió la cabeza para volver a colocarlo en su sitio—. A las Consiliarias rara vez les hace gracia ver Aes Sedai, en especial a hermanas nacidas aquí. Creo que les gustaría fingir que el Poder no existe. Bien, su historia les da razones para ello, y durante los últimos dos mil años han dispuesto de medios para apoyar su pretensión. En cualquier caso, Cadsuane es Cadsuane, y ella rara vez ve una cabeza hinchada sin que decida desinflarla, aun cuando esa cabeza lleve una corona. O la diadema de una Consiliaria. Su última visita fue hace más de veinte años, durante la Guerra de Aiel, pero sospecho que algunos que la recuerden desearán esconderse debajo la cama cuando sepan que ha regresado. —Kumira soltó una corta y divertida risa. Shalon no veía nada de gracioso en aquello, y Harine esbozó una mueca forzada, aunque el gesto hizo que pareciera que tenía dolor de tripa.

«¿Queréis ver el… guardián? —continuó—. Un nombre tan bueno como cualquier otro, supongo. No hay mucho que ver. —Se acercó cuidadosamente a la barandilla dorada y se asomó como si temiera caerse, pero sus azules ojos habían vuelto a ser penetrantes—. Daría cualquier cosa por estudiarlo, pero es imposible, naturalmente. Quién sabe qué más podría hacer aparte de lo que ya sabemos. —En su voz había un timbre mezcla de sobrecogimiento y pesar.

A Shalon no le daban miedo los sitios altos, y se pegó contra la trabajada barandilla de metal, al lado de la Aes Sedai, deseando ver esa cosa que le había arrebatado la Fuente. Al cabo de un momento, Harine se reunió con ellas. Para sorpresa de Shalon, la caída que inquietaba a Kumira no superaba los seis metros hasta llegar a un suelo de baldosas azules y blancas que creaban un laberinto intrincado, centrado en una especie de óvalo rojo bordeado en amarillo. Debajo de la balconada había tres mujeres de blanco, sentadas en banquetas distribuidas de forma equidistante en el perímetro, justo contra la pared de la cúpula y al lado de sendos discos de casi dos metros de diámetro. Estos discos, encastrados en el suelo, parecían de cristal opaco y llevaban embutida una larga y fina cuña de cristal diáfano que apuntaba hacia el centro de la cámara. Unas abrazaderas metálicas cubiertas de marcas como un compás rodeaban los discos opacos, y entre las marcas de mayor tamaño había otras más pequeñas. Shalon no estaba segura, pero la abrazadera más próxima a ella parecía tener números grabados. Eso era todo. Nada de figuras monstruosas. Había imaginado algo inmenso y negro que absorbía la luz. Apretó las manos sobre la barandilla para evitar que le temblaran, y tensó las rodillas para que la sostuvieran. Fuera lo que fuera lo que había allí abajo, había robado la Luz.

El susurro de unos pasos anunció la llegada de más personas a la balconada por el mismo arco que habían cruzado ellas; eran unas doce mujeres sonrientes, con el cabello recogido en alto y ataviadas con ondeantes sobrevestes de seda de color azul encima de los vestidos, y ricamente bordadas en oro y tan largas por detrás que arrastraban por el suelo. Esas gentes sabían cómo poner de manifiesto el rango. Todas lucían un gran colgante en forma ovalada, rojo y engastado en oro, que pendía de una cadena de gruesos eslabones dorados; la misma forma ovalada aparecía en el centro de las estrechas diademas de oro. En una de las mujeres, eran rubíes los que formaban el símbolo ovalado, no simple esmalte, y

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