Ahora! Libro gratis para leer en línea ✅
  • Home
  • Todos los libros
    • Libros más populares
    • Libros de tendencia
    • Libro mejor calificado
  • BLOG
Advanced
Sign in Sign up
  • Home
  • Todos los libros
    • Libros más populares
    • Libros de tendencia
    • Libro mejor calificado
  • BLOG
  • Adult
  • Bestseller
  • Romanticas
  • Fantasía
  • Ciencia ficción
  • Thriller
  1. Home
  2. El corazón del invierno
  3. Capítulo 82
Prev
Next

de la multitud. Durante su última visita a Aludra a la mujer casi se le había escapado algo —de eso no le cabía duda— antes de recuperar el dominio de sí misma y echarlo apresuradamente de la carreta. No había nada que una mujer no acabara contando si uno la besaba lo suficiente. Se mantuvo lejos de La Mujer Errante para evitar levantar las sospechas de Tylin, pero Nerim y Lopin siguieron llevando a escondidas sus verdaderas ropas a la bodega de la posada. Puñado a puñado, la mitad del contenido del cofre reforzado con bandas de hierro, guardado debajo de la cama de Tylin, se trasladó a través de Mol Hara al agujero secreto bajo el suelo de la cocina de la posada.

No obstante, aquel agujero empezó a preocuparle. Había sido un buen escondite para el cofre; hasta un cincel podría romperse al intentar abrirlo. Además, por entonces él vivía en el piso de arriba de la posada. Ahora el oro se iría amontonando simplemente en el agujero después de que Setalle hiciese salir a todo el mundo de la cocina. ¿Y si a alguien se le ocurría la pregunta de por qué la posadera los echaba a todos cuando Lopin y Nerim iban allí? Cualquiera podía levantar esa baldosa, si sabía dónde buscar. Tenía que asegurarse por sí mismo. Después, mucho después, se preguntaría por qué los malditos dados no le habían advertido.

19. Tres mujeres

El viento venía del norte, con el sol sin acabar de asomar por el horizonte, circunstancia que la gente del lugar interpretaba como que iba a llover, y el cielo encapotado ciertamente amenazaba hacerlo mientras Mat cruzaba Mol Hara. El tipo de hombres y mujeres que ocupaban la sala de La Mujer Errante había cambiado, pero aun así el local seguía lleno de seanchan y de humo de pipas, si bien los músicos todavía no habían aparecido. La mayoría estaba desayunando, y muchos observaban el contenido de los cuencos con incertidumbre, como si no supieran muy bien qué se iban a comer —Mat se sentía igual respecto a las extrañas gachas de avena blancas que a los ebudarianos les gustaba desayunar—, pero no todo el mundo estaba centrado en la comida. Tres hombres y una mujer, vestidos con aquellos largos ropajes bordados, jugaban a las cartas y fumaban pipas en una de las mesas, todos con la cabeza afeitada al estilo de los nobles menores. Las monedas de oro sobre el tablero llamaron la atención de Mat durante un instante; las apuestas eran altas. Los montones de monedas apiladas más altos se encontraban delante de un hombre menudo de cabello negro, tan atezado como Anath, que sonreía lobunamente a sus oponentes sin quitarse de la boca la larga pipa de montura de plata. Mat tenía su propio oro, sin embargo, y su suerte con las cartas nunca había sido tan buena como con los dados.

No obstante, la señora Anan había salido a hacer uno u otro recado antes de amanecer, según le informó Marah, su hija, y la había dejado a ella a cargo. Era una joven rellenita, con unos bonitos y grandes ojos del mismo color avellana que los de su madre, y llevaba la falda recogida con puntadas en el lado izquierdo hasta la mitad del muslo, cosa que la señora Anan no habría permitido cuando él se hospedaba allí. A Marah no le complació verlo, y frunció el entrecejo tan pronto como se acercó a ella. Dos hombres habían muerto por su mano en la posada cuando se albergaba en ella, unos ladrones que intentaban partirle la cabeza, desde luego, pero esa clase de cosas no ocurrían en La Mujer Errante. Cuando se trasladó, ella le había dejado muy claro que se alegraba de verlo marchar.

A Marah tampoco le interesaba ahora lo que quería, y Mat no podía explicarlo en realidad. Sólo la señora Anan sabía lo que había escondido en la cocina, o eso esperaba fervientemente Mat, y él desde luego no iba a soltar esa información en mitad de la sala común. De modo que se inventó una historia sobre echar de menos los platos que la cocinera preparaba, y, al clavar los ojos en la falda llamativamente recogida, dejó caer la indirecta de que también lamentaba no haberla mirado más aún. Mat no entendía por qué mostrar un poco más las enaguas se consideraba escandaloso cuando todas las mujeres de Ebou Dar iban por ahí enseñando la mitad del busto; pero, si Marah se sentía descarada, a lo mejor unos cuantos halagos le allanarían el camino. Le dedicó la mejor de sus sonrisas.

Escuchándolo a medias, Marah agarró a una doncella que pasaba, una gata de ojos oscuros a la que Mat conocía bien.

—La copa del capitán del Aire Yulan está casi vacía, Caira —dijo enfadada—. ¡Se supone que tienes que mantenerla llena!

Caira, varios años mayor que Marah, le hizo una burlona reverencia. Y a Mat le lanzó una mirada furibunda. Antes de que Caira se hubiese erguido, Marah se volvió para agarrar a un chico que pasaba llevando con cuidado, para mantener el equilibrio, una bandeja llena de platos sucios.

—¡Deja de holgazanear, Ross! —espetó—. Hay trabajo que hacer. ¡Hazlo, o te llevaré al establo, y te aseguro que no te va a gustar!

El hermano menor de Marah la miró hoscamente.

—No veo el momento de que llegue la primavera, para trabajar otra vez en las barcas —masculló con resentimiento—. Has estado insoportable desde que Frielle se casó, sólo porque es más joven que tú y a ti aún no te lo ha pedido nadie.

La joven le lanzó un coscorrón a la cabeza que el chico esquivó fácilmente, si bien las tazas y los platos tintinearon y a punto estuvieron de caerse.

—¿Por qué no te recoges las enaguas en los muelles de pescadores? —gritó al tiempo que salía casi corriendo antes de que pudiera golpearlo.

Mat suspiró cuando la joven volvió su atención hacia él. Lo de recogerse las enaguas era nuevo para él, pero a juzgar por la cara de Marah —debería estar saliéndole humo por los oídos— no resultaba difícil imaginar su significado.

—Si queréis comer, tendréis que venir más tarde. O podéis esperar, como gustéis. No sé cuánto tiempo pasará hasta que os podamos servir.

Su sonrisa era maliciosa; nadie elegiría esperar en aquella sala común. Todos los asientos estaban ocupados por seanchan, y había más de pie, suficientes para que las camareras con delantal se vieran obligadas a zigzaguear entre ellos cuidadosamente, sosteniendo en alto bandejas de comida y bebida. Caira estaba llenando la copa del hombrecillo atezado al tiempo que le dedicaba la misma sonrisa seductora que antes le dirigía a él. ¿Y qué demonios era un capitán del aire? Tendría que enterarse. Después.

—Esperaré en la cocina —dijo—. Quiero decirle a Enid cuánto me gusta cómo cocina.

Marah empezó a protestar, pero una seanchan alzó la voz pidiendo vino. De mirada severa, con su armadura azul y verde y un yelmo adornado con dos plumas sujeto bajo el brazo, quería su «copa del estribo» inmediatamente. Todas las camareras parecían ocupadas, así que Marah le lanzó a Mat una última sonrisa forzada y se alejó presurosa, procurando adoptar una agradable sonrisa. Sin conseguirlo demasiado. Mat apartó el bastón y le hizo una floreada reverencia a la espalda de la joven.

Los agradables aromas que se habían mezclado con el olor dulzón del tabaco de las pipas en la sala común impregnaban la cocina: pescado asándose, pan horneándose, carne chisporroteando en los espetones. Hacía calor allí a causa de las cocinas y los hornos y el fuego que ardía en la alargada chimenea de ladrillos, y seis mujeres sudorosas y tres pinches corrían de un lado a otro a las órdenes de la jefa de cocina. Luciendo el níveo delantal como si fuese un ropaje oficial de su cargo y blandiendo una cuchara de madera de mango largo para gobernar sus dominios, Enid era la mujer más oronda que Mat había visto en su vida. No creía que hubiera podido rodearla con los brazos de haber querido hacerlo. La mujer lo reconoció enseguida, y una sonrisa maliciosa se dibujó en su ancha cara olivácea.

—Vaya, así que habéis comprobado que yo tenía razón —dijo mientras lo señalaba con la cuchara—. Habéis apretado el melón equivocado, y ha resultado que el melón era una escorpina disfrazada y vos sólo un bagre gordito. —Echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír con ganas.

Mat esbozó una sonrisa forzada. ¡Rayos y centellas! ¡Todo el mundo lo sabía! «Tengo que salir de esta maldita ciudad —pensó con sombría resolución—, ¡o estaré escuchando sus jodidas risas toda mi vida!»

De repente sus temores sobre el oro empezaron a parecerle absurdos. La baldosa gris delante de las cocinas parecía encajada firmemente en su sitio, y nada la diferenciaba de las otras del suelo. Había que conocer el truco para levantarla. Lopin y Nerim se lo habrían dicho si hubiesen notado la desaparición de una sola moneda entre visita y visita. La señora Anan seguramente habría rastreado y desollado al culpable si alguien hubiera intentado robar en su posada. Lo mejor que podía hacer era ponerse en camino; quizás a esa hora temprana Aludra no tendría la fuerza de voluntad tan firme. A lo mejor le daba de desayunar. Se había escabullido de palacio sin esperar a comer algo.

Para no despertar la curiosidad por su visita, le dijo a Enid lo mucho que había disfrutado con su pescado al horno y que era muchísimo mejor que el que servían en el palacio de Tarasin, y ello sin tener que exagerar la más mínimo. Enid era una maravilla. La mujer sonrió de oreja a oreja, complacida, y para sorpresa de Mat sacó un pescado del horno y lo sirvió en una bandeja para él. Comentó que alguien en la sala común podía esperar un poco más y puso la bandeja a un extremo de la larga mesa de trabajo de la cocina. Un gesto de la cuchara hizo que un fornido pinche se acercara con una banqueta.

A Mat se le hizo la boca agua al mirar el lenguado, dorado y crujiente. Seguramente la voluntad de Aludra no sería menos firme a esa hora que a cualquier otra; además, si se enfadaba por despertarla tan temprano, a lo mejor no le daba de desayunar. Su estómago sonó de manera audible. Colgó la capa en una clavija, al lado de la puerta que daba al patio del establo, apoyó su bastón, metió el sombrero debajo de la banqueta, y echó hacia atrás las chorreras de la pechera para no meterlas en la comida.

Para cuando la señora Anan entró por la puerta del patio del establo, quitándose la capa y sacudiendo las gotas de lluvia en el suelo, del desayuno quedaba bien poco, salvo el sabor en su lengua y las finas espinas blancas en la bandeja. Mat había aprendido a disfrutar de ciertas cosas extrañas desde su llegada a Ebou Dar, pero se había dejado los ojos del pescado, que lo miraban fijamente ¡ambos en el mismo lado de la cabeza!

Otra mujer entró detrás de la señora Anan mientras Mat se limpiaba la boca con la servilleta de lino, y cerró la puerta tras ella rápidamente. No se quitó la capa mojada, ni retiró la capucha, bien calada. Mat se levantó y en ese momento alcanzó a ver fugazmente el rostro escondido bajo aquella capucha; casi tiró la banqueta. Le pareció que había

Prev
Next

YOU MAY ALSO LIKE

Conan el triunfador
Conan el triunfador
August 3, 2020
El señor del caos
El señor del caos
August 3, 2020
El camino de dagas
El camino de dagas
August 3, 2020
Conan el destructor
Conan el destructor
August 3, 2020
  • Privacy Policy
  • About Us
  • Contact Us
  • Copyright
  • DMCA Notice

© 2020 Copyright por el autor de los libros. All rights reserved.