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  2. El corazón del invierno
  3. Capítulo 50
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un tiempo muy largo —intervino Elayne—, pero no puedo decir que me haga feliz la perspectiva de acortar mi vida en la mitad, Egwene. ¿Y qué pasa con la Vara Juratoria y tu promesa a las Allegadas? Reanne desea ser Aes Sedai, pero ¿qué ocurrirá cuando preste los Juramentos? ¿Y qué pasara con Aloisia? ¿Caerá fulminada, muerta de repente? No puedes exigirles que juren; no, sabiendo lo que sabemos.

—Yo no exijo nada. —El semblante de Egwene continuaba relajado, pero su postura era más erguida, recta la espalda, y su voz fría. Y con un timbre duro. Los ojos se tornaron más penetrantes, como taladros—. Cualquier mujer que quiera ser una hermana jurará. Y cualquiera que rehúse y se siga llamando Aes Sedai sentirá todo el peso de la justicia de la Torre.

Elayne tragó saliva con esfuerzo bajo aquella mirada impasible. No cabía error en lo que Egwene quería decir con eso. Ahora no oían a una amiga, sino a la Sede Amyrlin, y la Sede Amyrlin no tenía amigas cuando llegaba el momento de dictar sentencia. Aparentemente satisfecha con lo que veía en ellas, Egwene se relajó.

—Conozco el problema —continuó en un tono más normal; más normal, pero seguía sin admitir réplica—. Espero que cualquier mujer inscrita en el libro de novicias llegue hasta donde se lo permitan sus posibilidades, que consiga el chal si puede, y sirva como Aes Sedai, pero no deseo que nadie muera por ese motivo cuando podría seguir viviendo. Una vez que las componentes de la Antecámara sepan lo de las Allegadas, cuando dejen de estar tan alteradas que salten por cualquier cosa y pongan el grito en el cielo, creo que podré convencerlas para que acepten que una hermana que desee retirarse pueda hacerlo. Eliminados los Juramentos y su condición vinculante, se entiende.

Hacía tiempo que habían llegado a la conclusión de que la Vara se podía utilizar para desvincular al igual que para vincular; de otro modo ¿cómo podían mentir las hermanas Negras?

—Supongo que eso valdrá —admitió diplomáticamente Nynaeve. Elayne se limitó a asentir con la cabeza; no le cabía duda de que había algo más.

—Jubilarse entrando en la organización de las Allegadas, Nynaeve —añadió suavemente Egwene—. De ese modo también estarán comprometidas con la Torre. Mantendrán sus propias normas, por supuesto, su Regla, pero tendrán que aceptar que su Círculo de Labores de Punto se halla por debajo de la Amyrlin, ya que no de la Antecámara, y que su grupo está por debajo de las hermanas. Mi intención es que sean parte de la Torre, no que obren a su libre albedrío. Sin embargo creo que aceptarán.

Nynaeve volvió a asentir, contenta, pero su sonrisa se borró cuando el pleno significado de aquello se hizo patente en su cerebro.

—¡Pero…! —barbotó, indignada—. ¡La posición entre las Allegadas la marca la edad! ¡Habrá hermanas recibiendo órdenes de mujeres que ni siquiera podrían llegar a Aceptadas!

—Mujeres que antes fueron hermanas, Nynaeve. —Egwene tocó el anillo de la Gran Serpiente de su mano derecha y suspiró suavemente—. Ni siquiera las Allegadas que lograron el anillo lo llevan. Así que tendremos que renunciar a él también. Seremos Allegadas, Nynaeve, y dejaremos de ser Aes Sedai. —Hablaba como si ya pudiese sentir ese lejano día, esa lejana pérdida, pero apartó la mano del anillo y respiró hondo—. Bien, ¿hay alguna otra cosa más? Me espera una larga noche, y me gustaría disfrutar de un poco de sueño real antes de tener que enfrentarme de nuevo a las Asentadas.

Nynaeve se había puesto ceñuda; había apretado la mano en la que llevaba los anillos y tenía la otra encima para cubrirlos. Aun así, parecía dispuesta a dejar de discutir sobre las Allegadas. De momento.

—¿Todavía tienes dolores de cabeza? Mi opinión es que si los masajes de esa mujer sirviesen para algo habrías dejado de padecer jaquecas.

—Los masajes de Halima hacen maravillas, Nynaeve. Sin ella no podría conciliar el sueño ni poco ni mucho. Bien, ¿hay algo más que…? —Dejó la frase sin terminar. Tenía clavada la vista en las puertas de acceso al salón del trono, y Elayne se volvió para mirar.

Un hombre se encontraba allí, observando; un hombre alto como un Aiel, con el cabello rojizo oscuro surcado de canas, pero un Aiel nunca llevaría una chaqueta azul de cuello alto. Parecía musculoso, y su duro semblante resultaba familiar de algún modo. Cuando advirtió que lo miraban, dio media vuelta y echó a correr por el pasillo.

Elayne se quedó boquiabierta un instante. El hombre no se había soñado en el Tel’aran’rhiod de manera accidental, o a esas alturas habría desaparecido; en cambio, aún se oía el ruido de sus botas en las baldosas. O era un caminante de sueños —algo poco común en los hombres, según las Sabias— o tenía un ter’angreal.

Se levantó de un salto y corrió tras él, pero a pesar de su rapidez Egwene se le adelantó. En cierto momento tenía a Egwene detrás y al siguiente ya se encontraba en el umbral de las puertas, asomándose hacia el lado por el que el hombre había desaparecido. Elayne intentó imaginarse a sí misma de pie junto a Egwene, y ocurrió así. Ahora el corredor estaba vacío a excepción de las lámparas de pie, los arcones y los tapices, que titilaban y cambiaban.

—¿Cómo hicisteis eso? —demandó Nynaeve mientras corría hacia ellas con la falda recogida por encima de las rodillas. Las medias eran de seda, ¡y rojas! Se soltó la falda tan pronto como se dio cuenta de que Elayne había reparado en las medias y se asomó al corredor—. ¿Adónde ha ido? ¡Podría haberlo escuchado todo! ¿Lo reconocisteis? Me recordaba a alguien, no sé a quién.

—A Rand —dijo Egwene—. Podría ser un tío de Rand.

«Por supuesto —pensó Elayne—. Si Rand tuviese un tío malvado.»

Un chasquido metálico resonó en el otro extremo del salón del trono. En la puerta que comunicaba con los vestidores que había detrás del estrado, cerrándose. En el Tel’aran’rhiod las puertas estaban abiertas o cerradas, y en ocasiones a medias; no se cerraban de golpe.

—¡Luz! —masculló Nynaeve—. ¿Cuánta gente ha estado escuchándonos a escondidas? Por no mencionar quién y por qué.

—Quienesquiera que fuesen —repuso sosegadamente Egwene—, aparentemente, no conocen el Tel’aran’rhiod tan bien como nosotras. Lo que sí podemos afirmar es que no eran amigos, o en caso contrario no habrían escuchado a escondidas. Y creo que tampoco eran amigos entre sí, o de otro modo ¿por qué escuchar desde lados opuestos del salón? Ese hombre llevaba una chaqueta shienariana. En mi ejército hay shienarianos, pero las dos sabéis cómo son. Ninguno se parece a Rand.

Nynaeve resopló con desdén.

—Bueno, sea quien sea, hay demasiada gente escuchando en los rincones. Eso es lo que pienso. Quiero regresar a mi cuerpo, donde lo único de lo que tengo que preocuparme es de espías y dagas envenenadas.

«Shienarianos», pensó Elayne. Gente de las Tierras Fronterizas ¿Cómo podía haberse olvidado de eso? Bueno, había habido el asuntillo de la horcaria.

—Hay algo más —dijo, aunque en un tono cauteloso, confiando en que sólo las otras dos mujeres la oyeran, y relató la noticia de Dyelin sobre las gentes de las Tierras Fronterizas en el Bosque de Braem. Añadió las recibidas por Norry en las cartas que le enviaban, sin dejar en ningún momento de vigilar el corredor en ambas direcciones así como el salón del trono. No quería que la pillara desprevenida otro espía—. Creo que esos dirigentes se encuentran en el Bosque de Braem —terminó—. Los cuatro.

—Rand —musitó Egwene, que parecía irritada—. Incluso cuando no se lo puede encontrar complica las cosas. ¿Tienes idea de si han venido para ponerse a su servicio o para intentar entregárselo a Elaida? No se me ocurre ninguna otra razón para que hayan hecho un viaje de mil leguas. ¡Deben de estar cociendo los zapatos para hacer sopa, a estas alturas! No podéis imaginar lo difícil que es mantener bien suministrado y en marcha a un ejército.

—Creo que puedo enterarme —contestó Elayne—. Al motivo, me refiero. Y al mismo tiempo… Me has dado una idea, Egwene. —No pudo evitar sonreír. Por fin había salido algo bueno de ese día—. Creo que podría utilizarlos para asegurarme el Trono del León.

Asne examinó el bastidor de bordar que tenía delante y soltó un suspiro que se convirtió en un bostezo. Las titilantes lámparas apenas daban luz para esa tarea, pero no había razón para que los pájaros del bordado parecieran estar todos ladeados. Deseaba encontrarse en la cama, y odiaba bordar. Pero tenía que mantenerse despierta, y aquél era el único modo de evitar la conversación con Chesmal. O lo que Chesmal llamaba conversación. La engreída y arrogante Amarilla estaba muy concentrada en su propio bordado, al otro lado de la habitación, y daba por hecho que cualquiera que cogiese una aguja ponía el mismo interés y entusiasmo que ella en la labor. Por otro lado, Asne sabía que, si se levantaba de la silla, Chesmal no tardaría en empezar a obsequiarla con historias sobre su propia importancia. En los meses transcurridos desde la desaparición de Moghedien había escuchado al menos veinte veces el papel desempeñado por Chesmal en el interrogatorio a Tamra Ospenya; ¡y unas cincuenta sobre cómo Chesmal había inducido a las Rojas a asesinar a Sierin Vayu antes de que ésta ordenase su arresto! Quien la oyera contarlo pensaría que era la responsable de salvar al Ajah Negro, sin ayuda de nadie; y seguro que si se le presentaba la más mínima ocasión sería capaz de asegurar que había sido así. Esa clase de conversación no sólo resultaba aburrida, sino peligrosa. Incluso letal, si llegaba a oídos del Consejo Supremo. Así pues, Asne sofocó otro bostezo, estrechó los ojos para enfocarlos en la labor y empujó la aguja a través del lino tensado. A lo mejor si hacía el pinzón real más grande podía equilibrar las alas.

El chasquido del pestillo de la puerta hizo que ambas mujeres levantaran la cabeza. Los dos criados sabían que no debían molestarlas y, en cualquier caso, la mujer y su marido estarían durmiendo profundamente. Asne abrazó el Saidar, preparando un tejido que achicharraría hasta los huesos a un intruso; también el brillo envolvía a Chesmal. Si la persona equivocada cruzaba esa puerta, lo lamentaría hasta que muriera.

Era Eldrith, con los guantes en la mano y la oscura capa todavía echada hacia atrás, sobre los hombros. El vestido de la regordeta Marrón también era oscuro y sin adornos. Asne detestaba llevar sencillas telas de paño, pero tenían que hacerlo para evitar llamar la atención. Aquellas ropas sosas y sin gracia le iban perfectamente a Eldrith. La recién llegada se paró al verlas, y parpadeó con un momentáneo gesto de desconcierto plasmado en el rostro.

—Oh, vaya —dijo—. ¿Quién pensabais que era? —Soltó los guantes en la mesita que había junto a la puerta; de pronto reparó en la capa y frunció el entrecejo como si acabara de darse cuenta de que había subido la escalera sin quitársela. Desprendió cuidadosamente el broche de plata del cuello, y echó la prenda sobre una silla, toda arrebujada.

El brillo del Saidar que envolvía a Chesmal desapareció cuando la mujer apartó el bastidor de bordar para ponerse de pie. Su severo semblante la hacía parecer más alta de lo que era realmente, y era muy alta. Las flores multicolores que había bordado en la tela podrían haberse encontrado en un jardín.

—¿Dónde has estado? —demandó. Eldrith era la que ocupaba una posición más alta entre

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