al igual que en los otros dos mercados de forasteros de la ciudad, las altas casas de piedra pertenecientes a banqueros se alzaban pegadas a posadas con tejados de pizarra, donde se albergaban los mercaderes extranjeros, y junto a almacenes de piedra sin ventanas en los que se guardaban las mercancías, y entre medias establos y patios de carretas, también de piedra. Far Madding era una ciudad de paredes de piedra y tejados de pizarra. En esta época del año, las posadas estaban ocupadas sólo una cuarta parte de su capacidad, en el mejor de los casos, y los almacenes y los patios de carretas se hallaban aún más vacíos. Sin embargo, con la llegada de la primavera revivía el comercio, y los mercaderes pagarían el triple por cualquier hueco que pudiesen encontrar.
Un pedestal redondo de mármol, en el centro de la plaza, sostenía una estatua de Savion Amhara de tres metros y medio de altura, toda orgullo en sus marmóreos ropajes e intrincadas cadenas del cargo alrededor del cuello. Su rostro de mármol se mostraba severo bajo la diadema enjoyada de Primera Consiliaria; la mano derecha asía firmemente la empuñadura de una espada, con la punta apoyada entre los pies, en tanto que la izquierda, alzada, señalaba con el índice en un gesto de advertencia hacia la puerta de Tear, situada a poco más de un kilómetro. Far Madding dependía de los mercaderes de Tear, Illian y Caemlyn, pero el Consejo Supremo siempre desconfiaba de los extranjeros y de sus corruptas costumbres foráneas. Uno de los vigilantes urbanos, equipado con casco de acero y brigantina de cuero forrada con láminas cuadradas y luciendo en el hombro izquierdo la Mano Dorada, se encontraba debajo de la estatua y se valía de una vara larga y flexible para espantar a las palomas grises de alas negras. Savion Amhara era una de las tres mujeres más reverenciadas en la historia de Far Madding, aunque ninguna de ellas era conocida mucho más allá de las orillas del lago. Dos hombres de la ciudad se mencionaban en todas las historias del mundo, aunque cuando nacieron a uno se lo llamó Aren Mador y al otro Fel Moreina, pero Far Madding procuraba fervientemente olvidar a Raolin Perdición del Oscuro y a Yurian Arco Pétreo. En realidad, aquellos dos hombres eran el motivo de que Rand se encontrara en Far Madding.
Unas cuantas personas en la plaza Amhara le echaron ojeadas mientras pasaba, pero nadie le prestó mayor atención. Que era de fuera resultaba evidente, por sus ojos azules y su cabello cortado a la altura del hombro. Allí los hombres lo llevaban largo, a veces hasta la cintura, ya fuera atado en la nuca o sujeto con prendedor. Sin embargo, sus ropas de sencillo paño marrón eran corrientes, más o menos como las que llevaría un mercader moderadamente próspero, y no era el único que no se cubría con capa a pesar de las ráfagas que soplaban del lago. La mayoría de los otros eran kandoreses de barbas partidas o arafelinos de trenzas adornadas con campanillas, o saldaeninos de nariz aguileña, hombres y mujeres para los que ese tiempo era suave comparado con el invierno de las Tierras Fronterizas, pero en el aspecto de Rand nada indicaba que no fuera también de esas tierras. En lo que a él respectaba, rehusaba simplemente permitir que el frío lo afectara, haciendo caso omiso de él como si fuese una mosca zumbadora. Una capa podría estorbarlo si surgía la ocasión de actuar.
Por una vez ni siquiera su estatura llamaba la atención. Había muchos hombres muy altos en Far Madding, unos cuantos de ellos nativos. El propio Manel Rochaid era sólo unos dedos más bajo que él. Rand mantenía bastante distancia con el hombre al que seguía, dejando que la gente y las sillas de mano se interpusieran entre ambos y en ocasiones ocultaran a su presa. Con el cabello teñido de negro con las hierbas de Nynaeve, dudaba que el Asha’man renegado reparara en él aun en el caso de que el otro se diese la vuelta. Por su parte, no temía perder a Rochaid. La mayoría de los hombres oriundos de la ciudad vestían con ropas de colores apagados, con bordados algo más vivos en las pecheras y los hombros, y quizás un prendedor de pelo, enjoyado en los más prósperos, en tanto que los mercaderes forasteros preferían vestimentas sobrias y sencillas, como para no aparentar demasiada opulencia, y sus guardias y cocheros se cubrían con prendas de tosco paño. La chaqueta de seda de Rochaid, de un intenso tono rojo, destacaba. Cruzaba la plaza como un rey, con una mano posada ligeramente en la empuñadura de la espada, y la capa orlada en piel ondeando tras él. Era un necio. Aquella capa y aquella espada atraían las miradas. Su bigote untado con fijador y con las puntas retorcidas lo señalaba como murandiano, que debería tiritar como cualquier ser humano corriente, y esa espada… ¡Qué estúpido fanfarrón!
«Eres tú el necio, por venir a este lugar —dijo violentamente Lews Therin dentro de su cabeza—. ¡Es una locura! ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Tenemos que salir!»
Rand hizo caso omiso de la voz, se ajustó mejor los guantes y siguió caminando a paso regular en pos de Rochaid. Varios de los vigilantes urbanos que había en la plaza observaban al hombre. A los forasteros se los consideraba alborotadores y exaltados, y los murandianos tenían reputación de quisquillosos. Un forastero armado con espada siempre atraía la atención de los vigilantes; Rand se alegraba de haber dejado la suya en la posada, con Min. A Min la percibía en el fondo de su mente con más intensidad que a Elayne o Aviendha; o que a Alanna. Sólo era vagamente consciente de las otras, mientras que ella parecía estar viva dentro de él.
Coincidiendo con la salida de Rochaid de la plaza, el cual se encaminó más hacia el interior de la ciudad, una bandada de palomas alzó el vuelo desde los tejados; pero, en lugar de realizar los certeros ascensos que las habrían llevado al cielo, las aves chocaron unas contra otras y algunas cayeron aleteando al pavimento. La gente se quedó boquiabierta, incluidos los vigilantes urbanos que habían estado vigilando a Rochaid con tanto interés un momento antes. El hombre ni miró atrás, pero tampoco habría importado si hubiese visto lo ocurrido. Sabía que Rand se encontraba en la ciudad sin necesidad de contemplar los efectos de la presencia de un ta’veren, o en caso contrario no estaría allí.
Siguió a Rochaid por la calle de la Alegría, en realidad dos anchas y rectas vías separadas por una fila de árboles deshojados y de corteza gris. Rand sonrió. Rochaid y sus amigos probablemente se consideraban muy listos. Quizás habían encontrado el mapa de la zona septentrional de los llanos de Maredo, colocado de nuevo boca abajo en los estantes de documentos, en la Ciudadela de Tear, o los libros sobre ciudades del sur metidos en estanterías equivocadas, en la biblioteca del palacio de Aesdaishar, en Chachin, o cualquier otra de las pistas que había dejado a su paso. Pequeños errores que un hombre con prisas podría cometer, pero dos o tres juntos dibujaban una flecha apuntando a Far Madding. Rochaid y los otros habían sido despabilados y lo habían visto, más deprisa de lo que él esperaba, o en caso contrario es que habían tenido ayuda para indicarles el destino. Fuera como fuese, daba igual.
No estaba seguro de por qué el murandiano se había adelantado a los demás, pero sabía que todos acudirían —Torvil y Dashiva, Gedwyn y Kisman— para tratar de acabar lo que habían echado a perder en Cairhien. Lástima que ninguno de los Renegados fuera lo bastante necio para ir hasta allí tras él; se limitarían a enviar a los otros. Si podía, quería acabar con Rochaid antes de que llegasen los demás. Éste llevaba dos días en Far Madding haciendo preguntas sin recato sobre un hombre alto de cabello rojizo, pavoneándose por ahí como si no tuviese la menor preocupación. El hombre había visto a varios que encajaban más o menos con esa descripción, pero seguía pensando que era el cazador, no la presa.
«¡Nos has traído aquí a morir! —gimió Lews Therin—. ¡El solo hecho de estar aquí es tan malo como la muerte!»
Rand se encogió de hombros, incómodo. Sobre eso último estaba de acuerdo con la voz. Se alegraría tanto como Lews Therin de abandonar ese lugar, pero a veces la única elección era escoger entre lo malo y lo peor. Rochaid caminaba delante, casi a su alcance; eso era lo único que importaba ahora.
Las tiendas y posadas de piedra gris a lo largo de la calle de la Alegría fueron cambiando a medida que se alejaban del mercado de Amhara. Los plateros sustituyeron a los cuchilleros, y después los orfebres reemplazaron a los plateros. Costureras y sastres exhibían en los escaparates sedas y brocados en lugar de tejidos de lana. Los carruajes que traqueteaban sobre los adoquines ahora llevaban emblemas lacados en las puertas y tiros de cuatro o seis animales iguales en color y tamaño, y se veían más jinetes montados en pura sangres tearianos o caballos de raza igualmente buenos. Las sillas de mano, acarreadas por portadores a la carrera, se hicieron casi tan numerosas como las personas que iban a pie, y, entre éstas, tenderos y comerciantes con chaquetas o vestidos profusamente bordados en pecheras y hombros quedaron superados por otras con uniformes tan coloridos como los de los porteadores de sillas. Con frecuencia se veían broches de pelo con pequeños cristales de colores o, de vez en cuando, perlas o gemas más valiosas. El viento era lo único que no cambió; y tampoco los vigilantes urbanos que patrullaban en grupos de tres, ojo avizor a cualquier problema. No había tantos como en los mercados de forasteros; pero, aun así, no bien acababa de desaparecer una patrulla cuando aparecía otra. Y allí donde una vía más ancha que un callejón desembocaba en la calle de la Alegría, se alzaba un puesto de guardia de piedra, con dos vigilantes esperando al pie de la construcción en caso de que el hombre ubicado en lo alto localizara alguna alteración. La paz se mantenía rigurosamente en Far Madding.
Rand frunció el entrecejo al reparar en la dirección que llevaba Rochaid, calle adelante. ¿Se dirigiría a la plaza de las Consiliarias, situada en el centro de la isla? Allí no había nada excepto la Cámara de las Consiliarias, monumentos de más de quinientos años de antigüedad, de cuando Far Madding era la capital de Maredo, y las contadurías de las mujeres más acaudaladas de la ciudad. En Far Madding, un hombre rico era aquel cuya esposa le daba un generoso fondo para gastos, o un viudo al que se había dejado en una buena posición económica. Quizá Rochaid iba a reunirse con Amigos Siniestros; pero, en tal caso, ¿por qué había esperado hasta ese momento?
De repente lo asaltó un intenso mareo y un rostro surgió en su visión durante un instante; Rand se tambaleó y chocó con un viandante. Más alto que el propio Rand, vestido con uniforme de color verde intenso, el hombre de cabello rubio desplazó el gran cesto que cargaba y desvió a Rand sin brusquedad. Una cicatriz larga, con los bordes de la piel encogida, le surcaba la mejilla tostada por el sol. Inclinó la cabeza