lo general podía olvidarse de lo que llevaba puesto a menos que alguien lo sacara a relucir. Ya había habido un par de incidentes en tabernas. Mientras había permanecido tumbado, con la pierna rota entablillada, las costillas sujetas con un vendaje prieto y más vendajes por casi todo el cuerpo, Tylin le había escondido todas sus ropas, y él no había podido encontrarlas todavía, pero seguro que sólo estaban escondidas, no quemadas. Después de todo, no podía tener intención de retenerlo para siempre. Lo único que le quedaba de su propiedad era el sombrero y el pañuelo de seda negra anudado al cuello. Y la cabeza de zorro plateada, por supuesto, colgada de un cordón al cuello, debajo de la camisa. Y sus cuchillos; realmente se habría sentido perdido sin ellos. Cuando finalmente había conseguido levantarse de la puñetera cama, la maldita mujer ordenó que le hicieran ropa nueva, con ella delante, allí sentada, ¡mientras la maldita modista le tomaba medidas! Los puños de blanquísimo encaje casi le cubrían las jodidas manos, a menos que tuviera cuidado, y más encaje caía desde el cuello hasta casi la jodida cintura. A Tylin le gustaba que los hombres llevaran encajes y puntillas. La capa era de un intenso color escarlata, tanto como las calzas excesivamente ceñidas, y bordeada con filigranas doradas y rosas blancas, nada menos. Eso, por no mencionar el jodido óvalo blanco en el hombro izquierdo, con el emblema del Ancla y la Espada de la casa Mitsobar. La chaqueta tenía un azul chillón que habría encantado a un gitano, con grecas tearianas bordadas en rojo en la pechera y a lo largo de las mangas, además. No quería acordarse del momento que se había visto obligado a pasar para convencer a Tylin de que no le pusieran perlas y zafiros y sólo la Luz sabía que más. Y era corta, encima. ¡Indecentemente corta! A Tylin también le gustaba su puñetero culo, ¡y al parecer no le importaba quién más lo veía!
Se echó la capa sobre los hombros —al menos servía para taparlo— y cogió el bastón de donde lo había dejado apoyado, al lado de la puerta. La cadera y la pierna iban a fastidiarle hasta que acabara con el dolor a costa de caminar.
—Dentro de dos o tres días, entonces —dijo con tanta dignidad como logró reunir.
Aludra soltó una risita queda, pero no lo bastante para que él no la escuchara. ¡Luz, una mujer podía humillar más con una risa que un matón de los muelles con una sarta de insultos! Y tan deliberadamente como éste.
Salió cojeando del carro y, tan pronto como hubo bajado los peldaños de madera adosados a la caja, cerró de un fuerte portazo. El cielo vespertino ofrecía el mismo aspecto que por la mañana, gris y borrascoso, cubierto de negros nubarrones. Soplaba un viento cortante. En Altara no había invierno de verdad, pero se le parecía bastante. En lugar de nieve, caía una lluvia helada y llegaban borrascas del mar, y además la humedad era tanta que daba la impresión de que el frío fuera más intenso. Aun cuando no llovía, bajo las botas se sentía el suelo empapado. Ceñudo, Mat se alejó renqueando de la carreta.
¡Mujeres! No obstante, Aludra era bonita. Y sabía hacer fuegos de artificio. ¿Un fundidor de campanas? A lo mejor conseguía acortarlo a dos días. Eso, si es que Aludra no empezaba a perseguirlo. Últimamente parecía que muchas mujeres lo hacían. ¿Acaso Tylin había cambiado algo en él que hacía que otras mujeres lo persiguieran igual que ella? No. Eso era ridículo. El viento le agitó la capa, alzándola tras su espalda, pero Mat iba demasiado absorto para darse cuenta. Un par de mujeres delgadas —acróbatas, le pareció— le dedicaron sonrisas maliciosas cuando pasaron a su lado, y Mat respondió con otra sonrisa al tiempo que hacía su mejor reverencia. Tylin no lo había cambiado. Seguía siendo el mismo hombre que había sido siempre.
El espectáculo de Luca era cincuenta veces más grande de lo que Thom le había contado, puede que más; un extenso batiburrillo de tiendas y carretas, del tamaño de un pueblo. A pesar del mal tiempo, varios artistas practicaban. Una mujer, vestida con una amplia blusa blanca y unas polainas tan ajustadas como las suyas, se mecía en una cuerda sujeta a dos altos postes; entonces se tiró y, de algún modo, se sujetó con los pies a la cuerda justo antes de precipitarse al suelo. A continuación se retorció para coger la cuerda con las manos, se elevó a pulso hasta sentarse en ella de nuevo, y volvió a repetir los pasos de antes. No muy lejos, un tipo corría literalmente encima de una rueda con forma de huevo que debía de tener seis metros de largo, montado sobre una plataforma que lo situaba a más altura que la mujer, la cual no tardaría en romperse el cuello por necia. Mat observó a un hombre con el pecho ancho como un barril que hacia rodar tres brillantes bolas a lo largo de los brazos y los hombros sin tocarlas siquiera con las manos. Eso era interesante. Quizá él sería capaz de hacerlo. Al menos esas bolas no lo dejaban a uno hecho pedazos y sangrando. De las otras ya había tenido más que suficiente y de sobra para toda la vida.
Sin embargo, lo que le llamó la atención realmente fueron las hileras de caballos. Largas filas de caballos y, a su lado, dos docenas de hombres, abrigados para protegerse del frío, que cargaban el estiércol en carretillas. Cientos de caballos. Al parecer, Luca había dado cobijo a algún domador de animales seanchan, y su recompensa había sido una autorización o cédula, firmada por la Augusta Señora Suroth en persona, que le permitía conservar todos los animales. Puntos, el caballo de Mat, estaba a buen recaudo, a salvo del sorteo ordenado por Suroth, porque se encontraba en los establos del palacio de Tarasin, pero sacar al castrado de esos establos estaba fuera de su alcance. Tylin le había puesto una correa al cuello, y no tenía intención de soltarlo de momento.
Se dio media vuelta, y se planteó la idea de ordenar a Vanin que robara algunos de los caballos del espectáculo si la conversación que iba a mantener con Luca no tenía el resultado que esperaba. Por lo que sabía de Vanin, dicha tarea sería un paseo vespertino para aquel hombre insólito. A pesar de su gruesa constitución, Vanin podía robar y montar cualquier caballo parido por una yegua. Por desgracia, Mat dudaba que él fuera capaz de aguantar sobre una silla más de dos kilómetros. Con todo, era una posibilidad que debía tener en cuenta. Empezaba a estar desesperado.
Siguió avanzando renqueante y contemplando ociosamente los ejercicios de malabaristas y acróbatas mientras se preguntaba cómo era posible que las cosas hubiesen llegado a tal extremo. ¡Rayos y centellas! ¡Él era ta’veren! ¡Se suponía que el discurrir del mundo estaría marcado por su influencia! Pero ahí estaba, estancado en Ebou Dar, el juguete de Tylin —¡que ni siquiera había esperado a que se hubiera sanado completamente para saltar sobre él como un ganso sobre un escarabajo!—, mientras todos los demás lo pasaban en grande. Con esas Allegadas adulándola, Nynaeve estaría tratando con prepotencia a todo bicho viviente. Una vez que Egwene se diese cuenta de que esas chifladas Aes Sedai que la habían nombrado Amyrlin no lo habían hecho en serio, Talmanes y la Compañía de la Mano Roja la harían desaparecer como por arte de magia. ¡Luz! Y, si conocía bien a Elayne, ¡seguramente llevaría ya puesta la Corona de la Rosa a estas alturas! Y Rand y Perrin probablemente estarían haraganeando delante de una chimenea, en algún palacio, bebiendo vino y compartiendo anécdotas y chistes.
Torció el gesto y se frotó la frente al sentir un fugaz remolino de colores girando dentro de su cabeza. Eso le ocurría últimamente cada vez que pensaba en cualquiera de los dos. Ignoraba por qué, y tampoco quería saberlo. Lo único que quería es que dejara de pasar. ¡Si por lo menos pudiera escapar de Ebou Dar! Y llevarse consigo el secreto de los fuegos de artificio, por supuesto; pero en todo momento la huida tenía prioridad sobre esos secretos.
Thom y Beslan seguían donde los había dejado, bebiendo con Luca delante de la carreta de éste profusamente adornada, pero Mat no se reunió con ellos de inmediato. Por alguna razón, a Luca le había caído mal desde el primer momento. Era recíproco, desde luego, pero en su caso existía una razón. El semblante de Luca traslucía la petulancia de quien se siente ufano de sí mismo, además de esa sonrisa de suficiencia que dirigía a cualquier mujer. Y parecía pensar que todas las mujeres del mundo disfrutaban mirándolo. ¡Luz, ese hombre estaba casado!
Despatarrado en un sillón dorado, que debía de haber robado de un palacio, Luca reía y gesticulaba exagerada y arrogantemente a Thom y a Beslan, que ocupaban sendos bancos a su derecha e izquierda. Estrellas y cometas dorados cubrían su chaqueta y su capa, de un color rojo brillante. ¡Hasta un gitano se habría sentido avergonzado de llevar esas prendas! ¡Y su carreta habría hecho llorar a un gitano! Mucho más grande que la de Aludra, ¡parecía estar lacada! Todo en derredor de la caja se repetían las fases de la luna en tono plateado, y estrellas y cometas dorados de todos los tamaños cubrían el resto de la superficie roja y azul. En ese marco, el aspecto de Beslan casi parecía normal y corriente con su chaqueta y capa adornadas con aves abatiéndose en vuelo. La apariencia de Thom, que en ese momento se limpiaba el vino del largo bigote con los nudillos, resultaba indiscutiblemente sosa con sus ropas de sencillo paño color bronce y su oscura capa.
Una persona que debería encontrarse allí no estaba presente, pero una rápida ojeada en derredor le descubrió a Mat un grupo de mujeres en una carreta cercana. Las había de todas las edades, desde la de Mat hasta las que ya lucían canas, pero todas ellas reían divertidas con la persona a la que rodeaban. Suspirando, Mat se dirigió hacia allí.
—Oh, no puedo decidirme —se oyó una voz aguda en el centro del grupo—. Cuando te miro, Merici, contemplo los ojos más bonitos que he visto en mi vida. Pero al mirarte a ti, Neilyn, entonces pienso que los más bonitos son los tuyos. Tus labios son como cerezas, Gillin, y los tuyos, Adria, hacen que desee besarlos. Y tu cuello, Jameine, grácil como el de un cisne…
Tragándose una maldición, Mat apresuró el paso todo lo posible y se abrió camino entre las mujeres pidiendo disculpas a derecha e izquierda. Olver se encontraba en medio de ellas, y el chico, pálido y bajo, gesticulaba y les sonreía por turno. Por sí sola, aquella sonrisa enseñando los dientes bastaba para que en cualquier momento una de ellas decidiese darle de bofetadas.
—Por favor, disculpadlo —murmuró Mat mientras cogía de la mano al chico—. Vamos, Olver, tenemos que regresar a la ciudad. Deja de mover la capa. En realidad no sabe lo que dice. No sé dónde aprende esas cosas.
Por suerte, las mujeres se echaron a reír y alborotaron el cabello de Olver mientras Mat se lo llevaba. Algunas comentaron que era un chiquillo muy dulce, ¡nada menos! Una metió la mano por debajo de la capa del chico y le pellizcó