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  2. El corazón del invierno
  3. Capítulo 55
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liberarse, ocúpate de que no cause daño alguno. Como incentivo… Aprendiza, prepárate para girarla cabeza abajo cuando yo cuente cinco. Uno.

El brillo del Saidar rodeó a las Detectoras de Vientos, todas juntas al coligarse. Kurin se puso con los pies separados y en jarras, como si se balanceara en la cubierta de un barco. La misma falta de expresión parecía transmitir que ya estaba convencida de que descubrirían evasivas si no una descarada mentira. Talaan inhaló profundamente, y por una vez se irguió muy derecha, sin parpadear siquiera y sin quitar los ojos de Zaida.

Nynaeve parpadeó. ¡No! ¡No podían hacerle esto a ella! ¡Otra vez no!

—Os repito —dijo con mucha más calma de la que sentía— que no hay forma de romper el escudo. Talaan es demasiado fuerte.

—Dos —continuó Zaida mientras se cruzaba de brazos y miraba fijamente a Nynaeve como si realmente pudiese ver los tejidos.

Nynaeve empujó cautelosamente el escudo. El resultado fue el mismo que si hubiese empujado un muro de piedra, habida cuenta de que no cedió un ápice.

—Escúchame Za… eh… Señora de la Olas. —Desde luego no había necesidad de enojar más aún a la mujer. Las Atha’an Miere eran muy puntillosas con la utilización del tratamiento apropiado. Y puntillosas con demasiadas cosas—. Estoy segura de que Merilille os ha contado algo sobre escudar, al menos. Prestó los Tres Juramentos. No puede mentir. —Quizás Egwene tenía razón respecto a la Vara Juratoria.

—Tres. —La firme mirada de Zaida no flaqueó un solo instante, su expresión no cambió.

—Escúchame —siguió Nynaeve sin importarle en absoluto si su tono sonaba un poco desesperado. Quizás algo más que un poco. Empujó el escudo más fuerte, y después con toda la fuerza de que fue capaz. Por el resultado que tuvo habría dado igual si hubiese golpeado una roca con la cabeza. Instintiva e inútilmente se debatió entre las ataduras de Aire que la retenían, de forma que los flecos del chal y los vuelos sueltos de la falda se mecieron a su alrededor. Había tantas posibilidades de soltarse de aquellas ataduras como de romper el escudo, pero no podía evitarlo. ¡Otra vez no! ¡No podía afrontarlo!—. ¡Tienes que escucharme!

—Cuatro.

¡No! ¡No! ¡Otra vez no! Arremetió frenéticamente contra el escudo, como si lo arañara. Sería tan duro como la piedra, pero la sensación que daba era más de ser cristal, resbaladizo y terso. Podía percibir la Fuente al otro lado, casi verla, como luz y calor justo al borde del campo de visión. Desesperada, jadeante, tanteó la suave superficie. Tenía un filo, como un círculo a la vez lo bastante pequeño para agarrarse con los dedos y lo bastante grande para cubrir el mundo, pero cuando intentó deslizarse por esa fisura se encontró de vuelta en el centro del resbaladizo y duro círculo. Era inútil. Lo había aprendido hacía tiempo, había intentado lo mismo hacía tiempo. El corazón le latía tan fuerte que parecía que se le saldría del pecho. Bregando en vano para recobrar la calma, tanteó precipitadamente para llegar al borde, lo palpó en toda su extensión sin intentar sortearlo. Había un punto donde parecía más… blando. Eso no lo había notado antes. El punto blando —¿un ligero bulto?— no daba la sensación de ser distinto del resto y tampoco era mucho más blando, pero aun así se lanzó contra él. Y se encontró de nuevo en el centro. Histérica, se abalanzó con todas sus fuerzas contra el punto, una y otra vez, sin pausa, pero en cada ocasión rebotó de nuevo hacia el centro. Otra vez. Y otra. ¡Oh, Luz! ¡Por favor! ¡Tenía que lograrlo antes de…!

De repente se dio cuenta de que Zaida todavía no había dicho cinco. Aspiró aire como si hubiese corrido quince kilómetros, mirando con los ojos desorbitados. El sudor le resbalaba por la cara, por la espalda, entre los senos, vientre abajo. Las piernas le temblaban. La Señora de las Olas tenía los ojos clavados en los suyos mientras se daba golpecitos en el labio con el esbelto dedo, pensativa. El brillo aún envolvía al círculo de seis mujeres, y Kurin seguía pudiendo pasar por una pétrea estatua de gesto despectivo, pero Zaida no había dicho cinco.

—¿Realmente lo ha intentado con tanto denuedo como parece, Kurin, o todo ese retorcerse y esos gimoteos no son más que una comedia? —preguntó al cabo la Señora de las Olas.

Nynaeve trató de adoptar una mirada feroz e indignada. ¡No había gimoteado! Su gesto ceñudo causó tan poca impresión en Zaida como la lluvia sobre una roca.

—Con el esfuerzo que ha hecho, Señora de las Olas, podría haber acarreado un remontador a la espalda —admitió de mala gana Kurin. Sin embargo, las negras e impasibles cuentas que eran sus ojos seguían trasluciendo desprecio. Sólo quienes vivían en el mar le merecían cierto respeto a esa mujer.

—Suéltala, Talaan —ordenó Zaida, y el escudo y las ataduras desaparecieron mientras la Señora de las Olas giraba sobre sus talones y se dirigía de vuelta a las sillas, sin molestarse en dirigir ni una ojeada de pasada a Nynaeve—. Detectoras de Vientos, hablaré con vosotras después de que se haya marchado. Nos veremos mañana a la misma hora, Nynaeve Sedai.

La antigua Zahorí se arreglaba los vuelos de la falda y sacudía, irritada, el chal en un intento de recobrar algo de dignidad. No resultaba fácil, estando toda sudorosa y temblando. ¡No había gimoteado! Trató de no mirar a la joven que la había escudado. ¡Dos veces! Allí plantada, sumisa como una malva, con los ojos prendidos en la alfombra. ¡Ja! Nynaeve se ajustó el chal a los hombros con brusquedad.

—Mañana es el turno de Sareitha Sedai, Señora de los Vientos. —Al menos su voz sonaba firme—. Estaré ocupada hasta…

—Tus enseñanzas son más edificantes que las de las otras —repuso Zaina, todavía sin molestarse siquiera en mirarla—. A la misma hora, o enviaré a tus pupilas a buscarte. Puedes marcharte ya. —Eso último sonó más como «fuera de aquí».

Merced a un gran esfuerzo, Nynaeve se tragó sus argumentos. Sabían amargos. ¿Más edificantes? ¿Qué significaba eso? Mejor no saberlo.

Hasta que saliera de la habitación seguiría siendo la maestra —los Marinos eran rígidos en sus reglas; Nynaeve suponía que descuidar las normas en alta mar podía desembocar en problemas, pero ojalá estas mujeres se diesen cuenta de que no se encontraban en un barco—; seguiría siendo la maestra, lo cual significaba que no podía marcharse ofendida, por mucho que deseara hacerlo así. Peor aún, sus reglas eran muy específicas en cuanto a las instructoras de tierra adentro. Podría haberse negado a cooperar, simplemente, pero si incumplía el acuerdo en lo más mínimo ¡esas mujeres lo propagarían desde Tear hasta sólo la Luz sabía dónde! El mundo entero sabría que las Aes Sedai habían roto su promesa. No quería ni imaginar lo que tal cosa haría con el prestigio de las Aes Sedai. ¡Rayos y centellas! ¡Egwene tenía razón, y maldita fuese por ello!

—Gracias, Señora de las Olas, por permitirme instruirte —dijo al tiempo que hacía una venia y se tocaba la frente, los labios y el corazón con los dedos. No fue una reverencia muy pronunciada, sino una rápida inclinación de cabeza que era todo lo que recibirían ese día. Es decir, dos. A las Detectoras de Vientos había que hacerles otra—. Gracias, Detectoras de Vientos, por permitirme instruiros.

Las hermanas que fueran finalmente con las Atha’an Miere explotarían cuando se enteraran de que sus pupilas podían decirles qué enseñarles y cuándo, e incluso ordenarles qué hacer cuando no estuviesen enseñando. En un barco de los Marinos, una maestra de los habitantes en tierra firme sólo superaba en rango, aunque por muy poco, a los marineros. Y las hermanas ni siquiera obtendrían las rebosantes bolsas de oro que se ofrecían a otros preceptores para engatusarlos a fin de que se embarcaran.

Zaida y las Detectoras de Vientos reaccionaron como lo harían si el miembro más bajo de una tripulación hubiese anunciado su partida. Es decir, permanecieron en un apiñado y silencioso grupo, obviamente esperando a que se fuera y con escasa paciencia, por cierto. Sólo Rainyn le concedió una mirada breve, impaciente. Era una Detectora de Vientos, al fin y a la postre. Talaan seguía en el mismo sitio, una figura sumisa, con la mirada fija en la alfombra, delante de sus pies descalzos.

Alta la cabeza y la espalda recta, Nynaeve salió de la habitación haciendo gala de hasta el último jirón de dignidad que fue capaz de recobrar. Unos jirones sudorosos, arrugados. Ya en el pasillo, agarró la puerta con las dos manos y la cerró con un golpe, lo más fuerte que pudo. El enorme retumbo resultó muy satisfactorio. Siempre podía decir que la hoja de madera se le había escapado, si alguien protestaba. Y así había sido en realidad, una vez que le dio un buen empujón.

Tras dar la espalda a la puerta, se sacudió las manos con gesto satisfecho. Y dio un respingo al encontrarse cara a cara con la persona que la esperaba en el pasillo.

Vestida con un sencillo atuendo azul oscuro que le había proporcionado una de las Allegadas, Alivia no parecía una mujer fuera de lo corriente a primera vista; era un poco más alta que Nynaeve, con unas finas arrugas marcadas en los rabillos de sus ojos azules y hebras blancas en su cabello rubio. Pero aquellos ojos azules ardían de intensidad, como los de un halcón enfocados en la presa.

—La señora Corly me envía a deciros que le gustaría veros hoy en la cena —anunció el halcón de azules ojos, con su fuerte acento seanchan—. La señora Karistovan, la señora Arman y la señora Juarde estarán allí.

—¿Qué haces aquí sola? —demandó Nynaeve. Deseó ser capaz, como les ocurría a la mayoría de las otras hermanas, de ser consciente de la fuerza de otra mujer sin pensar siquiera en ello, pero eso era otra de las cosas que no había tenido tiempo de aprender. Quizás alguna de las Renegadas superase a Alivia, pero desde luego nadie más. Y era seanchan. Nynaeve deseó que hubiese alguien más aparte de ellas dos. Incluso Lan, pero le había ordenado que se mantuviese lejos durante las clases a las mujeres de los Marinos. No estaba segura de que él hubiese creído su explicación el otro día de que se había resbalado en la escalera—. ¡Se supone que no puedes ir a ninguna parte sin acompañante!

Alivia se encogió de hombros, un leve movimiento de uno de ellos. Pocos días atrás había sido un sumiso manojo de sonrisitas tontas que hacía parecer descarada a Talaan. Ahora no sonreía tontamente por nadie.

—No había nadie libre, así que salí sola. En cualquier caso, si me tenéis vigilada siempre, nunca llegaréis a confiar en mí, y yo jamás conseguiré matar sul’dam. —Aquello sonaba aún más escalofriante al manifestarlo en un tono tan indiferente—. Deberíais estar aprendiendo de mí. Esos Asha’man dicen que son armas, y no son malas armas, lo sé a ciencia cierta, pero yo soy mejor.

—Es posible —replicó, cortante, Nynaeve mientras se ajustaba el chal—. Y quizá nosotras sabemos más de lo que crees. —No le importaría nada hacer a esa mujer una demostración de unos cuantos tejidos que había aprendido de Moghedien. Incluidos unos pocos que todas habían estado de acuerdo en que eran demasiado crueles para utilizarlos con nadie. Sólo que… Tenía casi la absoluta certeza de que la otra mujer podía superarla sin dificultad, dijese lo que dijese. Mantener el tipo bajo aquella mirada

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