lo tuvieran en una celda, lo dejarían allí hasta que la Torre Blanca mandara a alguien a buscarlo. De modo que corrió tan deprisa como pudo.
Mezclándose en la muchedumbre de la calle, Kisman soltó un suspiro de alivio cuando tres vigilantes entraron a la carrera en el callejón del que él acababa de salir. Cerrando la capa para ocultar la espada enfundada, caminó con el flujo de la muchedumbre, al mismo paso que la mayoría e incluso más lento que algunos; ningún movimiento que llamase la atención de los vigilantes. Un par de ellos pasaron con un prisionero metido en un gran saco que colgaba de una pértiga, cargada a hombros de los vigilantes. Sólo se veía la cabeza del hombre, cuyos ojos iban enloquecidos de un lado a otro. Kisman se estremeció. ¡Así la Luz lo cegara, podría haberle ocurrido a él! ¡A él!
Había sido un necio por dejar que Rochaid lo convenciera. Se suponía que debían esperar a que hubiesen llegado todos, tras entrar en la ciudad de uno en uno para evitar llamar la atención. Rochaid quería para sí la gloria de ser el que matara a al’Thor; el murandiano ardía en deseos de demostrar que valía más que al’Thor. Ahora estaba muerto por eso, y casi había conseguido arrastrarlo a la muerte con él, y eso lo ponía furioso. Deseaba el poder más que la gloria, quizá dirigir Tear desde la Ciudadela. O tal vez más. Quería vivir para siempre. Ésas eran las cosas que se le habían prometido; el pago que merecía. Parte de su ira se debía a no estar seguro de que en realidad tenían que acabar con al’Thor. El Gran Señor sabía cómo ansiaba matarlo —¡no dormiría a gusto hasta que ese hombre estuviese muerto y enterrado!— y, sin embargo…
«Matadlo», había ordenado el M’Hael antes de enviarlos a Cairhien, y el hecho de que los descubrieran le había desagradado tanto como que hubiesen fracasado en su empeño. Far Madding sería su última oportunidad; había dejado eso tan claro como el agua. Dashiva había desaparecido, simplemente. Kisman ignoraba si había huido o si el M’Hael lo había matado, y tampoco le importaba.
«Matadlo», había ordenado Demandred después, y les había advertido que más les valía morir que permitir que los descubriese otra vez cualquiera, incluso el M’Hael, como si ignorase la orden dada por Taim.
«Matadlo si no hay más remedio, pero, por encima de todo, traedme todo lo que tenga en su poder. Eso compensará vuestros fallos previos», había dicho más tarde aún Moridin. Afirmaba ser uno de los Elegidos, y nadie estaba tan loco como para decir tal cosa sin ser verdad, pero aun así parecía pensar que las posesiones de al’Thor eran más importantes que su muerte, como si acabar con él fuera algo accidental y no realmente necesario.
Esos dos eran los únicos Elegidos que Kisman conocía, pero le daban dolores de cabeza. Eran peores que cairhieninos. Sospechaba que lo que no habían manifestado podía matar a un hombre más deprisa que una orden firmada del Gran Señor. En fin, una vez que Torvil y Gedwyn llegaran, podrían planear…
De pronto sintió como una punzada en el brazo derecho, y miró consternado la mancha de sangre que se extendía en su capa. No notaba el dolor de un corte profundo, y ningún cortabolsas habría errado hasta el punto de herirlo en el antebrazo.
—Él me pertenece —le susurró un hombre, pero cuando se volvió sólo encontró la muchedumbre que abarrotaba la calle, cada cual ocupándose de sus asuntos. Los pocos que advirtieron la mancha oscura en la capa apartaron la vista rápidamente. En Far Madding nadie quería verse involucrado en ningún acto violento, por mínimo que fuese. Eran expertos en pasar por alto lo que no querían ver.
La herida le palpitaba y ardía más que al principio. Se soltó la capa y con la mano izquierda hizo presión sobre el ensangrentado corte de la manga. Tenía el brazo inflamado y caliente. De pronto contempló con horror su mano derecha, que empezaba a ponerse negra e hinchada como un cadáver de una semana.
Echó a correr, enloquecido, empujando a la gente para apartarla, tirándola. No sabía lo que le estaba ocurriendo ni cómo se lo habían hecho, pero no tenía duda alguna sobre el resultado. A menos que pudiese salir de la ciudad, llegar más allá del lago, a las colinas. Entonces tendría una oportunidad. Un caballo. ¡Necesitaba un caballo! Debía tener una oportunidad. ¡Se le había prometido que viviría para siempre! Sólo había gente a pie, y se apartaba al verlo correr. Le pareció escuchar las carracas de los vigilantes, pero también podría ser la sangre palpitando en sus oídos. Todo se estaba volviendo oscuro. Su rostro chocó contra algo duro, y comprendió que se había desplomado. Su último pensamiento fue que uno de los Elegidos había decidido castigarlo, pero no sabía el porqué.
Cuando Rand entró en La Corona de Maredo sólo había unos cuantos hombres sentados en las mesas redondas de la sala común. A despecho de su ostentoso nombre, era una posada modesta, con dos docenas de habitaciones en los dos pisos altos. Las enlucidas paredes de la sala común estaban pintadas en amarillo, y los hombres que servían las mesas llevaban largos delantales del mismo color. Sendas chimeneas de piedra a cada extremo de la estancia proporcionaban un notable calor en comparación con la temperatura exterior. Los postigos se habían echado, pero las lámparas que colgaban de las paredes aliviaban la penumbra. Los olores que salían de la cocina prometían un sabroso almuerzo de pescado del lago. Rand sentiría perdérselo. Los cocineros de La Corona de Maredo eran buenos.
Vio a Lan sentado solo a una mesa que estaba junto a la pared. El cordón trenzado que sujetaba el cabello de Lan atraía miradas de soslayo de algunos de los otros hombres, pero él se negaba a quitarse el hadori ni siquiera durante un corto tiempo. Sus ojos se encontraron con los de Rand, y cuando éste señaló con un gesto la escalera, ubicada al fondo de la sala, no perdió tiempo con miradas interrogantes, sino que dejó la copa de vino, se levantó, y se dirigió hacia allí. Aun llevando sólo un cuchillo pequeño en el cinturón, irradiaba un aire peligroso, pero tampoco podía remediarse eso. Varios hombres sentados en las mesas miraron hacia Rand, pero, por alguna razón, se apresuraron a apartar la vista rápidamente cuando se encontraron con sus ojos.
Cerca de la cocina, en la puerta que conducía a la Sala de Mujeres, Rand se detuvo. No se permitía el paso de hombres allí. Aparte de unas cuantas flores pintadas en las paredes amarillas, la Sala de Mujeres no era mucho más elegante que la sala común, aunque las lámparas de pie también estaban pintadas en amarillo, así como el revestimiento de la chimenea. Los delantales amarillos que llevaban las mujeres que servían las mesas allí eran iguales a los que llevaban los hombres de la sala común. La señora Nalhera, la posadera, delgada y de cabellos grises, se encontraba sentada en la misma mesa que Min, Nynaeve y Alivia, y todas charlaban y reían mientras tomaban té.
Rand apretó las mandíbulas al ver a la antigua damane. Nynaeve afirmaba que la mujer había insistido en acompañarlos, pero él no creía que nadie «insistiese» en nada con Nynaeve. Era ella la que quería a Alivia a su lado por alguna razón. Se había estado comportando de un modo extraño, como si se esforzara al límite para ser una Aes Sedai desde el momento en que fue a buscarla después de dejar a Elayne. Las tres mujeres se habían puesto vestidos de cuello alto, al estilo de Far Madding, con muchos bordados de flores y pájaros en el corpiño, los hombros y hasta el alto cuello, aunque a veces Nynaeve rezongaba por eso. Sin duda habría preferido el buen paño de Dos Ríos en lugar de las finas telas de allí. Por otro lado, como si el punto rojo ki’sain que llevaba en la frente no bastara para llamar la atención, se había adornado con tantas joyas como si fuera a asistir a una audiencia real, con un fino cinturón de oro, un largo collar y varios brazaletes, todos salvo uno con incrustaciones de zafiros y pulidas gemas verdes que Rand desconocía, y en todos los dedos de la mano derecha lucía un anillo a juego. Su anillo de la Gran Serpiente estaría guardado en alguna parte para que no llamase la atención, pero el resto atraería diez veces más miradas. Mucha gente no reconocería el anillo de una Aes Sedai al verlo, pero cualquiera podía calcular el valor de esas joyas. Rand se aclaró la garganta e inclinó la cabeza.
—Esposa, necesito hablar contigo arriba —dijo, recordando añadir en el último momento—, si haces el favor. —No podía expresarse con más urgencia si no quería perder las formas, pero esperaba que no se demorasen. Podrían hacerlo, aunque sólo fuera por demostrar a la posadera que no estaban a su disposición. ¡Por alguna razón, la gente de Far Madding parecía creer que las mujeres de fuera saltaban cuando los hombres les decían que lo hicieran!
Min se giró en la silla y le sonrió como hacía cada vez que la llamaba «esposa». La percepción de ella dentro de su cabeza era cálida y de deleite, repentinamente chispeante de regocijo. Su situación en Far Madding le resultaba muy divertida. Se inclinó hacia la señora Nalhera, sin apartar los ojos de él, y le dijo algo en voz baja que hizo que la mujer de más edad soltase una risita y que puso en Nynaeve una expresión dolida.
Alivia se puso de pie, su actitud en nada parecida a la de la mujer sumisa que Rand recordaba haber entregado a Taim. Todas las sul’dam y damane capturadas habían resultado una carga de la que se alegró de librarse, nada más. Había hebras blancas en su cabello dorado y unas finas arrugas en el rabillo de los ojos, pero su mirada era fiera ahora.
—¿Y bien? —inquirió arrastrando las vocales como de costumbre, con la vista fija en Nynaeve, pero de algún modo hizo que las dos palabras sonasen a orden y a censura.
Nynaeve alzó los ojos hacia ella y no se apresuró a levantarse; empleó unos segundos en alisarse la falda, pero al fin se puso de pie.
Rand no esperó nada más para dirigirse rápidamente hacia la escalera. Lan esperaba al final del tramo de escalones, fuera de la vista de la sala común. En tono bajo, Rand hizo un breve resumen de lo ocurrido. El pétreo rostro de Lan no cambió de expresión en ningún momento.
—Al menos hay uno muerto —comentó mientras se volvía hacia el cuarto que compartía con Nynaeve.
Rand ya se encontraba en la habitación que Min y él compartían, recogiendo apresuradamente las ropas colgadas en el alto armario y metiéndolas de cualquier manera en uno de los cestos de mimbre, cuando la joven entró finalmente en el cuarto, seguida de Nynaeve y de Alivia.
—Luz, vas a estropearlo todo haciendo eso —exclamó Min, que lo apartó del cesto con el hombro. Empezó a sacar prendas y a doblarlas ordenadamente sobre la cama, junto a su espada sellada con el nudo de paz—. ¿Por qué hacemos el equipaje? —preguntó, aunque no le dio ocasión de responder—. La señora Nalhera dice que no estarías tan hosco si te azotase todas las mañanas. —Se echó a reír mientras