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  2. El corazón del invierno
  3. Capítulo 75
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Mat, pero el resto de lo que iba a decir no salió de sus labios. Cayó en la cuenta de que los dados seguían rodando en su cabeza. Se había olvidado de ellos con el ataque del gholam, pero seguían brincando, todavía esperando a pararse. Si le estaban advirtiendo de algo peor que el gholam, entonces no quería saberlo. Sólo que lo acabaría sabiendo, de eso no tenía la menor duda. Lo sabría; cuando fuera demasiado tarde.

17. Cintas rosas

Mat y Noal salieron presurosos del callejón; ráfagas de viento frío barrían la plaza de Mol Hara y levantaron la capa de Mat, amenazando con congelar el barro que pringaba su ropa. El sol descendía tras los tejados, medio oculto ya, y las sombras se alargaban. Asido el bastón con una mano y con la otra aferrando el cordón roto de la cabeza de zorro, dentro de un bolsillo de la chaqueta, de donde podía sacar el medallón rápidamente si era necesario, Mat no tenía más remedio que dejar que la capa ondeara al antojo del viento. Le dolía todo el cuerpo, desde la coronilla hasta los dedos de los pies, y los dados resonaban dentro de su cráneo, pero él apenas notaba ni lo uno ni lo otro. Estaba demasiado centrado en escudriñar en todas direcciones a la vez y preguntándose lo pequeño que podía ser un agujero por el que esa criatura pudiera colarse; se sorprendió observando con inquietud las grietas que había entre los adoquines del pavimento, aunque no parecía probable que esa cosa se le echase encima en un espacio abierto como la plaza.

De las calles adyacentes llegaba el murmullo lejano de voces, pero allí sólo había un perro al que se le marcaban las costillas y que pasó corriendo ante la fuente con la estatua de Nariene, la reina muerta mucho tiempo atrás. Algunos decían que la mano levantada de la estatua apuntaba hacia la prodigalidad del océano que había enriquecido a Ebou Dar, y otros que señalaba advirtiendo de los peligros. Otros, que su sucesor había querido llamar la atención hacia el hecho de que la estatua mostraba desnudo sólo uno de los pechos, proclamando que la rectitud de Nariene no había pasado de ser regular.

En los días que habían quedado atrás, a esas horas y a pesar de ser invierno, Mol Hara habría estado rebosante de amantes paseando, vendedores ambulantes que alargaban la jornada y esperanzados mendigos, pero a éstos los habían echado de las calles y los habían puesto a trabajar desde la llegada de los seanchan, y los demás no aparecían por allí ni siquiera durante el día. La razón era el palacio de Tarasin, el gran conjunto de blancas cúpulas, torres de mármol y balcones de hierro forjado, la residencia de Tylin Quintara Mitsobar, por la Gracia de la Luz reina de Altara —o del territorio de Altara que estaba a pocos días a caballo de Ebou Dar—, Señora de los Cuatro Vientos y Guardiana del Mar de las Tormentas. Y, quizá más importante, la residencia de la Augusta Señora Suroth Sabelle Meldarath, que comandaba a los Precursores de la emperatriz de Seanchan, así viviera para siempre, actualmente una posición de mucha más importancia en Ebou Dar. Apostados en todas las entradas había guardias de Tylin, con sus amplios pantalones blancos, petos dorados sobre las verdes chaquetas y botas del mismo color, así como hombres y mujeres equipados con aquellos yelmos semejantes a cabezas de insectos, con armaduras a rayas azules y amarillas o verdes y blancas o cualquier otra combinación que uno pudiera imaginar. La reina de Altara necesitaba seguridad y silencio para su descanso. O, más bien, Suroth decía que lo necesitaba, y todo lo que Suroth dijese que Tylin requería, Tylin no tardaba en decidir que, efectivamente, lo deseaba.

Tras unos instantes de reflexión, Mat condujo a Noal hacia una de las puertas de los establos. Había más probabilidades de introducir a un extraño por allí que hacerlo por la grandiosa escalinata de mármol que arrancaba en la plaza. Por no mencionar que él tendría muchas más posibilidades de quitarse el barro que llevaba encima antes de que Tylin lo viera. La mujer había dejado meridianamente claro su desagrado la última vez que él había llegado desastrado tras una reyerta de taberna.

—La bendición de la Luz sea con todos —murmuró Mat educadamente a los guardias ebudarianos. Siempre era mejor mostrarse amable con los ebudarianos hasta que uno estuviese seguro de ellos. En realidad, también después. Con todo, eran más… flexibles que los seanchan.

—Y con vos, milord —contestó el fornido oficial mientras se adelantaba. Mat reconoció a Surlivan Sarat, un buen tipo, siempre dispuesto a soltar una ocurrencia y con un ojo excelente para los caballos. Surlivan sacudió la cabeza y se dio golpecitos en el puntiagudo yelmo con la fina vara dorada de su cargo—. ¿Habéis tomado parte en otra pelea, milord? Se pondrá como una furia cuando os vea.

Mat se encrespó y adoptó una postura erguida a la par que intentaba no apoyarse en el bastón de manera evidente. Así que siempre dispuesto a soltar una ocurrencia. Pensándolo bien, el atezado hombre tenía una lengua mordaz. Y tampoco era tan bueno su ojo para los caballos.

—¿Habría algún problema para que aquí, mi amigo, durmiera con mis hombres? —preguntó duramente—. No debería haberlo. Hay sitio para uno más entre los míos. —A decir verdad, para más de uno. Hasta el momento habían muerto ocho hombres por seguirlo a Ebou Dar.

—Por mi parte ninguno, milord —repuso Surlivan, aunque miró al escuálido viejo que se encontraba junto a Mat y torció el gesto críticamente. Sin embargo, la chaqueta de Noal parecía de buena calidad, al menos con la escasa luz, y tenía encaje, en mejor estado que el de Mat. Quizás aquello inclinó la balanza—. Y ella no tiene por qué saberlo todo, de modo que tampoco habrá problema por su parte.

Mat frunció el ceño; pero, antes de que un exabrupto los pusiera a Noal y a él en una olla de agua hirviendo, tres seanchan equipados con armaduras llegaron galopando a la puerta y Surlivan se volvió hacia ellos.

—¿Tú y tu esposa vivís en el palacio de la reina? —preguntó Noal, dando un paso hacia la puerta.

—Espera —dijo Mat mientras tiraba del viejo hacia atrás y señalaba con la cabeza a los seanchan. ¿Su esposa? ¡Malditas mujeres! Jodidos dados en su jodida cabeza!

—Traigo unos despachos para la Augusta Señora Suroth —anunció uno de los seanchan, una mujer, al tiempo que daba unas palmadas a una cartera de cuero que le colgaba del hombro. El yelmo tenía una única pluma fina que indicaba su categoría de oficial de bajo rango, si bien la mujer montaba un castrado pardo, alto y con aspecto de ser veloz. Los otros dos animales eran robustos, pero poco más podía añadirse a eso.

—Entra, con la bendición de la Luz —dijo Surlivan, que hizo una ligera reverencia.

El saludo de respuesta de la mujer montada en la silla fue un fiel reflejo del de Surlivan.

—Que la bendición de la Luz también sea contigo —manifestó con su curioso acento, y los tres jinetes entraron en el patio acompañados por el trapaleo de cascos.

—Es muy extraño —musitó Surlivan, que seguía con la mirada a los recién llegados—. Siempre nos piden permiso a nosotros, no a ellos. —Señaló con la vara a los guardias seanchan, apostados al otro lado de las puertas. Que Mat hubiese visto, éstos no se habían movido lo más mínimo de su rígida postura ni habían echado siquiera una ojeada a los jinetes.

—¿Y qué harían si les contestaseis que no pueden entrar? —inquirió quedamente Noal mientras se colocaba mejor el fardo a la espalda.

Surlivan giró sobre sus talones.

—Basta que haya prestado juramento a mi reina —repuso con voz inexpresiva—, y que ella lo haya prestado… a quien lo ha prestado. Proporcionad una cama a vuestro amigo, milord. Y advertirle que hay cosas que es mejor no decirlas en Ebou Dar y preguntas a las que es mejor no responder.

Noal pareció aturullarse y empezó a protestar que sólo sentía curiosidad, pero Mat intercambió algunas bendiciones y cortesías más con el oficial altaranés —lo más deprisa posible, desde luego— y condujo a su nueva amistad a través de las puertas mientras le daba explicaciones en voz baja sobre los Escuchadores. Que el hombre le hubiese salvado el pellejo con el gholam no significaba que le fuera a permitir que se lo pusiera en bandeja a los seanchan. También tenían personas a las que llamaban Buscadores, y, por lo poco que había oído sobre ellos —hasta la gente que hablaba sin tapujos sobre la Guardia de la Muerte cerraba la boca cuando salían a relucir los Buscadores—, éstos hacían que los interrogadores de los Capas Blancas parecieran muchachos martirizando moscas en comparación, algo desagradable pero no peligroso para un hombre.

—Entiendo —dijo lentamente el viejo—. No sabía eso. —Parecía irritado consigo mismo—. Debes de pasar mucho tiempo con los seanchan. Entonces, ¿conoces también a la Augusta Señora Suroth? Vaya, no tenía idea de que estuvieses relacionado con estamentos tan altos.

—Paso el tiempo con los soldados en las tabernas, cuando puedo —replicó secamente Mat. Cuando Tylin se lo permitía. ¡Luz, era como si estuviese casado!—. Suroth ignora que existo. —Y esperaba fervientemente que siguiera siendo así.

Los tres seanchan ya se habían perdido de vista, y sus caballos eran conducidos a las cuadras, pero varias docenas de sul’dam hacían que las damane realizaran su ejercicio vespertino caminando en un amplio círculo por el patio. Casi la mitad de las damane vestidas de gris eran mujeres de piel oscura, sin las joyas que habían llevado como Detectoras de Vientos. Había más como ellas en el palacio y en otras partes; los seanchan habían recogido una rica cosecha de los barcos de los Marinos que no habían podido escapar. La mayoría mostraba un gesto pétreo o de hosca resignación, pero siete u ocho miraban fijamente al frente, aturdidas, aún sin dar crédito a lo que había pasado. Todas ellas tenían a su lado una damane seanchan que las cogía de la mano o las rodeaba con el brazo, sonriendo y susurrándole bajo la aprobadora mirada de las mujeres que llevaban los brazaletes unidos a sus cadenas plateadas. Unas pocas de esas aturdidas mujeres se aferraban a las damane que caminaban con ellas como si se agarrasen a una tabla de salvación. Aquello habría bastado para hacer que Mat se estremeciera si sus empapadas ropas no se hubiesen encargado ya de ello.

Intentó meter prisa a Noal a través del patio, pero el círculo en movimiento llevó cerca de él a una damane que no era seanchan ni Atha’an Miere; iba unida a una sul’dam canosa y regordeta, una mujer de tez aceitunada que habría podido pasar por altaranesa y por la madre de alguien. Una madre severa con una criatura rebelde, a juzgar por el modo en que miraba a la mujer que tenía a su cargo. Teslyn Baradon había adelgazado tras un mes y medio en poder de los seanchan, pero el gesto de su rostro intemporal todavía era el de quien come zarzas tres veces al día. Por otro lado, caminaba tranquilamente y obedecía las quedas órdenes de la sul’dam sin vacilar, e hizo un alto para realizar una profunda reverencia a Mat y a Noal. No obstante, durante una fracción de segundo sus oscuros ojos destellaron de odio hacia Mat antes de que su

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