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  2. El corazón del invierno
  3. Capítulo 87
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llegar. Bethamin sentía un placer culpable cuando pensaba en la Hija de las Nueve Lunas por su nombre, como cuando hacía algo prohibido de pequeña, si bien, por supuesto, hasta que Tuon se quitase el velo era simplemente la Augusta Señora Tuon, con una posición no superior a la de Suroth. Los Guardias de la Muerte, dedicados en cuerpo y alma a la emperatriz y al imperio, desfilaron en medio del resonar de las botas, y Bethamin siguió caminando en dirección opuesta. Muy apropiado, puesto que ella estaba dedicada en cuerpo y alma a preservar su propia libertad.

Los Cisnes Dorados del Cielo era un nombre ostentoso para una posada encajada entre unos establos públicos y una tienda de productos lacados. Ésta se encontraba abarrotada de oficiales comprando todo lo que había en el establecimiento, los establos llenos de caballos adquiridos en el sorteo y aún no asignados, y Los Cisnes Dorados se hallaba repleta de sul’dam. Atestada, de hecho, al menos cuando caía la noche. Bethamin era afortunada de tener sólo dos compañeras de cama. Con la orden de acomodar a tantas como pudiera, la posadera había metido a cuatro o cinco en una cama cuando le parecía que podían caber en ella. Aun así, la ropa de cama estaba limpia y la comida era bastante buena, bien que peculiar. Y, habida cuenta de que la alternativa era probablemente un pajar, se sentía satisfecha de compartir un lecho.

A esa hora, las mesas redondas de la sala común se hallaban vacías. Algunas de las sul’dam que se alojaban allí sin duda tendrían servicios que cumplir, y el resto simplemente querría evitar a la posadera. Cruzada de brazos, ceñuda, Darnella Shoran observaba a varias criadas que barrían afanosamente el suelo de baldosas verdes. Era una mujer delgada, de cabello canoso que llevaba recogido en un moño bajo, y con una barbilla alargada que le otorgaba un aspecto beligerante; podría haber pasado por una der’sul’dam a despecho del ridículo cuchillo que lucía, con la empuñadura tachonada de gemas baratas, rojas y blancas. Supuestamente, las criadas eran libres, pero obedecían prestamente como propiedad cada vez que la posadera hablaba.

La propia Bethamin dio un respingo cuando la mujer se volvió hacia ella.

—¿Conocéis mis reglas respecto a los hombres, señora Zeami? —demandó. Después de todo ese tiempo, la rapidez con que hablaba esa gente aún le sonaba rara—. He oído hablar de vuestras extrañas costumbres, y si vos sois así, es asunto vuestro, pero no bajo mi techo. Si queréis reuniros con hombres, ¡lo haréis en otra parte!

—Os aseguro que no me he reunido con hombres ni aquí ni en ningún otro sitio, señora Shoran.

La posadera frunció el entrecejo y la miró con desconfianza.

—Bueno, él vino preguntando por vuestro nombre. Un hombre apuesto, de cabello rubio. No era un muchacho, pero tampoco muy mayor. Uno de los vuestros, arrastrando las palabras tanto al hablar que casi no se le entendía.

Bethamin adoptó un tono apaciguador e hizo todo lo posible por convencerla de que no conocía a nadie que encajara con esa descripción, y que con sus deberes no tenía tiempo para hombres. Ambas cosas eran verdad, pero habría mentido de ser necesario. Los Cisnes Dorados no había sido requisada, y tres en una cama era mucho mejor que un pajar. Intentó descubrir si la mujer querría algún pequeño regalo cuando fuera de compras, pero de hecho la posadera pareció ofenderse cuando le sugirió un cuchillo con gemas más llamativas. No había querido decir algo caro, nada que ver con un soborno —realmente no—, pero la señora Shoran pareció tomárselo así y resopló indignada. En cualquier caso, no estaba segura de haber tenido éxito en cambiar la opinión de la mujer ni un ápice. Por alguna razón, la posadera parecía creer que pasaban todo su tiempo libre dedicadas al libertinaje. Todavía seguía ceñuda cuando Bethamin subió la escalera sin barandilla, situada a un lado de la sala común, fingiendo que no tenía ninguna otra idea que la de ir de compras.

Sin embargo la identidad del hombre la preocupaba. En realidad no reconocía la descripción dada. Lo más probable es que la buscase por las indagaciones que ella había estado haciendo; pero, si tal era el caso, si había sido capaz de rastrearla hasta allí, eso quería decir que no había sido lo bastante discreta. Y quizá sí peligrosamente indiscreta. Con todo, confiaba en que el hombre regresase. Necesitaba saber. ¡Lo necesitaba!

Al abrir la puerta del cuarto se quedó paralizada. Su caja fuerte de hierro se encontraba sobre la cama con la tapa abierta. Era una cerradura muy buena, y la única llave estaba en el fondo de su escarcela. El ladrón seguía allí y, cosa extraña, ¡pasaba las hojas de su diario! ¿Cómo, en nombre de la Luz, había salvado ese hombre la vigilancia de la señora Shoran?

La paralización duró sólo un instante; desenvainó el cuchillo del cinturón y abrió la boca para gritar pidiendo auxilio.

La expresión del tipo no cambió, y tampoco intentó huir ni atacarla. Se limitó a sacar algo pequeño de su bolsita y a sostenerlo en alto para que ella lo viera; Bethamin sintió la garganta constreñida. Enfundó de nuevo el cuchillo con dedos torpes, y acto seguido extendió las manos para mostrarle que no sostenía arma alguna ni intentaba cogerla. Entre los dedos del hombre había una placa de marfil bordeada en oro, grabada con el dibujo de un cuervo y una torre. De repente vio realmente al individuo, rubio y de mediana edad. Tal vez fuese guapo, como la señora Shoran había dicho, pero sólo una demente pensaría en un Buscador de la Verdad desde esa perspectiva. Gracias a la Luz no había escrito nada peligroso en su diario; pero él debía de saberlo. Había preguntado por su nombre. ¡Oh, Luz, debía de saberlo!

—Cierra la puerta —dijo quedamente él mientras volvía a guardar la placa, y Bethamin obedeció, aunque lo que deseaba era echar a correr; quería suplicar clemencia, pero él era un Buscador, de modo que se quedó allí, temblorosa—. Siéntate. No hay necesidad de que estés incómoda.

Lentamente, la mujer colgó la capa y tomó asiento en una silla, por una vez sin importarle lo incómodo que era el extraño respaldo de tablas. No intentó disimular su temblor. Hasta alguien de la Sangre, incluso alguien de la Alta Sangre, temblaría al ser interrogado por un Buscador. Albergaba una pequeña esperanza; no se había limitado a ordenarle que lo acompañara. A lo mejor no lo sabía, después de todo.

—Has estado haciendo preguntas sobre una capitana de barco llamada Egeanin Sarma —dijo él—. ¿Por qué?

Toda esperanza desapareció con un sordo golpe que pudo sentir en su pecho.

—Buscaba a una antigua amiga —contestó con voz trémula. Las mejores mentiras contenían toda la verdad posible—. Estuvimos juntas en Falme, y no sé si sobrevivió. —Mentir a un Buscador era traición, pero ya había incurrido en su primera traición al desertar durante la batalla de Falme.

—Vive —replicó secamente el hombre. Se sentó a los pies de la cama sin quitarle los ojos de encima. Eran azules, e hicieron que Bethamin quisiera ponerse de nuevo la capa—. Es una heroína, una capitana de los Verdes, y ahora es lady Egeanin Tamarath, recompensa concedida por la Augusta Señora Suroth. También se encuentra aquí, en Ebou Dar. Reanudarás tu amistad con ella, y me informarás de a quién ve, adónde va, qué dice. Todo.

Bethamin apretó las mandíbulas para no soltar una risa histérica. No era a ella a la que perseguía, sino a Egeanin. ¡Gracias le fueran dadas a la Luz! ¡Bendita la Luz por su infinita misericordia! Sólo había intentado averiguar si la mujer aún vivía, si tenía que tomar precauciones. Egeanin la había liberado en una ocasión, y, sin embargo, durante los diez años que Bethamin la había conocido antes de aquello había sido un modelo cumpliendo su deber. Siempre había existido la posibilidad de que se arrepintiese de aquella irregularidad, le costara lo que le costase, pero, quién lo hubiese pensado, no había ocurrido así. ¡Y el Buscador iba tras ella, no tras…! Ante Bethamin surgieron posibilidades, certezas, y dejó de tener ganas de reír. En cambio, se lamió los labios.

—¿Cómo…? ¿Cómo puedo reanudar nuestra amistad? —En cualquier caso, nunca había sido amistad, sino otro tipo de relación, pero ya era demasiado tarde para decirlo—. Dices que ha sido elevada a la Sangre. Cualquier intento de acercamiento tiene que venir de ella. —El miedo la envalentonó. Y la hizo dejarse llevar por el pánico, como le ocurrió en Falme—. ¿Por qué necesitas que sea tu Escuchadora? Puedes llevarla a interrogar en cualquier momento que quieras.

Se mordió el interior de la mejilla para dejar quieta la lengua. Luz, que ese hombre hiciese aquello era lo último que ella deseaba. Los Buscadores eran la mano secreta de la emperatriz, así viviera para siempre. En su nombre, él podía someter a interrogatorio incluso a Suroth, o a la propia Tuon. Cierto, el Buscador moriría de un modo horrible si resultaba que se había equivocado, pero el riesgo era pequeño en el caso de Egeanin, que sólo pertenecía a la Sangre baja. Si interrogaba a Egeanin… Para su estupefacción, en lugar de limitarse a decirle que lo obedeciera, el hombre se quedó sentado, estudiándola.

—Te explicaré algunas cosas —dijo, y aquello fue una impresión aún mayor. Los Buscadores nunca daban explicaciones, que ella supiera—. No eres de utilidad para mí ni para el imperio a menos que sobrevivas, y no sobrevivirás si no alcanzas a entender a qué te enfrentas. Si revelas a alguien una sola palabra de lo que te diga, soñarás con la torre de los Cuervos como un alivio del lugar en el que te encontrarás. Escucha, y atiende. A Egeanin se la envió a Tanchico antes de que la ciudad cayese en nuestro poder, entre otras cosas como parte del esfuerzo de encontrar sul’dam que se habían quedado atrás en Falme. Curiosamente no halló ninguna, aunque otros sí lo hicieron, como los que te ayudaron a ti a volver. En cambio, Egeanin asesinaba a las sul’dam que encontraba. Yo personalmente la acusé de ese cargo, y no se molestó en negarlo. Ni siquiera demostró indignación ni irritación. Y también confraternizó en secreto con Aes Sedai. —Dijo el nombre con voz inexpresiva, no con el habitual desagrado, sino más bien como una acusación—. Cuando se marchó de Tanchico, viajaba en un barco capitaneado por un hombre llamado Bayle Domon. Organizó jaleo al ser abordado su barco, y se lo hizo propiedad. Ella lo compró y de inmediato lo convirtió en su so’jhin, lo que demuestra que para ella es de cierta importancia. Lo interesante es que había llevado al mismo hombre ante el Augusto Señor Turak en Falme. Domon se ganó la estima del Augusto Señor hasta el punto de que éste invitaba al tipo a conversar con él muy a menudo. —Torció el gesto—. ¿Tienes vino, o brandy?

Bethamin dio un respingo.

—Iona tiene un frasco del brandy local, creo. Es un brebaje tosco…

Él le ordenó que le sirviese una copa a pesar de ello, y la mujer obedeció rápidamente. Quería que siguiese hablando, cualquier cosa con tal de demorar lo inevitable. Sabía con certeza que Egeanin no había asesinado a las sul’dam, pero su testimonio la condenaría a compartir la amarga suerte de Renna y Seta. Si tenía suerte. Si es que este Buscador entendía su deber para con el imperio del mismo modo que Suroth. El

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