al tiempo que musitaba una disculpa y prosiguió presuroso su camino.
Rand se irguió, recuperado el equilibrio, y masculló un juramento entre dientes.
«Ya los destruiste —susurró Lews Therin dentro de su cabeza—. Ahora hay alguien más a quien debes destruir, y no en tiempos pasados. Me pregunto a cuántos mataremos nosotros tres antes de que llegue el final.»
«¡Cállate!» Pensó ferozmente Rand, pero una risa cascada, burlona, le respondió. No era el encuentro con el Aiel lo que lo incomodaba; había visto muchos desde su llegada a Far Madding. Por alguna razón, cientos de Aiel que habían huido tras enterarse de la verdad de su historia habían acabado allí, y trataban de seguir la Filosofía de la Hoja cuando su única idea sobre lo que eso significaba era que se suponía que debían ser gai’shain de por vida. Ni siquiera le preocupaba el mareo, o a quién pertenecía aquel rostro que vislumbraba cuando lo sufría. Un poco más adelante, un carruaje tirado por seis caballos pardos pasó entre el río de sillas de mano, presurosos servidores de uniforme, hombres y mujeres que entraban y salían de las tiendas casi corriendo, pero ni señal de la chaqueta roja. Golpeó con el puño en la palma de la otra mano, irritado.
Seguir adelante al tuntún era una estupidez. Podía topar con el hombre, o como mínimo que éste lo descubriera. Hasta el momento, Rochaid creía que él ignoraba que se encontraba en la ciudad, una ventaja demasiado importante para desperdiciarla. Sabía dónde se alojaba Rochaid, en una de las posadas que albergaban forasteros. Podía merodear por las cercanías del establecimiento la mañana siguiente y esperar a que se le presentase otra oportunidad. También era posible que los demás llegaran durante la noche. Rand creía que podía matar a dos de ellos al tiempo, o incluso a los cinco, pero en ese caso no ocurriría sin que hubiese jaleo. Sufriría heridas al enfrentarse a los cinco, y, en el mejor de los casos, tendría que abandonar su espada, cosa que era reacio a hacer. Era un regalo de Aviendha. Y en el peor…
Un atisbo de una capa orlada con piel atrajo su atención, ondeando al viento al tiempo que desaparecía por una esquina un poco más adelante, y Rand corrió hacia allí. Los vigilantes en el puesto de guardia se pusieron alertas, y el que estaba arriba sacó la carraca que llevaba en el cinturón. Uno de los que se encontraban al pie del puesto asió el largo garrote, en tanto que el otro cogió una larga traba que tenía apoyada en los escalones. El extremo ahorquillado estaba pensado para atrapar y sujetar un brazo, una pierna o el cuello, y el palo en sí iba forrado de hierro, como protección para los golpes de un hacha o una espada. Lo observaron atentamente, con una dura mirada.
Rand los saludó inclinando la cabeza y sonriendo, y después se asomó de manera ostentosa a la calle lateral, escudriñando entre la multitud que la llenaba; era un hombre que buscaba a alguien, no un ladrón en plena huida. El garrote volvió al enganche del cinturón, y la traba quedó apoyada de nuevo en los escalones. Rand se desentendió de los vigilantes. Captó más adelante un atisbo de la capa y quizá de una chaqueta roja cuando el que vestía esas prendas giró en otra esquina.
Alzando la mano como si llamara a alguien, Rand caminó a buen paso en pos del hombre, zigzagueando entre la gente y los carretones de buhoneros. Los vendedores ambulantes que exhibían alfileres, agujas o peines en las bandejas intentaban llamar su atención —o la de cualquiera— voceando sus mercancías. Muy pocas personas en esa zona vestían telas bordadas, y un simple cordón sujetando el cabello de un hombre abundaba más que hasta el más sencillo prendedor. Estas calles se encontraban abarrotadas y formaban un irregular laberinto donde las posadas baratas y los edificios de piedra de tres o cuatro pisos, divididos en viviendas, se alzaban por encima de carnicerías, barberías y velerías, tiendas de hojalateros, alfareros y caldereros. Los carruajes no cabían por estos callejones; tampoco había sillas de mano ni jinetes, y sólo un puñado de sirvientes uniformados que cargaban cestos o hacían recados, pero que paseaban y miraban a todo el mundo por encima del hombro, excepto a los vigilantes urbanos, de los que había patrullas y puestos de guardia incluso allí.
Por fin consiguió acercarse lo suficiente para ver bien al hombre que seguía. Rochaid había tenido por fin el sentido común de sujetarse la capa, ocultando la chaqueta roja y la inútil espada, pero no cabía duda de que era él. A decir verdad, ahora parecía tratar de llamar la atención lo menos posible, pues se deslizaba por el lateral de la calle, casi rozando las fachadas de las tiendas con el hombro. Inesperadamente miró hacia atrás de forma furtiva, y luego se internó veloz en un callejón que se abría entre una cestería pequeña y una posada con el letrero tan sucio que no se distinguía el nombre. Rand casi sonrió, y no perdió tiempo en ir rápidamente tras él. En los callejones de Far Madding no había vigilantes urbanos ni puestos de guardia.
El trazado de esos callejones era aún más sinuoso que el de las calles que acababa de dejar atrás, creando un dédalo propio dentro de cada manzana, y Rochaid ya se había perdido de vista, pero Rand podía oír sus pisadas resonando en el húmedo pavimento. Los pasos resonaron y se multiplicaron entre las lisas paredes de piedra hasta que casi fue incapaz de distinguir de qué dirección llegaban, pero siguió adelante, corriendo a lo largo de pasajes apenas lo bastante anchos para que dos hombres caminaran hombro con hombro. Si eran muy amigos. ¿Por qué había ido Rochaid a este laberinto? Se dirigiera a donde se dirigiera, se veía que quería llegar cuanto antes, pero era imposible que conociera los callejones para ir de un sitio a otro.
De pronto Rand cayó en la cuenta de que sus pisadas eran las únicas que se oían y se paró en seco. Silencio. Desde donde se encontraba, alcanzaba a ver otros tres pasajes estrechos que salían del callejón en que se hallaba él. Conteniendo la respiración aguzó el oído. Silencio. Casi tomó la decisión de volverse; y entonces escuchó un ruido distante, procedente del callejón más cercano, como si alguien hubiese dado una patada a una piedra de manera accidental al pasar. Lo mejor sería matarlo y acabar de una vez.
Rand giró en la esquina del callejón y se encontró a Rochaid que lo estaba esperando.
El murandiano volvía a llevar la capa retirada y tenía las dos manos sobre la empuñadura de la espada. El «nudo de paz» de Far Madding unía empuñadura y vaina dentro de una fina red de alambre. El hombre esbozaba una sonrisa avisada.
—Ha sido tan fácil hacerte caer en la trampa como a una paloma —dijo mientras empezaba a desenfundar la espada. Los alambres habían sido cortados y después colocados para que parecieran intactos a cualquier mirada de pasada—. Huye, si quieres.
Rand no lo hizo. Por el contrario, se adelantó y, dejando caer con fuerza la mano izquierda sobre el extremo de la empuñadura de la espada de Rochaid, mantuvo el arma a medio desenvainar. La sorpresa desorbitó los ojos del otro hombre, aunque aún no se había dado cuenta de que su anterior pausa para regodearse ya lo había matado. Retrocedió en un intento de poner espacio entre ambos para acabar de sacar la espada, pero Rand lo siguió sin hacer movimientos bruscos y sin soltar la empuñadura, tras lo cual realizó un giro de caderas, y asestó un duro golpe en la garganta de Rochaid con los nudillos de la otra mano. Sonó el seco chasquido de cartílago al romperse, y el Asha’man renegado olvidó toda idea de matar a nadie. Reculó a trompicones, con los ojos saliéndosele de las órbitas, y se llevó las manos a la garganta en un inútil y desesperado intento de inhalar aire a través de la tráquea destrozada.
Rand iniciaba ya el golpe de gracia, debajo del esternón, cuando un sonido apagado llegó desde atrás, y de repente la burlona provocación de Rochaid cobró un nuevo sentido. Empujó a Rochaid y se zambulló en el suelo, encima de él. Sonó un estruendo de metal chocando contra una pared de piedra, seguido de la maldición de un hombre. Asiendo la espada del murandiano, Rand rodó sobre sí mismo y acabó de sacar el arma en el momento de apoyar el hombro en el suelo. Rochaid emitió un grito agudo, gorgoteante, mientras Rand se incorporaba de cara a la dirección de la que había llegado.
Raefar Kisman estaba parado, mirando boquiabierto a Rochaid, a la cuchilla que iba dirigida a atravesar a Rand y que en cambio se había hundido en el tórax del murandiano. La sangre salió a borbotones por la boca de Rochaid, que clavó los talones en el pavimento y se ensangrentó las manos al asir la afilada hoja como si pudiera extraerla de su cuerpo. De estatura mediana y de tez pálida para un teariano, Kisman llevaba ropas tan sencillas como las de Rand a excepción del cinturón de la espada. Ocultándola bajo la capa, podría haber ido a cualquier lugar de Far Madding sin que reparasen en él.
Su consternación sólo duró un instante. En el momento en que Rand se incorporaba, asida la espada con ambas manos, Kisman sacó la suya de un tirón y no volvió a mirar a su cómplice, que se sacudía en el suelo. No apartó la vista de Rand, y sus manos se movieron en la larga empuñadura con nerviosismo. Sin duda era uno de los que se sentían tan orgullosos de utilizar el Poder como un arma que había desdeñado realmente aprender a manejar la espada. Cosa que Rand no había hecho. Rochaid sufrió una última sacudida y se quedó inmóvil, mirando fijamente el cielo.
—Hora de morir —dijo quedamente Rand; pero, cuando empezaba a lanzar el ataque, sonó una carraca en algún lugar detrás del teariano, un incesante tableteo. Los vigilantes urbanos.
—Nos prenderán a los dos —manifestó Kisman, en un tono frenético—. ¡Si nos sorprenden junto a un cadáver nos colgarán a ambos! ¡Sabes que lo harán!
Tenía razón, al menos en parte. Si los vigilantes los hallaban allí los conducirían a los dos a las celdas situadas en los sótanos de la Cámara de las Consiliarias. Sonaron más carracas, cada vez más próximas. Los vigilantes debían de haberse fijado en tres hombres que entraban en el mismo callejón uno tras otro; quizás incluso habían visto la espada de Kisman. De mala gana, Rand asintió.
El teariano retrocedió cautelosamente y, cuando vio que Rand no hacía ningún movimiento para ir en pos de él, envainó el acero y echó a correr tan deprisa que la capa ondeó a su espalda.
Rand tiró sobre el cadáver de Rochaid la espada que había tomado prestada y salió corriendo hacia el lado opuesto. Aún no se oían carracas en esa dirección. Con suerte saldría a las calles principales y se mezclaría con la multitud antes de que lo localizaran. No era a la horca a lo que tenía miedo; si se quitaba los guantes y mostraba los dragones marcados en los brazos bastaría para que no lo colgasen, estaba seguro. Pero las Consiliarias habían proclamado su aceptación a aquel absurdo decreto que Elaida había dictado. Cuando