e invitar a una ronda cuando les llegaba su turno, pero los oficiales de alto rango podían ser también nobles. Con todo, tenía que empezar por alguna parte.
El salón seguía casi como lo recordaba, el alto techo y las lámparas bien alumbradas en todas las paredes a pesar de lo temprano de la hora. Sólidos postigos cubrían las altas ventanas en arco ahora para conservar el calor, y sendos fuegos crepitaban en las dos largas chimeneas. Una tenue nube del humo de las pipas flotaba en el aire, y también el olor de buena comida procedente de la cocina. Dos mujeres con flautas y un tipo con un tambor entre las rodillas tocaban una melodía ebudariana, de timbre penetrante y ritmo vivo que Mat llevó moviendo la cabeza. No se diferenciaba mucho de cuando él se había alojado allí, considerando la situación. Pero ahora todas las sillas estaban ocupadas por seanchan, algunos con armadura y otros con capas bordadas, que bebían, charlaban y estudiaban mapas extendidos sobre las mesas. Una mujer canosa, con la llama de una der’sul’dam bordada en el hombro, parecía estar presentando un informe en una de las mesas, y en otra una delgada sul’dam, con una carirredonda damane pegada a sus talones, parecía que recibía órdenes. Varios seanchan llevaban la cabeza afeitada en los lados y la parte posterior, de manera que daba la impresión de que llevaban cuencos, y el cabello restante en la parte trasera les caía como una ancha cola que llegaba hasta los hombros a los hombres y a menudo hasta la cintura a las mujeres. Aquéllos eran simples lores o ladys, no Alta Sangre ni Alto nada, pero eso poco importaba. Un lord era un lord y, además, los hombres y mujeres que iban a buscar a una camarera para que sirviese más bebidas tenían el mismo aire desdeñoso que los propios oficiales, lo que significaba que la gente para la que servían tenía rango suficiente para buscar problemas a un hombre. Algunos repararon en él y fruncieron el entrecejo, y faltó poco para que Mat se marchara.
Entonces vio a la posadera bajando la escalera sin barandilla, al fondo de la sala, una mujer majestuosa de ojos avellana, grandes aros de oro en las orejas y algunas hebras grises en el cabello. Setalle Anan no era ebudariana, y Mat sospechaba que ni siquiera era altaranesa, pero lucía el Cuchillo de Esponsales, colgando con el puño hacia abajo de un collar de plata y sobre el profundo y estrecho escote, así como un cuchillo de hoja curva en el cinturón. La mujer sabía que Mat era supuestamente un lord, pero él no estaba muy seguro de hasta qué punto lo creía ya o de qué serviría si Setalle todavía se tragaba ese cuento. En cualquier caso, la mujer lo vio en el mismo momento y esbozó una sonrisa amistosa de bienvenida que embelleció más aún su cara. Ya no quedaba otra opción que seguir adelante y saludarla y preguntarle por su salud, aunque no demasiado exageradamente. Su musculoso marido era capitán de barco pesquero, con más cicatrices de duelos de las que a Mat le gustaba recordar. Enseguida Setalle preguntó por Nynaeve y Elayne, y, para sorpresa de Mat, si él sabía algo sobre las Allegadas. Ignoraba que la mujer conociera siquiera su existencia.
—Se marcharon con Nynaeve y Elayne —susurró, manteniendo en alto la guardia para asegurarse de que ningún seanchan les prestaba atención. No tenía intención de explayarse, pero la idea de hablar sobre las Allegadas donde los seanchan podían oírlo le ponía de punta el pelo de la nuca—. Que yo sepa, están todas a salvo.
—Bien. Me dolería que a cualquiera de ellas le hubiesen puesto el collar.
¡La muy necia ni siquiera bajó el tono de voz!
—Sí, es estupendo —murmuró, y enseguida pasó a exponer lo que necesitaba, antes de que Setalle pudiese empezar a gritar lo feliz que se sentía de que unas mujeres que encauzaban se hubieran escapado de los seanchan. A él también le alegraba, claro, pero no tanto como para acabar encadenado por su alegría.
La posadera sacudió la cabeza, se sentó en la escalera y apoyó las manos en las rodillas. La falda verde oscuro, recogida con puntadas en el costado izquierdo, dejaba a la vista las enaguas. En verdad los ebudarianos parecían dejar en pañales a los gitanos a la hora de elegir colores. El murmullo de voces seanchan se sumaba a la música chillona y ambos sonidos los envolvían a los dos; Setalle se quedó sentada, mirándolo seriamente.
—No conocéis nuestras costumbres, ése es el problema —dijo—. Los galanes y galanas son una costumbre antigua y honrosa en Altara. Muchos jóvenes, chicos y chicas, deciden echar una cana al aire de ese modo antes de sentar cabeza, y reciben mimos y regalos a raudales. Pero, veréis, cualquiera de ellos se marcha cuando quiere. Tylin no debería trataros como he oído que hace —añadió diplomáticamente—. He de admitir que os viste muy bien. —Hizo un movimiento giratorio con la mano—. Sostened alto la capa y dad una vuelta para que os vea mejor.
Mat aspiró profundamente, para tranquilizarse. Y después respiró hondo tres veces más. La rojez de su cara se debía a la rabia, nada de sonrojo. ¡Por supuesto que no! Luz, ¿es que lo sabía toda la ciudad?
—¿Tenéis o no un hueco donde pueda guardar cosas? —demandó con voz estrangulada.
Resultó que sí lo tenía. Podía utilizar un anaquel de la bodega, que según ella permanecía seca todo el año, y estaba el pequeño agujero bajo la losa de la cocina en el que antes había guardado el cofre de oro. El precio del alquiler resultó ser que sostuviera la capa en alto y diera una vuelta para que la posadera pudiera verlo mejor. ¡La mujer sonrió como una gata! Una seanchan, una mujer cuyo rostro recordaba un ave rapaz y que llevaba armadura roja y azul, disfrutó tanto del espectáculo que le arrojó una gruesa moneda de plata en la que aparecían extrañas grabaciones, el semblante adusto de una mujer en una de las caras y una especie de pesada cadena en la otra.
Con todo, tenía un sitio donde guardar ropas y dinero, y una vez que regresó al palacio, a los aposentos de Tylin, descubrió que por fin también tenía ropas que guardar.
—Me temo que los trajes de milord se encuentran en un estado lamentable —anunció lúgubremente Nerim, pero el delgado y canoso cairhienino habría utilizado el mismo tono gemebundo para anunciar un regalo de un saco de gotas de fuego. Su alargada cara exhibía un perpetuo gesto de duelo. No obstante, mantenía vigilada la puerta en prevención de un inesperado regreso de Tylin—. Todo está muy sucio, y me temo que el moho ha estropeado varias de las mejores chaquetas de milord.
—Estaba todo en un armario, con los juguetes de la infancia del príncipe, milord —comentó, riéndose, Lopin al tiempo que tiraba de las solapas de una chaqueta oscura, semejante a la de Juilin. El hombre calvo era el reverso de Nerim, fornido en lugar de huesudo, la tez oscura en lugar de pálida, su orondo vientre siempre sacudido por la risa. Durante un tiempo, tras la muerte de Nalesean, había dado la impresión de que se proponía competir en suspiros con Nerim a juzgar por el modo en que lo hacía con todo lo demás, pero con el correr de las semanas había vuelto a ser él mismo. Es decir, siempre y cuando no se nombrase a su anterior señor—. Pero están polvorientas, milord. Dudo que nadie haya hurgado en ese armario desde que el príncipe guardó sus soldaditos.
Sintiendo que su suerte volvía a cobrar fuerza finalmente, Mat les dijo que empezaran a trasladar sus ropas a La Mujer Errante, sólo unas cuantas prendas a la vez, así como un bolsillo lleno de oro en cada viaje. Su lanza de astil negro, apoyada en un rincón del dormitorio de Tylin, junto con su arco desencordado de Dos Ríos, tendrían que esperar hasta el final. Sacarlos resultaría seguramente tan difícil como salir él. Siempre podría hacerse otro arco, pero no iba a abandonar la ashandarei.
«Pagué un precio demasiado alto por esa jodida arma para dejarla», pensó al tiempo que se toqueteaba la cicatriz oculta debajo del pañuelo atado al cuello. Una de las primeras, entre otras muchas; demasiadas. Luz, sería agradable pensar que tenía algo más que esperar que cicatrices y batallas que no deseaba. Y una esposa que no quería o que ni siquiera conocía. Tenía que haber algo más. Lo primero, sin embargo, era salir de Ebou Dar con el pellejo intacto. Eso, por encima de todo, era lo primero.
Lopin y Nerim saludaron con una reverencia antes de abandonar la habitación, con el equivalente de dos bolsas de oro repartido por sus ropas a fin de que no se notase ningún bulto. Empero, no bien se habían marchado cuando Tylin apareció queriendo saber por qué sus ayudantes de cámara corrían por los pasillos como si estuviesen haciendo una competición. Si Mat se hubiera sentido inclinado al suicidio le habría contestado que corrían para ver quién era el primero en llegar a la posada con el oro, o quizá simplemente el primero en empezar a limpiar sus ropas de antes. En cambio se dedicó a desviar la atención de Tylin, y no pasó mucho tiempo antes de que aquello ahuyentara cualquier otra idea de su mente, excepto un atisbo de que su suerte había empezado finalmente a dar beneficios aparte de hacerlo en el juego. Para que su fortuna fuese completa sólo hacía falta que Aludra le diese lo que quería antes de que él se marchara. Tylin se concentraba en lo que estaba haciendo, y durante un tiempo Mat se olvidó de fuegos de artificio, de Aludra y de escapar. Durante un tiempo.
Tras una corta búsqueda por la ciudad, encontró finalmente a un fundidor de campanas. En Ebou Dar había bastantes fabricantes de gongs, pero sólo un fundidor de campanas, un tipo cadavérico e impaciente, bañado en sudor por el calor procedente del enorme horno de hierro. El bochornoso y alargado local de la fundición podría haber pasado por una sala de tortura. De las vigas colgaban cadenas, y del horno brotaban repentinas llamaradas que proyectaban sombras titilantes y dejaban medio ciego a Mat. Y, no bien acababa de desaparecer la imagen grabada en las retinas tras haber parpadeado, cuando otra erupción lo obligaba de nuevo a estrechar los ojos. Hombres chorreantes de sudor volcaban bronce fundido del caldero en un molde cuadrado, bastante más alto que un hombre, que se había levantado con palanca hasta situarlo sobre rodillos. Otros grandes moldes semejantes se hallaban repartidos por el local, entre moldes más pequeños de diferentes tamaños.
—Milord tiene ganas de bromear. —Maese Sutoma soltó una risa forzada, pero no parecía divertido, con el empapado cabello oscuro colgando y pegado a su cara. Su risa sonó tan hueca como hundidas tenía las mejillas, y el tipo siguió lanzando miradas ceñudas a sus trabajadores, como si sospechara que aprovecharían para tumbarse y dormir si no los vigilaba estrechamente. Con aquel calor ni un muerto habría podido dormir. Mat sintió la camisa pegada al cuerpo por el sudor, y empezaron a marcarse manchas en su chaqueta—. No sé nada sobre Iluminadores, milord, y tampoco quiero saberlo. Los fuegos de artificio son fruslerías, no como las campanas. Si milord me disculpa, estoy muy ocupado. La Augusta