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  2. El corazón del invierno
  3. Capítulo 94
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sacudía una de las chaquetas que allí no se había puesto. Rand le había dicho que le compraría otras nuevas, pero ella se negó a dejar las chaquetas y polainas bordadas—. Le contesté que lo tendría en cuenta. Lan le gusta mucho. —Inopinadamente dio un timbre agudo a su voz, imitando la de la posadera—. «Un hombre gentil con buenas modales es mucho mejor que una cara bonita, eso es lo que yo digo siempre.»

Nynaeve resopló.

—¿Quién quiere un hombre que salte por el aro cada vez que a una le apetece?

Rand la miró de hito en hito, y Min se quedó boquiabierta. Eso era exactamente lo que Nynaeve hacía con Lan, y Rand no entendía cómo ese hombre podía aguantarlo.

—Piensas demasiado en los hombres, Nynaeve —comentó Alivia. La antigua Zahorí frunció el ceño, pero en vez de replicar se quedó callada y tocando uno de los brazaletes, una pieza peculiar de oro con eslabones planos, que se extendía por el envés de su mano izquierda hasta los anillos que llevaba en los cuatro dedos. La mujer de más edad sacudió la cabeza como si la desilusionara que no hubiera réplica.

—Me he puesto a hacer el equipaje porque nos marchamos, y hemos de hacerlo deprisa —contestó con premura Rand. Puede que Nynaeve se quedase callada durante unos segundos, por extraño que fuera, pero si la expresión de su cara se tornaba más sombría empezaría a darse tirones de la trenza y se pondría a gritar hasta que nadie pudiese meter baza durante horas.

Antes de que hubiese acabado de relatar lo que le había anticipado a Lan, Min dejó de doblar prendas y empezó a meter sus libros en el segundo cesto con tal premura que ni siquiera los envolvió en las ropas como solía hacer siempre. Las otras dos mujeres se quedaron mirándolo fijamente como si nunca lo hubiesen visto. Por si acaso no habían sido tan rápidas como Min en captar el mensaje, añadió:

—Rochaid y Kisman me tendieron una emboscada. Sabían que seguía a uno de ellos. Kisman consiguió escapar, de modo que, si conoce esta posada, Dashiva, Gedwyn, Torvil y él podrían aparecer por aquí, puede que dentro de dos o tres días, o puede que dentro de una hora.

—No estoy ciega —repuso Nynaeve, todavía sin quitarle los ojos de encima. En su voz no se advertía acaloramiento; ¿protestaría por simple costumbre?—. Si quieres que nos movamos rápido, ayuda a Min en lugar de quedarte ahí plantado como un pasmarote. —Lo miró unos segundos más y luego sacudió la cabeza antes de salir del cuarto.

Alivia se frenó cuando iba a seguirla y le lanzó una mirada iracunda a Rand. No, ya no quedaba nada de sumiso en ella.

—Actuando así acabarás consiguiendo que te maten —dijo con tono desaprobador—. Aún te queda mucho por hacer para buscar la muerte antes de tiempo. Debes permitirnos que te ayudemos.

Rand frunció el ceño cuando la puerta se cerró tras la seanchan.

—¿Has tenido algunas visiones de ella, Min?

—Todo el tiempo, pero no de la clase a la que te refieres, nada que entienda. —Arrugó la nariz al ver un libro y luego lo apartó a un lado. No había muchas probabilidades de que abandonase un solo volumen de su biblioteca, nada reducida por cierto. Sin duda se proponía llevárselo y leerlo a la primera oportunidad que tuviese. Se pasaba horas con la nariz metida en aquellos libros—. Rand —empezó lentamente—, hiciste todo eso, matar a un hombre y enfrentarte a otro, y… Rand, no sentí nada. En el vínculo, me refiero. Ni miedo, ni cólera. ¡Ni siquiera preocupación! Nada.

—No estaba furioso con él. —Rand sacudió la cabeza y se puso de nuevo a guardar ropas en el cesto—. Era preciso matarlo, nada más. ¿Y por qué iba a sentir miedo?

—Oh —dijo la joven con un hilo de voz—. Entiendo. —Luego volvió a examinar los libros. El vínculo se había quedado silencioso, como si estuviese absorta en sus pensamientos, pero a través de esa quietud se deslizaba un hilo de preocupación.

—Min, prometo que no permitiré que te ocurra nada. —Ignoraba si podría cumplir tal promesa, pero su intención era hacerlo.

Ella le sonrió, casi riendo. Luz, qué hermosa era.

—Lo sé, Rand. Y yo no permitiré que te ocurra nada a ti. —El amor fluyó a través del vínculo como la calidez de un sol de mediodía—. Sin embargo, Alivia tiene razón. Tienes que dejar que te ayudemos de algún modo. Si describes bien a esos tipos quizá podríamos hacer indagaciones. Es obvio que tú solo no puedes registrar toda la ciudad.

«Estamos muertos —murmuró Lews Therin—. Los muertos deberían guardar silencio en sus tumbas, pero jamás lo hacen.»

Rand apenas escuchó la voz dentro de su cabeza. De repente había comprendido que no era preciso que describiese a Kisman y a los otros. Podía dibujarlos con tanta precisión que cualquiera reconocería sus caras. Sólo que él nunca había sido capaz de trazar una línea. Pero Lews Therin sí sabía cómo hacerlo. Aquello debería haberlo asustado; debería, pero no lo hizo.

Isam caminaba de un lado a otro de la habitación observando las cosas a la luz siempre presente del Tel’aran’rhiod. Las ropas de la cama pasaban de estar arrugadas a encontrarse completamente estiradas y pulcramente colocadas de una ojeada a la siguiente. El cobertor cambiaba de un dibujo de flores a otro de color rojo oscuro y más acolchado. Lo efímero siempre cambiaba allí, y él ya apenas se fijaba. No podía utilizar el Tel’aran’rhiod del modo que lo hacían los Elegidos, pero allí era donde se sentía más libre. Allí podía ser quien quería. La idea lo hizo reírse.

Se detuvo junto a la cama y con cuidado desenfundó las dos dagas envenenadas, tras lo cual pasó del Mundo Invisible al de vigilia, y al hacerlo se convirtió en Luc. Parecía lo apropiado.

La habitación estaba a oscuras en el mundo de vigilia, pero la luz de la luna que se colaba por la única ventana bastaba para que Luc distinguiese las formas de dos personas durmiendo bajo las mantas. Sin la menor vacilación, hundió una daga en cada una de ellas. Despertaron con unos gritos ahogados, pero Luc sacó las armas y arremetió una y otra vez. Con el veneno no era probable que ninguna de las dos personas tuviese fuerza para gritar lo bastante alto para que la oyesen fuera del cuarto, pero quería ser el autor material de esas muertes, darles su toque personal, cosa que no garantizaba la sustancia ponzoñosa. A no tardar las figuras dejaron de sacudirse cuando hundió las hojas entre las costillas.

Limpió las dagas con la colcha y volvió a enfundarlas con tanto cuidado como había tenido al desenvainarlas. Se le habían concedido muchos dones, pero la inmunidad al veneno o a cualquier otra arma no era uno de ellos. A continuación sacó una vela pequeña de su bolsillo y sopló para retirar parte de la ceniza que cubría las brasas amontonadas en la chimenea, lo suficiente para encender el pabilo. Siempre le gustaba ver a las personas que mataba, aunque fuese después, si no podía hacerlo mientras llevaba a cabo el asesinato. Había disfrutado especialmente con aquellas dos Aes Sedai en la Ciudadela de Tear. La incredulidad plasmada en sus caras cuando él pareció surgir de la nada, el terror cuando comprendieron que no había ido a salvarlas, eran recuerdos muy preciados. Ése había sido Isam, no él, pero no por ello los recuerdos perdían valor. Ninguno de los dos conseguía matar Aes Sedai muy a menudo.

Durante un momento estudió los rostros de la pareja tendida en la cama, después apagó la llama de la vela con los dedos y guardó ésta en el bolsillo antes de regresar al Tel’aran’rhiod.

Su patrocinador actual lo esperaba. Era un hombre, de eso estaba seguro, pero Luc no conseguía verlo claramente. No ocurría como con esos escurridizos Hombres Grises, en los que uno no reparaba, simplemente. Una vez había matado a uno de ellos, en la propia Torre Blanca. Al tacto eran fríos, vacíos como una cáscara hueca. Fue como matar a un cadáver. No, con ese hombre era distinto, como si hiciese algo para que sus ojos se deslizaran sobre él del mismo modo que el agua resbalaba sobre el cristal. Incluso visto por el rabillo del ojo no pasaba de ser una mancha borrosa.

—La pareja que dormía en esta habitación dormirá para siempre —informó Luc—, pero el hombre era calvo, y la mujer tenía el pelo cano.

—Lástima —dijo el hombre, y su voz pareció diluirse en los oídos de Luc, de manera que no podría reconocerla si la escuchaba sin el disfraz. Tenía que tratarse de uno de los Elegidos. Muy pocos salvo los Elegidos sabían cómo llegar hasta él, y ninguno de esos pocos hombres podía encauzar, o de lo contrario habrían osado intentar darle órdenes. A excepción del propio Gran Señor, y más recientemente los Elegidos, sus servicios se solicitaban con respeto, si bien ninguno de los Elegidos que Luc conocía había tomado tantas precauciones como éste.

—¿Quieres que lo intente otra vez? —preguntó Luc.

—Quizá. Cuando te lo diga, pero no antes. Recuerda, ni una palabra de esto a nadie.

—Como ordenes —contestó Luc al tiempo que hacía una reverencia, pero el hombre creó un acceso, un agujero que se abría a un claro nevado de un bosque, y se marchó antes de que Luc se irguiera.

Era una verdadera lástima. Estaba deseando matar a su sobrino y a la zorra; pero, si había que dejar pasar un tiempo, cazar siempre resultaba muy placentero. Se convirtió en Isam. A Isam le gustaba matar lobos más incluso de lo que le gustaba a Luc.

23. Perder el sol

Procurando mantener bien ceñida al cuerpo la extraña capa de paño con una mano e intentando no caerse de la silla de montar, aún menos familiar, Shalon taconeó torpemente su caballo y siguió a Harine y a Moad, su Maestro de Espadas, por el agujero en el aire que conducía desde un establo del Palacio del Sol a… No sabía bien adónde, excepto que era una amplia y alargada área —¿un claro, lo llamaban? Le parecía que sí—, un claro más grande que la cubierta de un surcador, entre árboles raquíticos desperdigados por las colinas. Los pinos, la única especie que conocía, eran demasiado pequeños y retorcidos para que tuviesen utilidad, salvo extraer trementina y brea. La mayoría de los demás tenían las grises ramas desnudas y le recordaban huesos. El sol matinal asomaba por encima de las copas y, si acaso, el frío parecía aún más penetrante allí que en la ciudad que habían dejado atrás. Esperaba que el caballo no resbalara y la tirara sobre las rocas que asomaban allí donde la nieve no cubría las hojas medio podridas del suelo. Desconfiaba de los caballos. A diferencia de los barcos, los animales tenían sus propias ideas. Eran criaturas demasiado traicioneras para subirse encima de ellas. Y además tenían dientes. Cada vez que su montura enseñaba los suyos, tan cerca de sus piernas, Shalon se encogía y le palmeaba el cuello al tiempo que emitía sonidos tranquilizadores. Al menos, esperaba que esa bestia los considerara así.

La propia Cadsuane, de verde oscuro, montaba con aire seguro en el alto caballo de crin y cola negras, manteniendo el tejido que creaba el acceso. Los caballos no la preocupaban. Nada la preocupaba.

Un repentino soplo de aire agitó la capa gris oscuro, extendida sobre la grupa de su montura, pero ella no dio

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