a tiempo de ver una sonrisa reemplazando el gesto de preocupación. Por supuesto que lo recordaba. Nynaeve sintió que le ardían las mejillas. Hablar con amigas era una cosa, pero ser atrevida con su propio esposo todavía le parecía otra muy distinta—. ¡Bueno, pues quiero que me lleves allí ahora mismo y no dejes que me ponga ninguna ropa durante un año! —Al principio aquello la había enfurecido, mucho. Pero él tenía medios para hacerle olvidar que estaba furiosa.
Lan echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa plena, sonora, y ella, al cabo de un momento, se unió a él. Sin embargo, deseaba llorar. No había hablado en broma, ni mucho menos.
Tener marido significaba que no debía compartir una cama con otra mujer, o con dos, además de disponer de una sala de estar. No era grande, pero siempre resultaba cómodo y acogedor, con una buena chimenea y una pequeña mesa y cuatro sillas. Desde luego, todo lo que Lan y ella necesitaban. No obstante, sus esperanzas de hallar intimidad allí se hicieron añicos tan pronto como entraron en la sala. La primera doncella esperaba en el centro de la alfombra de flores, tan majestuosa como una reina, tan perfectamente bien vestida como si acabara de ponerse las ropas, y en absoluto complacida. Y en un rincón del cuarto había un tipo de aspecto tosco, tanto él como su atuendo, y con una horrible verruga en la nariz; llevaba colgada al hombro una pesada bolsa de cuero.
—Este hombre afirma tener algo que queríais urgentemente —dijo la señora Harfor una vez que hubo hecho una breve reverencia. Muy breve, aunque correcta; las otras las tenía reservadas para Elayne. Su modo de hablar sonaba tan desaprobador hacia Nynaeve como hacia el tipo de la verruga—. No me importa decíroslo, pero no me gusta su aspecto.
Encontrándose tan cansada, abrazar la Fuente estaba casi fuera de su alcance, pero se las ingenió para hacerlo en un visto y no visto, espoleada por ideas de asesinos y la Luz sabía qué. Lan debía de haber captado algún cambio en su expresión, porque dio un paso hacia el tipo de la verruga; no llegó a tocar su espada, pero de repente su actitud fue como si empuñase ya un arma. Ignoraba cómo le leía el pensamiento a veces, cuando otra tenía su vínculo, pero eso la complacía. Se las había ingeniado para igualar a Talaan —¡en fuerza al menos!— pero no estaba segura de ser capaz de encauzar lo suficiente en ese momento para tirar una silla.
—Yo no… —empezó.
—Perdón, señora —murmuró con premura el tipo tosco a la par que hacía una reverencia—. La señora Nela Thane dijo que queríais verme de inmediato. Asunto del Círculo de Mujeres, dijo. Algo sobre Cenn Buie.
Nynaeve se sacudió para salir del pasmo, y al cabo de un momento se acordó de cerrar la boca.
—Sí —contestó lentamente mientras miraba fijamente al individuo. Ver otra cosa aparte de aquella horrible verruga resultaba difícil, pero de lo que no le cabía duda era de que nunca había visto al tipo. Asunto del Círculo de Mujeres. A ningún hombre se le permitiría meter las narices en eso. Era algo secreto. Aun así, no soltó el Saidar—. Eh… ahora recuerdo. Gracias, señora Harfor. Sin duda son muchas las cosas de las que debéis ocuparos.
En lugar de coger la indirecta, la primera doncella vaciló y la miró ceñuda, desconfiada. El gesto ceñudo pasó hacia el tipo tosco y después se detuvo en Lan y se borró. Asintió para sí misma, ¡como si la presencia del hombre cambiara de algún modo las cosas!
—Os dejaré, entonces. Estoy segura de que lord Lan puede ocuparse de este individuo.
Soltando un resoplido de indignación, Nynaeve apenas esperó a que la puerta se cerrase para girar hacia el tipo y su verruga.
—¿Quién eres? —demandó—. ¿Cómo sabes esos nombres? No eres de Dos Rí…
El hombre… tremoló como una onda en el agua. No había otro modo de explicarlo. Tremoló y se hizo más alto, y de repente era Rand, haciendo una mueca de asco y tragando saliva, vestido con ropas arrugadas de paño, con aquellas terribles cabezas rojas y doradas reluciendo en el envés de sus manos, y la bolsa de cuero cargada al hombro. ¿Dónde había aprendido a hacer eso? ¿Quién le había enseñado? Nynaeve se resistió al impulso de disfrazarse, sólo durante un momento, para demostrarle que también ella podía hacerlo.
—Veo que no seguiste tu propio consejo —le dijo Rand a Lan, como si ella no estuviese allí—. Pero ¿por qué le permites que finja ser Aes Sedai? Aunque las verdaderas Aes Sedai la dejen, puede hacerse daño.
—Porque es Aes Sedai, pastor —repuso quedamente Lan. ¡Que tampoco la miró a ella! Y todavía parecía presto para desenvainar la espada en un visto y no visto—. En cuanto a lo otro… A veces es más fuerte que uno. ¿Lo seguiste tú?
Rand la miró entonces. Para fruncir el entrecejo con incredulidad. Y siguió haciéndolo aun cuando Nynaeve se ajustó intencionadamente el chal para que los flecos amarillos se mecieran. No obstante, lo que dijo mientras sacudía lentamente la cabeza fue:
—No. Tienes razón. A veces uno es demasiado débil para hacer lo que debería.
—¿De qué demonios habláis? —inquirió, cortante, Nynaeve.
—Sólo de cosas de las que hablan los hombres —repuso Lan.
—No lo entenderías —abundó Rand.
La mujer aspiró sonora y despectivamente por la nariz. Cotorreo y cháchara ociosa, ésas eran las conversaciones de los hombres nueve veces de cada diez. En el mejor de los casos. Cansada —de mala gana— soltó el Saidar. Desde luego, no tenía que protegerse de Rand, pero le habría gustado mantener el contacto con la Fuente un poco más, simplemente tocarla, ni que estuviese cansada ni que no.
—Sabemos lo de Cairhien, Rand —dijo mientras se hundía, agradecida, en un sillón. ¡Esas malditas mujeres de los Marinos la habían agotado!—. ¿Es por eso por lo que estás aquí, vestido así? Si lo que intentas es ocultarte de quienquiera que fuera… —Parecía cansado. Más duro de como lo recordaba, pero muy cansado. Sin embargo permaneció de pie. Cosa curiosa, se parecía mucho a Lan, presto para empuñar una espada que ni siquiera llevaba. Quizás ese intento de matarlo bastaría para hacerlo entrar en razón—. Rand, Egwene puede ayudarte.
—No estoy ocultándome exactamente —contestó—. Al menos, hasta que acabe con ciertos hombres a los que es necesario matar. —¡Luz, hablaba de ello con tanta naturalidad como Alivia! ¿Por qué Lan y él seguían vigilándose y fingían que no lo hacían?—. En cualquier caso, ¿cómo podría ayudarme Egwene? —continuó mientras dejaba la bolsa sobre la mesa. Al posarse en el tablero, hizo un ruido suave pero sólido, con algo pesado en su interior—. ¿También se encuentra aquí? Vosotras tres y dos Aes Sedai de verdad. ¡Sólo dos! No. No tengo tiempo para eso. Necesito que guardes algo hasta que…
—Egwene es la Sede Amyrlin, estúpido cabeza de chorlito —gruñó Nynaeve. Era estupendo poder interrumpir a alguien, para variar—. Elaida es una usurpadora. ¡Espero que tengas suficiente sentido común para no acercarte a ella! ¡No saldrías de esa entrevista por tu propio pie, eso te lo aseguro! Aquí hay cinco Aes Sedai de verdad, incluyéndome a mí, y otras trescientas más con Egwene y un ejército, dispuestas a derrocar a Elaida. ¡Mírate! ¡Por muy aguerridas que sean tus palabras, alguien casi consiguió matarte, y ahora vas por ahí a escondidas, vestido como un mozo de cuadra! ¿Qué lugar es más seguro para ti que al lado de Egwene? ¡Ni siquiera esos Asha’man tuyos se atreverían a atacar a trescientas hermanas! —Oh, sí, verdaderamente estupendo. Él intentó ocultar su sorpresa, pero fracasó estrepitosamente y la miró de hito en hito.
—Te sorprendería lo que mis Asha’man se atreverían a hacer —repuso con sequedad al cabo de un momento—. Supongo que Mat está con el ejército de Egwene, ¿no? —Se llevó la mano a la cabeza y se tambaleó.
Sólo fue un instante, pero Nynaeve se había levantado de la silla antes de que él se hubiera enderezado. Abrazando el Saidar con esfuerzo, alzó las manos para cogerle la cabeza entre ellas y tejió trabajosamente un Ahondamiento a su alrededor. Había tratado de hallar un método mejor para saber qué mal aquejaba a una persona, hasta el momento sin éxito. Pero bastó. No bien el tejido se acomodó en él, Nynaeve se quedó sin aliento. Conocía lo de su herida en Falme, que nunca se curaba del todo y se resistía a toda la Curación que ella conocía, como una pústula de maldad en su carne. Ahora había otra herida medio curada encima de la primera, y ésa también palpitaba de maldad. Una maldad distinta, de algún modo, como un espejo de la otra, pero igual de virulenta. Y ella no podía tocar ninguna de las dos con el Poder. En realidad no quería tocarlas —¡sólo de pensarlo se le ponía la piel de gallina!— pero lo intentó. Y algo invisible la frenó. Como una salvaguardia. Una salvaguardia que no podía ver. ¿Una salvaguardia de Saidin?
Aquello bastó para que dejase de encauzar y retrocediese un paso. Se aferró a la Fuente; por muy cansada que estuviera, tendría que obligarse a soltarla. Ninguna hermana podía pensar en la mitad masculina del Poder sin experimentar al menos un atisbo de miedo. Él la miraba desde su imponente altura, sosegadamente, y eso la hizo estremecerse. Parecía un hombre distinto del Rand al’Thor que había visto crecer. Se alegraba mucho de que Lan estuviese allí, por duro que le resultara admitir tal cosa. De repente se dio cuenta de que Lan no se había relajado lo más mínimo. Podía charlar con Rand como dos hombres que se fumaban una pipa y tomaban una cerveza, pero creía que Rand era peligroso. Y Rand lo miraba a él como si lo supiera y lo aceptara.
—Nada de eso es importante ahora —dijo Rand mientras se volvía hacia la bolsa que había dejado en la mesa.
Nynaeve no supo si se refería a sus heridas o a dónde estaba Mat. De la bolsa sacó dos estatuillas de un palmo de alto, un hombre con aspecto de sabio, barbudo, y una mujer igualmente sabia y serena, ambos con ropas sueltas y ondeantes y sosteniendo en alto una esfera de cristal. Por el modo en que las sostenían, era más pesadas de lo que aparentaban.
—Quiero que me las guardes hasta que mande a buscarlas, Nynaeve —siguió Rand. Con la mano sobre la figurilla de la mujer, vaciló—. Y también a ti. Te necesitaré cuando las utilice. Cuando las utilicemos. Después de que me haya ocupado de esos hombres. Eso es lo primero.
—¿Utilizarlas? —repitió, recelosa. ¿Por qué matar a alguien era lo primero? Pero ésa pregunta carecía de importancia—. ¿Para qué? ¿Son ter’angreal?
Él asintió con la cabeza.
—Con éste puedes tocar el sa’angreal más grande que jamás se ha hecho para una mujer. Está enterrado en Tremalking, tengo entendido, pero eso no importa. —Su mano se había desplazado a la figurilla del hombre—. Con éste puedo tocar su equivalente masculino. Una vez me dijo… alguien que un hombre y una mujer que utilizasen esos sa’angreal podrían desafiar al Oscuro. Cabe la posibilidad de que se utilicen algún día para eso, pero entre tanto confío en que sirvan para limpiar la mitad masculina de la Fuente.
—Si tal cosa fuese posible, ¿no lo habrían hecho en la Era de Leyenda? —inquirió quedamente Lan. Quedamente del mismo modo que la hoja de acero de una espada