paredes sin ventanas se había desconchado en muchos sitios y dejaba a la vista los ladrillos de debajo. El aire estaba cargado de un pestilente olor a podrido, y Mat quiso creer que lo que se aplastaba bajo sus botas con un ruido fangoso al pisarlo era barro a pesar de que soltaba una peste horrible. Tampoco había gente, de manera que podía avanzar a buen paso; o, más bien, lo que podía considerarse a buen paso con sus capacidades actuales. Se moría de ganas por que llegase el día en el que pudiera volver a caminar unos cuantos kilómetros sin jadear, sin sentir dolor y sin necesitar apoyarse en un bastón. Un sinnúmero de callejones, algunos tan estrechos que rozaba con los hombros a los lados, cruzaban la ciudad en un laberinto en el que era fácil perderse. Sin embargo, Mat no se equivocó en un solo giro, ni siquiera cuando un pasaje angosto y sinuoso se bifurcaba de repente en tres e incluso cuatro, todos los cuales parecían serpentear más o menos en la misma dirección. Había tenido que evitar ser visto en Ebou Dar en muchas ocasiones, y conocía aquellos callejones como la palma de su mano. Pero, curiosamente, seguía teniendo la impresión de que alguien lo vigilaba. Suponía que no dejaría de notar esa sensación mientras llevara esas puñeteras ropas.
A pesar de no tener más remedio que abrirse paso con dificultad entre la masa de gente y animales para ir de un callejón a otro, y de vez en cuando avanzar a empujones a través de un puente que parecía un sólido muro de humanidad, se encontró cerca de palacio en el mismo tiempo que habría tardado en recorrer tres calles. Entró rápidamente por el pasaje oscuro, situado entre una taberna bien iluminada y una tienda de objetos de loza lacada, a esas horas cerrada, y se preguntó qué habrían preparado de cena en las cocinas. Más amplio que la mayoría, y lo bastante ancho para que cupiesen tres hombres si no les importaba tocarse con los hombros, aquel callejón desembocaba en la plaza de Mol Hara, casi enfrente del palacio de Tarasin. Suroth vivía allí, y el personal de cocina se había superado desde que la Augusta Señora los había hecho azotar a todos después de probar la primera comida. Puede que hubiese ostras con crema, y quizá pescado asado, y calamares con pimientos. Tras internarse diez pasos en las sombras, pisó algo que no se aplastó con un sonido fangoso, y Mat se fue al helado suelo al tiempo que soltaba un gemido; en el último instante se retorció para no caer sobre la pierna dañada. Un gélido líquido empapó de inmediato su chaqueta. Esperó que fuese agua.
Volvió a gruñir cuando unas botas cayeron sobre su hombro. El tipo tropezó con él y resbaló en el barro, deslizándose más hacia el interior del callejón, a la par que maldecía; cayó sobre una rodilla, pero recuperó el equilibrio justo a tiempo para no irse de bruces al suelo. Los ojos de Mat se habían acostumbrado a la penumbra lo suficiente para distinguir a un hombre delgado, de aspecto corriente. Un hombre que tenía la cara marcada con lo que parecía una cicatriz. Pero no era un hombre, sino una criatura a la que había visto desgarrar la garganta de su amigo con una mano, y sacarse un cuchillo hincado en las costillas para después arrojárselo a él. Y esa cosa habría aterrizado justo delante de él, a escasa distancia, si Mat no hubiese tropezado. Quizá un leve giro de su influencia ta’veren había actuado en su favor, ¡gracias a la Luz! Todas aquellas ideas pasaron por su mente en el espacio de tiempo que el gholam tardó en recuperar el equilibrio, apoyándose en la pared, para después volver la cabeza y asestarle una mirada feroz.
Mascullando un juramento, Mat recogió el bastón y lo arrojó torpemente contra la criatura, a guisa de lanza, apuntando a las piernas con la esperanza de que se enredara en él y así ganar unos segundos. El ser fluyó hacia un lado como si fuese agua, esquivando el bastón, mientras las botas resbalaban un poco en el barro, y después se lanzó sobre Mat. Pero el retraso había sido suficiente. Tan pronto como el bastón salió disparado de su mano, Mat buscó debajo de la camisa el medallón con forma de cabeza de zorro, rompió el cordón de un tirón y adelantó el colgante plateado. El gholam se arrojó contra él, y Mat agitó desesperadamente el medallón. La plata que había tenido un tacto fresco contra su pecho rozó la mano extendida de la criatura con un siseo semejante al de una loncha de tocino al tocar la sartén, y surgió olor a carne quemada. Con la fluida flexibilidad del azogue, gruñendo, el ser intentó evitar el medallón que giraba en el aire para coger a Mat por cualquier parte. Si le ponía las manos encima, Mat podía darse por muerto. Esta vez no se entretendría en jugar con él, como había hecho en el Rahad. Sin dejar de girar el cordón, logró tocarle con la cabeza de zorro primero una mano y luego la cara, y en cada ocasión el roce se vio acompañado del siseo y el olor a carne quemada, como si le hubiese dado con una plancha al rojo vivo. Enseñando los dientes, el gholam retrocedió, pero agazapado sobre las puntas de los pies, las manos crispadas como garras, presto para saltar sobre él a la menor vacilación.
Manteniendo los constantes giros del medallón, Mat se incorporó trabajosamente sin quitar ojo a la criatura que tenía aspecto de hombre. «Él desea tanto tu muerte como la de ella», le había dicho en el Rahad, sonriendo. Ahora no hablaba ni sonreía. No sabía quién era el «él» ni la «ella», pero el resto estaba claro como el agua. Y allí se encontraba, apenas capaz de sostenerse en pie. La cadera y la pierna le dolían de forma espantosa, y también las costillas. Por no mencionar el hombro sobre el que había aterrizado el gholam. Tenía que regresar a la calle, entre la gente. Quizá siendo muchos podrían detener a esa cosa. Era una esperanza ínfima, pero no veía ninguna otra. La calle no estaba lejos; podía oír el fárrago de voces, apenas atenuado por la distancia.
Retrocedió un paso, con cuidado, pero el pie le resbaló en algo que soltó un espantoso olor y que lo hizo golpearse contra la pared de la taberna. Sólo los frenéticos giros de la cabeza de zorro plateada mantuvieron alejado al gholam. Las voces de la calle sonaban tentadoramente próximas, pero tanto habría dado si hubiesen sonado en Barsine. Barsine había dejado de existir hacía mucho tiempo, y él no tardaría en hacer lo mismo.
—¡Ha entrado en ese callejón! —gritó un hombre—. ¡Seguidme, deprisa! ¡Se escapará!
Mat no apartó los ojos del gholam, cuya mirada se desvió de él hacia la calle y dejó entrever una vacilación.
—Tengo órdenes de evitar llamar la atención, salvo de aquellos a los que siego —espetó—, así que vivirás un poco más. Un poco más.
Dio media vuelta y corrió callejón adelante; resbaló algo en el barro, pero aun así dio la impresión de fluir cuando giró en la esquina, por detrás de la taberna.
Mat corrió en pos del ser. No habría sabido decir por qué, salvo que éste había intentado matarlo, que lo intentaría de nuevo y que él tenía el vello erizado. De modo que iba a matarlo cuando se le antojara, ¿no? Si el medallón podía herirlo, quizá también podía matarlo.
Llegó a la esquina de la taberna y vio al gholam al mismo tiempo que éste miraba hacia atrás y lo veía a él. De nuevo, la criatura vaciló un instante. La puerta trasera de la taberna, abierta de par en par, dejaba salir los sonidos de bulliciosa algarabía. La criatura metió las manos en un agujero donde faltaba un ladrillo, en la pared del edificio de enfrente de la taberna, y Mat se puso tenso. No parecía que aquella cosa necesitara armas, pero si había escondido una allí… No creía que pudiera salir vivo de un enfrentamiento con el ser blandiendo cualquier tipo de arma. A las manos les siguieron los brazos, y a continuación la cabeza del gholam penetró por el agujero. Mat se quedó boquiabierto. El torso del ser se deslizó por el hueco, luego las piernas, y desapareció… a través de una abertura del tamaño de las dos manos de Mat.
—Creo que jamás vi algo igual —dijo quedamente alguien a su lado, y Mat dio un brinco de sobresalto al darse cuenta de que ya no estaba solo. El que había hablado era un viejo cargado de hombros, de pelo blanco, con una enorme nariz ganchuda plantada en medio de un semblante triste; llevaba un fardo colgado a la espalda. En ese momento enfundaba una daga muy larga en una vaina metida debajo de la chaqueta.
—Yo sí —dijo con voz apagada Mat—. En Shadar Logoth. —A veces fragmentos de su propia memoria, que él pensaba que había perdido, surgían no sabía de dónde, y ése acababa de hacerlo al contemplar al gholam. Era un recuerdo que habría preferido que permaneciera dormido.
—No hay muchos que sobrevivan a una visita allí —comentó el viejo mientras lo observaba. Su cara arrugada le resultaba de algún modo familiar a Mat, pero no era capaz de situarla—. ¿Y qué demonios te llevó a Shadar Logoth?
—¿Dónde están tus amigos? —preguntó Mat—. La gente a la que gritabas. —En el callejón sólo estaban ellos dos. Seguían oyéndose los ruidos de la calle, pero no sonaba grito alguno advirtiendo que alguien iba a escapar si no se apresuraban.
—No estoy seguro de que nadie ahí fuera entendiese lo que les gritaba —respondió el viejo, encogiéndose de hombros—. Bastante difícil es ya entenderlos a ellos. Sea como sea, pensé que a lo mejor eso haría huir al tipo. Sin embargo, después de ver eso… —Señaló con un gesto el agujero de la pared y soltó una risa desganada que dejó a la vista una dentadura mellada—. Creo que tú y yo tenemos la suerte del Oscuro.
Mat torció el gesto. Esa frase la había escuchado demasiadas veces refiriéndose a él, y no le gustaba. Principalmente porque no estaba seguro de que no fuera verdad.
—Quizá la tengamos —murmuró—. Perdona, debería presentarme al hombre que me ha salvado el cuello. Soy Mat Cauthon. ¿Acabas de llegar a Ebou Dar? —Aquel fardo a la espalda le daba la apariencia de alguien que está de viaje—. Te resultará difícil encontrar un sitio donde dormir. —Tomó con cuidado la sarmentosa mano que el otro hombre le tendía. Era un cúmulo de huesos nudosos, como si todos se hubiesen roto a la vez y se hubiesen soldado mal. Pero el apretón era firme.
—Soy Noal Charin, Mat Cauthon. Y no, llevo aquí un tiempo, pero mi catre en el ático de Los Patos Dorados lo ocupa ahora un gordo mercader illiano, comerciante de aceite, al que han levantado de su cuarto esta mañana para dárselo a un oficial seanchan. Pensé que podría pasar la noche en este callejón. —Se frotó un lado de la enorme nariz con un huesudo dedo y rió como si dormir en un callejón no tuviera la menor importancia—. No será la primera vez que he dormido al raso, incluso en una ciudad.
—Creo que puedo arreglar eso —dijo