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  2. El corazón del invierno
  3. Capítulo 66
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reír.

—Habría dicho que estarías más preocupada, Aran’gar —murmuró Graendal por encima de la copa de vino. Ocultaba su irritación tan poco como el casi transparente velo plateado de su vestido ocultaba sus turgentes curvas—. Tú y Osan’gar y Demandred. Y Moridin, esté donde esté. Quizá deberíais temer el éxito de al’Thor tanto como su fracaso.

Riendo, Aran’gar atrapó entre las suyas la mano de la mujer que estaba de pie. Sus ojos verdes chispearon.

—¿Y quizá tú podrías explicar mejor lo que quieres decir si estuviésemos solas?

El vestido de Graendal cambió a un color negro, como si el velo fuese humo encubridor. Se soltó la mano de un tirón al tiempo que pronunciaba un juramento grosero, y se alejó del sillón. Aran’gar… soltó una risita.

—¿Qué quieres decir? —inquirió secamente Osan’gar mientras se incorporaba con esfuerzo de la silla. Una vez de pie, adoptó una pose de conferenciante, agarrando las solapas de la chaqueta, y su tono se tornó pedante—. En primer lugar, mi querida Graendal, dudo que ni siquiera yo fuese capaz de desarrollar un método para liberar el Saidin de la sombra del Gran Señor. Al’Thor es un primitivo. Cualquier cosa que intente resultará inevitablemente insuficiente, y yo, al menos, no puedo creer que sepa siquiera por dónde empezar. En cualquier caso, impediremos su intento porque el Gran Señor lo ordena. Puedo comprender el miedo a incurrir en el desagrado del Gran Señor si de algún modo fracasamos, por improbable que sea tal cosa, pero ¿por qué cualquiera de los que has nombrado de nosotros habría de tener un especial temor?

—Ciego como siempre, y árido como siempre —murmuró Graendal.

Al recobrar la compostura, su vestido era de nuevo una neblina ligera, aunque ahora roja. Quizá no estaba tan tranquila como quería dar a entender. O quizá quería que creyeran que controlaba cierta agitación. A excepción del velo, sus adornos procedían todos de la era actual: las gotas de fuego en el cabello dorado, un gran rubí que reposaba entre sus senos, y brazaletes de oro ornamentados en ambas muñecas. Y algo muy extraño —Demandred se preguntó si los otros habrían reparado en ello—: un sencillo aro de oro en el dedo meñique de la mano izquierda. Sencillo no era un término asociado nunca con Graendal.

—Si el joven quita de algún modo la sombra —continuó Graendal—, en fin… Que los que encauzáis Saidin ya no necesitaréis la protección especial del Gran Señor. ¿Confiará entonces en vuestra… lealtad? —Sonrió y dio un sorbo de vino.

Osan’gar no sonrió. Su semblante palideció y se frotó la boca con la mano. Aran’gar se sentó al borde del sillón, sin intentar ya parecer voluptuosa. Las manos se le crisparon como garras sobre el regazo, y lanzó una mirada fulminante a Graendal como si en cualquier momento fuera a echársele encima.

Demandred aflojó los puños. Finalmente había salido a la luz. Había esperado que al’Thor pereciera —o, si eso no resultaba, que fuera capturado antes de que esa sospecha surgiera en su mente—. Durante la Guerra del Poder, más de una docena de Elegidos había muerto por incurrir en la desconfianza del Gran Señor.

—El Gran Señor está seguro de que todos sois leales —anunció Moridin, que entró como si fuese el Gran Señor de la Oscuridad en persona. Muy a menudo había parecido que él creía serlo, y el rostro de muchacho que ahora exhibía no había cambiado eso. Pese a sus palabras, su gesto era sombrío, y el negro sin paliativos de su vestimenta hacía apropiado su nombre, Muerte—. No tenéis que preocuparos hasta que deje de estar seguro.

La chica, Cyndane, trotaba a sus talones como una pechugona perrilla faldera de pelo plateado, con atuendo rojo y negro. Por algún motivo, Moridin llevaba una rata encaramada en el hombro; el pálido hocico del animal venteaba el aire y los negros ojos escudriñaban la estancia con cautela. O quizá no hubiese motivo. Que tuviese un semblante juvenil tampoco significaba que estuviese más cuerdo.

—¿Por qué nos has convocado aquí? —inquirió Demandred—. Tengo muchas cosas que hacer y no me sobra tiempo para perderlo en charlas triviales. —Inconscientemente trató de erguirse en toda su estatura para igualar al otro hombre.

—¿Vuelve a faltar Mesaana? —comentó Moridin en lugar de contestar. Lástima. Debería oír lo que tengo que decir. —Cogió a la rata por la cola y observó el inútil pataleo del animal. Nada salvo la rata parecía existir para él—. Asuntos pequeños, en apariencia sin importancia, pueden convertirse en algo trascendente —murmuró—. Esta rata, por ejemplo. O si Isam tiene éxito en encontrar y matar a esa otra alimaña, Fain. O una palabra susurrada en el oído equivocado o no dicha en el oído adecuado. Una mariposa agita las alas sobre una rama, y al otro lado del mundo se desploma una montaña. —De repente la rata se retorció e intentó hundirle los dientes en la muñeca. Con indiferencia, lanzó al animal por el aire; hubo una repentina llamarada, algo más abrasador que el fuego, y la rata despareció. Moridin sonrió.

Demandred se encogió a despecho de sí mismo. Aquello había sido Poder Verdadero; no había percibido nada. Una mota negra pasó deslizándose por los azules ojos de Moridin, y después otra, y otra, en un flujo constante. El hombre debía de haber estado utilizando exclusivamente el Poder Verdadero desde que lo había visto por última vez, para acumular tantos saa tan rápidamente. Él mismo nunca había tocado el Poder Verdadero salvo por necesidad. Por extrema necesidad. Por supuesto, sólo Moridin tenía ese privilegio ahora, desde su… ungimiento. El hombre estaba realmente loco por utilizarlo sin restricciones. Era una droga más adictiva que el Saidin, más mortífera que el veneno.

Moridin cruzó el suelo desnudo y puso una mano sobre el hombro de Osan’gar; los saa hacían más ominosa su sonrisa. El hombre más bajo tragó saliva y respondió con una sonrisa titubeante.

—Es bueno que nunca hayáis considerado la idea de cómo quitar la sombra del Gran Señor —manifestó quedamente Moridin. ¿Cuánto tiempo había estado fuera? La sonrisa de Osan’gar se tornó enfermiza—. Al’Thor no es tan listo como vosotros. Cuéntales, Cyndane.

La menuda mujer se irguió. Por su rostro y su figura era como una suculenta ciruela madura, en su punto para arrancar del árbol, pero sus grandes ojos azules eran glaciales. Un durazno, quizá. Los duraznos eran venenosos en ese momento.

—Recordáis los Choedan Kal, supongo. —Por más que se esforzase, aquella voz grave y jadeante sólo podía sonar sensual, pero se las ingenió para inyectarle sarcasmo—. Lews Therin tiene dos de las llaves de acceso, una para cada uno. Y conoce a una mujer suficientemente fuerte para utilizar la parte femenina de la pareja. Se propone utilizar los Choedan Kal para llevar a cabo su plan.

Casi todos empezaron a hablar a la vez.

—¡Creía que todas las llaves se habían destruido! —exclamo Aran’gar al tiempo que se incorporaba bruscamente. El miedo le desorbitaba los ojos. ¡Podría hacer añicos el mundo sólo por tratar de utilizar los Choedan Kal!

—¡Si hubieses leído algo más aparte de un libro de historia, sabrías que es casi imposible destruirlas! —bramó Osan’gar, pero mientras hablaba se daba tirones del cuello de la chaqueta, como si le apretara demasiado, y sus ojos parecían a punto de salirse de las órbitas—. ¿Cómo puede saber esta chica que él las tiene? ¿Cómo?

El vaso de vino de Graendal había caído de su mano en el momento en que las palabras de Cyndane salieron de su boca, y el recipiente rebotó una y otra vez por el suelo. El vestido se tornó carmesí como sangre fresca, y la mujer torció el gesto como si estuviese a punto de vomitar.

—¡Y tú te limitabas a esperar simplemente a topar con él! —le gritó a Demandred—. ¡A esperar que alguien tropezase con él por casualidad! ¡Necio! ¡Estúpido!

Demandred pensó que la reacción de Graendal había sido un poquito exagerada incluso tratándose de ella. Habría apostado a que la noticia no la había cogido por sorpresa. Parecía a la expectativa. Demandred no dijo nada.

Poniéndose la mano sobre el corazón —como un amante, nada menos—, Moridin alzó la barbilla de Cyndane con las puntas de los dedos. El resentimiento brillaba en los ojos de ella, pero su rostro podría haber pasado por el inalterable de una muñeca. A decir verdad aceptó sus atenciones como una acomodadiza muñeca.

—Cyndane sabe muchas cosas —musitó Moridin—, y me cuenta todo lo que sabe. Todo. —La expresión de la menuda mujer no cambió, pero tembló visiblemente.

Representaba un enigma para Demandred. Al principio había creído que era Lanfear reencarnada. Los cuerpos para la transmigración se elegían supuestamente entre los que había disponibles, si bien Osan’gar y Aran’gar eran la prueba del cruel sentido del humor del Gran Señor. Había estado seguro de ello, hasta que Mesaana le dijo que la chica era más débil en el Poder que Lanfear. Mesaana y los demás creían que era una persona de la Era actual. Sin embargo, se refería a al’Thor como Lews Therin, igual que había hecho Lanfear, y hablaba de los Choedan Kal como alguien familiarizado con el terror que habían inspirado durante la Guerra del Poder. Sólo el fuego compacto había inspirado más miedo, y sólo un poco. ¿O acaso Moridin la había instruido para sus propios propósitos? Si es que tenía algún propósito real. Había habido ocasiones en que los actos de ese hombre fueron meras locuras.

—De modo que, después de todo, hay que acabar con él —dijo Demandred. Ocultar su satisfacción no le resultó fácil. Ya fuera Rand al’Thor o Lews Therin Telamon, se sentiría mucho más tranquilo cuando el tipo hubiese muerto—. Antes de que pueda destruir el mundo, y a nosotros. Lo cual hace que encontrarlo sea aún más urgente.

—¿Matarlo? —Moridin movió las manos como si sopesase algo—. Si llega el caso, sí —dijo finalmente—. Pero encontrarlo no representa ningún problema. Cuando toque los Choedan Kal, sabréis dónde se encuentra. E iréis allí y lo reduciréis. O lo mataréis, si es preciso. El Nae’blis ha hablado.

—Como ordene el Nae’blis —repuso ansiosamente Cyndane al tiempo que inclinaba la cabeza, y su respuesta se repitió por toda la estancia, aunque la de Aran’gar sonó hosca, la de Osan’gar desesperada y la de Graendal extrañamente pensativa.

Doblar el cuello le dolió a Demandred tanto como pronunciar aquellas palabras. De modo que «ellos» reducirían a al’Thor mientras éste intentaba utilizar los Choedan Kal, nada menos —¡él y una mujer absorbiendo suficiente Poder Único para consumir continentes enteros!—, pero nada de lo dicho indicaba que Moridin fuera a estar con ellos. Ni sus dos animalitos de compañía, Moghedien y Cyndane. Era el Nae’blis de momento, pero quizá las cosas podrían arreglarse para que no consiguiese otro cuerpo la próxima vez que muriera. A lo mejor podía arreglarse eso muy pronto.

14. Lo que un velo oculta

La Victoria de Kidron cabeceaba en las grandes olas, haciendo que las lámparas doradas del camarote de popa se mecieran en sus balancines, pero Tuon permanecía sentada tranquilamente mientras la navaja de afeitar se deslizaba sobre su cuero cabelludo en la firme mano de Selucia. A través de las altas ventanas de popa veía otros grandes barcos embistiendo contra las olas grisverdosas y levantando espuma, cientos de ellos, hilera tras hilera, extendiéndose hasta el horizonte. Un número cuatro veces superior se había quedado en Tanchico. Los Rhyagelle, Los Que Retornan al Hogar. El Corenne, el Retorno, había comenzado.

Un albatros volando alto parecía seguir al Kidron, un augurio de victoria, indiscutiblemente, bien que el ave tenía las

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