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  2. El corazón del invierno
  3. Capítulo 71
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el trasero. ¡Mujeres!

Una vez que se hubieron alejado de ellas, Mat lanzó una mirada ceñuda al chico, que caminaba a su lado con paso airoso y ligero. Olver había crecido desde que Mat lo vio por primera vez, pero aun así seguía siendo bajo para su edad. Y, con aquella boca grande y las orejas aún más grandes, nunca sería apuesto.

—Podrías meterte en un buen lío por hablar así a las mujeres —le dijo—. A las mujeres les gustan los hombres serios y formales, con buenos modales. Reservados y quizás un poco tímidos. Cultiva esas cualidades, y las cosas te irán bien.

Olver le dirigió una mirada asombrada, incrédula, y Mat suspiró. El muchacho tenía un puñado de «tíos» que cuidaban de él, y todos excepto Mat eran una mala influencia.

La presencia de Thom y Beslan bastó para devolverle la sonrisa a Olver, que se soltó de un tirón de la mano de Mat y corrió hacia ellos, riendo. Thom le estaba enseñando a hacer juegos malabares y a tocar el arpa y la flauta, y Beslan lo instruía en el manejo de la espada. Sus otros «tíos» le daban clases sobre una gran variedad de otros tipos de habilidades. Mat tenía intención de enseñarle a manejar el bastón de combate, así como el arco de Dos Ríos, una vez que él se encontrara en forma de nuevo. Y prefería ignorar lo que el chico estaba aprendiendo de Chel Vanin o de los Brazos Rojos.

Luca se levantó de su extravagante sillón al ver acercarse a Mat, a la par que su sonrisa fatua se tornaba en una mueca agria. Miró a Mat de arriba abajo e hizo ondear aquella capa ridícula con una exagerada floritura mientras anunciaba en voz bien alta:

—Soy un hombre muy ocupado, y tengo mucho que hacer. Es posible que a no tardar tenga el honor de ser invitado para una representación privada ante la Augusta Señora Suroth.

Sin añadir nada más, se alejó sujetando la adornada capa con una sola mano, de manera que las ráfagas de aire la hicieron flamear tras él como un estandarte.

Mat sujetó la suya con ambas manos. Una capa era para dar calor. Había visto a Suroth en palacio, si bien nunca de cerca —aunque sí todo lo cerca que quería él—, y no podía imaginarla concediendo un minuto de su tiempo al Gran Espectáculo Ambulante y Magnífica Exhibición de Maravillas y Portentos de Valan Luca, como anunciaba en grandes letras rojas de un paso de altura el letrero de tela extendido entre dos altos postes a la entrada del espectáculo. Y, si lo hacía, sería para merendarse a los leones. O para darles un susto de muerte.

—¿Ha accedido ya, Thom? —preguntó en voz queda mientras seguía con la mirada, ceñudo, la marcha de Luca.

—Podemos viajar con él cuando se marche de Ebou Dar —respondió el envejecido hombre—. Por un precio. —Resopló de manera que tembló su bigote, y se pasó la mano por el cabello blanco en un gesto irritado—. Podríamos comer y dormir como reyes por lo que pide; pero, conociéndolo, dudo que lo hagamos. No cree que seamos delincuentes puesto que podemos movernos libremente, pero sabe que huimos de algo, o en caso contrario viajaríamos por otros medios. Desgraciadamente, no tiene intención de partir hasta la primavera como muy pronto.

¡Hasta la primavera! Mat pensó en varias maldiciones bien escogidas. Sólo la Luz sabía qué habría hecho Tylin con él para entonces o lo que le habría hecho hacer. Quizá la idea de que Vanin robara unos caballos no era tan mala.

—Eso me dará más tiempo para jugar a los dados —comentó como si no le diese ni frío ni calor—. Si quiere tanto como dices, necesitaré engordar mi bolsa. Si algo puede decirse de los seanchan, es que no parece importarles perder.

Había tenido buen cuidado en no abusar de su suerte, y no se había enfrentado a amenazas de cortarle el cuello por tramposo, al menos desde que estuvo en condiciones de salir de palacio por su propio pie. Al principio, había creído que se debía a que su suerte había aumentado o quizás al hecho de que ser ta’veren empezaba a servir finalmente para algo útil.

Beslan lo observaba con gesto grave. Era un hombre delgado y moreno, un poco más joven que Mat, y tenía una actitud risueña, despreocupada y tarambana cuando Mat lo conoció, siempre dispuesto a recorrer tabernas, sobre todo si la velada acababa con mujeres o una pelea. Desde la llegada de los seanchan, sin embargo, se había vuelto más circunspecto. Para él, era un asunto serio.

—A mi madre no le hará gracia si descubre que estoy ayudando a su galán a huir de Ebou Dar, Mat. Me casará con una mujer bizca y tan bigotuda como un soldado de infantería tarabonés.

Después de tanto tiempo, Mat seguía encogiéndose. Nunca se acostumbraría a que el hijo de Tylin se tomara como algo natural lo que su madre hacía con él. Bueno, Beslan pensaba que la reina se había vuelto un poco posesiva —¡sólo un poco, ojo!—, pero ésa era la única razón de que estuviese dispuesto a prestarle ayuda. ¡Afirmaba que Mat era lo que su madre necesitaba para olvidar los acuerdos con los seanchan que se había visto obligada a aceptar! A veces Mat deseaba encontrarse de nuevo en Dos Ríos, donde uno sabía al menos el modo de pensar de la gente. Sólo a veces, claro.

—¿Podemos regresar a palacio ya? —preguntó Olver, más en tono de exigencia que de petición—. Tengo una clase de lectura con lady Riselle. Deja que apoye la cabeza en su pecho mientras me lee.

—Un logro notable, Olver —comentó Thom mientras se atusaba el bigote para disimular una sonrisa. Se acercó a los otros dos hombres y bajó la voz para que el chico no lo oyera—. Esa mujer me hizo que tocara el arpa para ella antes de dejarme apoyar la cabeza en esa magnífica almohada suya.

—Riselle siempre hace que cualquiera la entretenga antes —rió Beslan con aire avispado, y Thom lo miró estupefacto.

Mat gimió. Esta vez no era por su pierna ni por el hecho de que aparentemente todos los hombres de Ebou Dar pudieran elegir el pecho donde reposar la cabeza excepto Mat Cauthon. Los jodidos dados acababan de empezar a rodar nuevamente dentro de su cabeza. Se avecinaba algo malo. Algo muy malo.

16. Un encuentro inesperado

El paseo de vuelta a la ciudad —más de tres kilómetros a través de cerros bajos— hizo que se adormeciera el dolor de la pierna de Mat y que volviera a despertarse antes de que remontaran una elevación desde la que se divisaba Ebou Dar al fondo, detrás de la muralla blanca revocada, exageradamente ancha, que ninguna catapulta de asedio había sido capaz de derribar. También la ciudad era blanca, aunque se veían unas pocas cúpulas puntiagudas que lucían finas franjas de colores. Los enlucidos edificios, minaretes, torres y palacios resplandecían incluso en un gris día invernal. Aquí y allí una torre mostraba una línea resquebrajada e irregular en la parte alta o se veía un hueco donde se había destruido un edificio; pero, a decir verdad, eran contados los daños ocasionados por la conquista de los seanchan. Habían sido demasiado rápidos, demasiado fuertes, y se habían hecho con el control de la ciudad antes de que pudiera organizarse una verdadera resistencia.

Sorprendentemente, el comercio que existía en esta época del año apenas había acusado la toma de la ciudad. Los seanchan lo fomentaban, si bien a los mercaderes y los capitanes de barco y tripulaciones se les exigía prestar el juramento de obediencia a los Precursores y de servir a los Que Llegan Antes. En la práctica, tal cosa significaba en gran parte llevar la misma vida de antes, de modo que pocos se oponían. El enorme puerto estaba más y más abarrotado cada vez que Mat lo contemplaba. Esa tarde parecía que podría haber atravesado a pie desde Ebou Dar propiamente dicha hasta el Rahad, un barrio peligroso que prefería no volver a visitar nunca. A menudo, en los días que siguieron a aquel en que pudo volver a caminar otra vez, había bajado a los muelles para observar. No los barcos con velas nervadas ni los de los Marinos, que los seanchan aparejaban de nuevo y dotaban con sus propias tripulaciones, sino las naves en las que ondeaban las Abejas Doradas de Illian, o la Mano y la Espada de Arad Doman, o las Tres Lunas Crecientes de Tear. Había dejado de hacerlo ya. Ahora apenas si dirigió una mirada hacia el puerto. Aquellos dados rodando en su cabeza atronaban como una tormenta. Fuera lo que fuese lo que se avecinaba, dudaba mucho que resultara de su agrado. Casi nunca lo era cuando los dados le avisaban.

En medio del constante flujo de tráfico por las grandes puertas en arco de la entrada y de gente a pie que se apelotonaba para entrar, una ancha columna de carretas y carros de bueyes se extendía todo el trecho hasta la elevación donde se encontraban, esperando para acceder a la ciudad y sin apenas avanzar. Todos los que viajaban a caballo eran seanchan, ya tuviesen la piel tan blanca como los cairhieninos o tan oscura como la de los Marinos, y no sólo sobresalían por ir montados. Algunos de los hombres llevaban pantalones muy amplios y extrañas chaquetas ajustadas, con un cuello alto que se ajustaba a la garganta hasta la barbilla, e hileras de brillantes botones de metal en la pechera, o capas con trabajados bordados casi tan largas como un vestido de mujer. Pertenecían a la Sangre, al igual que las mujeres vestidas con trajes de montar de corte extraño que parecían hechos de finas tablas, con faldas pantalón bajo las que asomaban botas tobilleras de colores, y amplias mangas que colgaban hasta los estribos. Unas cuantas se cubrían con velos de encaje que les tapaban completamente el rostro salvo los ojos, a fin de no dejarlo expuesto a la vista de gentes de baja cuna. No obstante, la mayoría de los jinetes, con gran diferencia, lucían armaduras de brillantes colores, con petos de láminas imbricadas. Entre los soldados también había algunas mujeres, si bien era imposible distinguirlas bajo aquellos yelmos semejantes a cabezas de insectos monstruosos. Al menos ninguno llevaba la armadura negra y roja de la Guardia de la Muerte; incluso otros seanchan parecían sentirse nerviosos encontrándose cerca de miembros de ese cuerpo de elite, detalle suficiente para que Mat los evitara todo lo posible.

En cualquier caso, ninguno de los seanchan se molestó en dedicar más de una ojeada breve a tres hombres y un chico que caminaban lentamente hacia la ciudad, a lo largo de la columna de carretas y carros que esperaban entrar. Es decir, los hombres caminaban despacio; Olver iba brincando. La pierna resentida de Mat marcaba el paso a todos, si bien él intentaba que los demás no notaran demasiado que se apoyaba en el bastón. Por lo general los dados anunciaban incidentes de los que se las ingeniaba para salir por los pelos, ya fuesen batallas o edificios derrumbándose sobre su cabeza. O Tylin. Temía lo que ocurriría cuando dejasen de rodar esta vez.

Casi todas las carretas y los carros que salían de la ciudad iban conducidos por seanchan, o bien éstos caminaban junto a los vehículos; eran gentes vestidas de manera más sencilla que las que iban a caballo y de aspecto apenas

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