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  2. El corazón del invierno
  3. Capítulo 97
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Ajah Rojo, claro. No ignoraba todo sobre las Aes Sedai.

En cualquier caso, la pregunta no era cuántos Guardianes había, sino si todos lo eran. Estaba segura de que había visto también al viejo y canoso Damer y al guapo Jahar con chaquetas negras, antes de que empezaran a juntarse tan repentinamente con las Aes Sedai. En aquellos momentos no había tenido muchas ganas de mirar directamente a los que vestían las chaquetas negras y, a decir verdad, también había estado medio ciega con la delicada Ailil, pero sabía que no se equivocaba. Y, fuera cual fuese el caso de Eben, casi tenía la certeza de que los otros dos ahora eran Guardianes. Casi. Jahar reaccionaba tan rápidamente como Nethan o Bassane cuando Merise abría la boca, y, por el modo en que Corele sonreía a Damer, o el hombre era su Guardián o era el que le calentaba la cama, y Shalon no se imaginaba a una mujer como Corele llevando a su lecho a un hombre mayor, casi calvo y algo cojo. Puede que no supiese mucho sobre las Aes Sedai, pero estaba convencida de que vincular a hombres que encauzaban no era una práctica aceptada. Si pudiera demostrar que lo habían hecho, quizás eso fuera un cuchillo lo bastante afilado para cortar la cuerda y liberarse de Cadsuane.

—Los hombres ya no pueden encauzar —murmuró Sarene.

Shalon se giró tan deprisa en la silla que tuvo que agarrarse a la crin del caballo con las dos manos para evitar caerse. El viento le echó la capa sobre la cabeza, y se vio obligada a pelearse con la prenda para colocársela de nuevo. Salían de los árboles, por encima de una calzada que trazaba una curva hacia el sur, dejando atrás las colinas en dirección a un lago. Éste se hallaba a poco menos de dos kilómetros, en el borde de un terreno llano cubierto de hierba marchita, y semejaba un mar pardo que se extendía hasta el horizonte. El lago, bordeado en el oeste por una estrecha franja de carrizos, era una lamentable imitación de una extensión de agua, no superior a quince kilómetros de longitud y aún menos de anchura. Una isla de buen tamaño se alzaba en el centro, rodeada por una alta muralla jalonada de torres hasta donde alcanzaba la vista, y que protegía una ciudad. Shalon captó todo eso en una breve ojeada, y sus ojos se prendieron después en Sarene. Era casi como si la mujer le hubiese leído la mente.

—¿Los habéis… amansado? —Creía que ése era el término correcto, aunque, al parecer, hacer tal cosa mataba al hombre en cuestión. Siempre había imaginado que, por la razón que fuese, se trataba de un modo extraño de «suavizar» lo que en realidad era una ejecución.

Sarene parpadeó, y Shalon comprendió que la Aes Sedai había hablado para sí misma en voz alta. Durante un instante Sarene observó a Shalon mientras descendían la cuesta en pos de Cadsuane, y después volvió de nuevo la mirada hacia la isla.

—Te fijas en las cosas, Shalon. Sería mejor que guardases para ti lo que has notado sobre los hombres.

—¿Como por ejemplo que son Guardianes? —inquirió en tono bajo—. ¿Es ésa la razón de que hayáis podido vincularlos? ¿Porque los amansasteis? —Confiaba en sonsacar alguna admisión parcial de algo, pero la Aes Sedai se limitó a mirarla fijamente. No volvió a hablar hasta que llegaron al pie de la colina y giraron hacia la calzada, detrás de Cadsuane. La calzada era ancha, de tierra prensada y endurecida a costa de su incesante tráfico, pero sólo ellos la ocupaban.

—No es exactamente un secreto —dijo al cabo Sarene, y no de muy buena gana aunque, según ella misma, no era un secreto—, pero tampoco es algo que sepa mucha gente. No hablamos de Far Madding a menudo ni la visitamos, salvo las hermanas oriundas de aquí, e incluso ellas sólo vienen en contadas ocasiones. Aun así, deberías saberlo antes de entrar. La ciudad posee un ter’angreal. O quizá sean tres ter’angreal. Nadie lo sabe de cierto. Resulta tan imposible estudiarlo o estudiarlos como anularlos. Debieron de construirse durante el Desmembramiento, cuando el miedo a los varones dementes que encauzaban Poder era un tema de actualidad. Sin embargo, pagar semejante precio por la seguridad… —Las trenzas adornadas con cuentas repicaron sobre su pecho al sacudir la cabeza con incredulidad—. Esos ter’angreal reproducen un stedding. Al menos en las cosas importantes, me temo, aunque supongo que un Ogier no pensaría lo mismo. —Soltó un suspiro pesaroso.

Shalon la contempló boquiabierta, e intercambió una mirada desconcertada con Harine y con Moad. ¿Por qué las fábulas asustaban a una Aes Sedai? Harine abrió la boca, y después indicó con un gesto a Shalon que planteara la pregunta obvia. ¿Acaso esperaba que se hiciese asimismo amiga de Sarene para facilitarle a ella el camino? La cabeza le dolía terriblemente. Pero también sentía curiosidad.

—¿Y qué cosas son ésas? —preguntó con tiento. ¿De verdad la mujer creía en esos cuentos de que había gente de tres metros de altura que cantaba a los árboles? También se decía algo sobre hachas. ¡Que viene el alfinio para robarte el pan! ¡Que viene el Ogier a descabezarte de un hachazo! Luz, no había oído eso desde que Harine aún usaba los andadores. Con su madre ascendiendo de posición en los barcos, ella se había encargado de criar a Harine al tiempo que a su propio primogénito. Los ojos de Sarene se abrieron mucho por la sorpresa.

—¿De verdad no lo sabéis? —Su mirada volvió hacia la isla, y por su expresión cualquiera diría que estaba a punto de entrar en una sentina—. Dentro de los steddings no se puede encauzar. Ni siquiera se percibe la Fuente Verdadera. Ningún tejido creado en el exterior afecta a lo que está dentro, si bien eso no importa. En realidad, aquí existen dos steddings, uno dentro del otro. El mayor afecta a los varones, pero entraremos en el más pequeño antes de que lleguemos al puente.

—¿Así que no podréis encauzar allí dentro? —inquirió Harine. Cuando la Aes Sedai, ensimismada en la contemplación de la ciudad, respondió negando con la cabeza, una fina y gélida sonrisa asomó a los labios de la Señora de las Olas—. Quizá después de que encontremos alojamiento, tú y yo mantengamos una charla sobre «instrucciones y aprendizaje».

—¿Lees filosofía? —Sarene parecía impresionada—. Actualmente no se tiene muy buen concepto de la Teoría del Aprendizaje, pero siempre he creído que podrían adquirirse muchas enseñanzas de esa materia. Una charla para cambiar impresiones será agradable y así apartará de mi mente otros temas. Si Cadsuane lo permite.

La interpretación errónea de la Aes Sedai a su velada amenaza dejó tan atónita a Harine que incluso olvidó sujetarse a la silla; sólo gracias a que Moad la agarró del brazo no se fue al suelo.

Shalon nunca había oído hablar a su hermana de filosofía, y le traía sin cuidado lo que había querido decir. No podía apartar la vista de Far Madding y tragó saliva con esfuerzo. Había aprendido a aislar a otras del Poder, claro, y ella a su vez lo había experimentado como parte del entrenamiento; pero, aun así, cuando se estaba aislada todavía se percibía la Fuente. ¿Qué sería no percibirla, como el sol fuera del alcance visual, más allá del rabillo del ojo? ¿Qué se sentiría al perder el sol? A medida que se aproximaban al lago, percibía la Fuente más de lo que la había sentido la primera vez que experimentó el gozo de tocarla. Apenas pudo controlar el deseo de beber de ella, pero las Aes Sedai verían el brillo, sabrían que la había abrazado, y seguramente sabrían por qué. No podía avergonzarse a sí misma ni avergonzar a Harine de ese modo.

Pequeñas embarcaciones salpicaban la superficie del lago, ninguna de ellas de más de diez o doce metros de eslora; algunas faenaban con redes, otras se deslizaban al impulso de los remos. A juzgar por las olas que levantaba el viento en la superficie, las cuales chocaban a veces unas contra otras y levantaban surtidores de espuma, las velas habrían sido más un inconveniente que una ayuda. Aun así, las barcas casi resultaban una imagen familiar, aunque ni mucho menos como los cuatro, ocho o doce botes de líneas elegantes que solían transportar en los barcos. Un pequeño consuelo entre tantas cosas extrañas.

La calzada se convirtió en una lengua de tierra que penetraba casi un kilómetro en el lago, y de repente la Fuente desapareció. Sarene suspiró, pero fue la única señal de que había notado algo. Shalon se lamió los labios. No era tan malo como había temido. Se sentía… vacía, pero eso podía soportarlo. Siempre y cuando no tuviera que soportarlo mucho tiempo. El viento, racheado y en remolinos, trataba de quitarles las capas, y de pronto pareció mucho más frío.

Al final de la lengua de tierra, entre la calzada y el agua se alzaba un pueblo de casas de piedra gris con tejados de pizarra. Las mujeres del pueblo iban y venían presurosas, cargadas con cestos, pero se detuvieron al ver el grupo de jinetes. Más de una se tocó la nariz mientras observaba fijamente. Shalon se había acostumbrado en Cairhien a esas miradas fijas. En cualquier caso, la fortificación que se alzaba al otro lado del pueblo atrajo su atención, una mole de diez metros de altura, de bloques de piedra, con soldados vigilando a través de las viseras de barras de los yelmos, desde las torres situadas en las esquinas. Algunos sostenían ballestas en las manos. De una gran puerta forrada de hierro, en el extremo más próximo al puente, más soldados con cascos salieron a la calzada; llevaban armaduras de láminas cuadradas, con el emblema de una espada dorada en el hombro. Algunos portaban espadas a la cintura, y otros largas lanzas o ballestas. Shalon se preguntó si esperaban que las Aes Sedai intentarían pasar a la fuerza. Un oficial, con una pluma amarilla en el yelmo, le dio el alto a Cadsuane alzando la mano; después se acercó a ella y se quitó el yelmo, dejando a la vista su cabello surcado por hebras de plata, que le cayó hasta la cintura. Su gesto era duro, ceñudo.

Cadsuane se inclinó en la silla para intercambiar unas cuantas palabras con el hombre, en voz baja, y luego sacó una bolsa de dinero de la alforja. El hombre la cogió y se retiró, tras lo cual hizo un gesto llamando a uno de los soldados, un tipo alto y flaco que no llevaba yelmo. Sostenía un escritorio portátil, y su cabello, recogido en la nuca como el del oficial, también le llegaba hasta la cintura. Inclinó la cabeza con respeto antes de preguntar el nombre a Alanna, y lo escribió cuidadosamente, con la lengua pillada entre los dientes y mojando la pluma cada dos por tres. Sosteniendo el yelmo contra la cadera, el oficial de gesto hosco seguía estudiando con semblante inexpresivo a los demás que estaban detrás de Cadsuane. La bolsa de dinero colgaba de su mano como si se hubiese olvidado de ella. No parecía saber que había hablado con una Aes Sedai. O quizás es que no le importaba. Allí una Aes Sedai era como cualquier otra mujer. Shalon se estremeció. Allí, ella no era diferente de cualquier otra mujer, despojada de sus dotes durante su estancia. Despojada.

—Anotan los nombres de todos los forasteros —informó Sarene—.

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