convirtió en otro tarabonés, ajustado, marcando la silueta, y a continuación éste dio paso a unos amplios y oscuros pantalones de los Marinos, completo con pendientes de oro y aro de la nariz y cadena llena de medallones; iba descalza e incluso tenía tatuajes en las manos. No llevaba blusa, como hacían los Marinos cuando estaban en alta mar. Sus mejillas enrojecieron y se apresuró a volver a la imagen del principio, además de cambiar los pendientes de esmeraldas por unos sencillos aros de plata. Cuanto más simple era el aspecto en que uno se imaginaba, más fácil era mantenerlo.
Dejó que el espejo de cuerpo entero desapareciese —para lo cual sólo fue necesario que dejara de concentrarse en él— y alzó la vista hacia aquellos severos rostros del techo.
—Otras mujeres han ocupado el trono siendo tan jóvenes como yo —les dijo. No habían sido muchas, sin embargo; sólo siete las que habían conseguido llevar la Corona de la Rosa durante muchos años—. Mujeres incluso más jóvenes que yo. —Tres. Y una de ellas apenas duró un año—. No afirmo que seré tan grande como vosotras, pero tampoco haré nada que os avergüence. Seré una buena reina.
—¿Hablando con unas cristaleras? —dijo Nynaeve, que la sobresaltó por la sorpresa. La antigua Zahorí utilizaba una copia del anillo que Elayne llevaba colgado al cuello, y su imagen resultaba borrosa, casi transparente. Frunció el entrecejo e intentó caminar hacia Elayne; se tambaleó y casi se fue al suelo, obstaculizada por el vestido tarabonés que era mucho más ceñido que el que Elayne había imaginado puesto en sí misma. Nynaeve miró boquiabierta el atuendo y de repente cambió a un vestido andoreño, en seda y del mismo color, bordado con hilo de oro en las mangas y el corpiño. Rezongó algo sobre que «el buen paño recio de Dos Ríos» era suficientemente bueno para ella; pero, aunque allí podía aparecer vestida con él si lo deseaba, casi nunca ocurría así.
—¿Qué pusiste en ese vino, Nynaeve? —preguntó Elayne—. Me apagué como una vela al soplarla.
—No intentes cambiar de tema. Si te dedicas a hablar con ventanales, entonces realmente deberías estar durmiendo, en lugar de encontrarte aquí. Me estoy planteando ordenarte que…
—No, por favor. No soy Vandene, Nynaeve. Luz, ni siquiera conozco la mitad de las costumbres que Vandene y las otras dan por sentadas, pero preferiría no tener que desobedecerte, por favor.
Nynaeve la miró ceñuda y se dio un tirón de la trenza. Algunos detalles de su vestido cambiaron, la falda se hizo más amplia, los dibujos bordados variaron, el cuello alto descendió y después volvió a subir, adornándose con puntillas. La antigua Zahorí no era muy buena en la concentración necesaria para conservar la apariencia elegida. Sin embargo, lo que nunca cambiaba ni vacilaba era el punto rojo de su frente.
—De acuerdo —accedió al tiempo que el ceño desaparecía. El chal de flecos amarillos apareció sobre sus hombros y el rostro adquirió algo de la cualidad intemporal Aes Sedai. En las sienes había mechones blancos. No obstante, sus palabras contrastaron con su apariencia y su tono sosegado—. Deja que hable yo cuando Egwene se reúna con nosotras. Me refiero a lo ocurrido hoy. Tú siempre acabas charlando por los codos, como si las dos os estuvieseis cepillando el pelo la una a la otra antes de iros a dormir. ¡Luz! No quiero que se ponga en el papel de Amyrlin conmigo, y sabes que lo hará con las dos si se entera.
—¿Si me entero de qué? —dijo Egwene.
Nynaeve giró rápidamente la cabeza, con expresión de pánico en los ojos, y durante un momento el chal de flecos y el vestido de seda fueron reemplazados por el blanco con bandas de color de una Aceptada. Incluso el ki’sain desapareció. Sólo fue un instante, y después su apariencia volvió a ser la misma de antes a excepción de los mechones blancos, mas aquello bastó para que en el semblante de Egwene se reflejara una expresión dolida. Conocía muy bien a Nynaeve.
—¿Si me entero de qué, Nynaeve? —reiteró, con firmeza.
Elayne respiró profundamente. En realidad no había tenido intención de ocultarle nada a Egwene. Nada importante, se entiende. Pero, con el estado de ánimo actual de Nynaeve, lo más seguro era que lo soltara todo, o por el contrario se empecinara e insistiera en que no había nada de lo que enterarse. Y con ello sólo conseguiría que Egwene presionase con mayor dureza.
—Alguien puso horcaria en mi té de mediodía —dijo, y continuó explicando de forma sucinta lo de los hombres con cuchillos y la fortuita aparición de Doilin Mellar, y sobre cómo había probado su lealtad Dyelin. Por si acaso, añadió la noticia sobre Elenia y Naean, así como el hecho de que la primera doncella investigaba la presencia de espías en palacio, e incluso el dato de que Zarya y Kirstian habían sido asignadas a Vandene, y el ataque a Rand y la desaparición de éste. Egwene no parecía alterada por el recital, e incluso la interrumpió sin contemplaciones en el asunto de Rand, comentando que ya lo sabía. Pero sacudió la cabeza con desdén al oír que Vandene no hacía progresos en cuanto a descubrir quién era la hermana Negra y que para ella eso era muy grave y lo más primordial—. Ah, y voy a tener una guardia personal —terminó Elayne—. Veinte mujeres, al mando del capitán Mellar. No creo que Birgitte encuentre Doncellas para ese puesto, pero no le andará lejos.
Un asiento sin respaldo apareció detrás de Egwene, que se acomodó en él sin mirar siquiera. Era mucho más hábil en el Mundo de los Sueños que Elayne o Nynaeve. Llevaba un traje de montar de paño, en verde oscuro, bien cortado y de calidad pero sin adornos, probablemente la ropa que había llevado puesta ese día en el mundo de vigilia. Y el atuendo no varió un ápice en ningún momento.
—Os habría dicho que os reunieseis conmigo en Murandy mañana, es decir, esta noche —manifestó—, si no fuera porque la llegada de las Allegadas provocaría un estallido entre la Asentadas.
Nynaeve había recuperado la compostura, bien que se ajustó la falda sin necesidad. Ahora los bordados del vestido eran de plata.
—Creí que ahora tenías a la Antecámara de la Torre dominada —comentó.
—Es lo mismo que tener sujeto a un hurón con la mano —repuso secamente Egwene—. Se retuerce y se enrosca para morderte la muñeca. Oh, sí, hacen lo que digo en lo referente a la guerra con Elaida, ya que no pueden eludirlo a pesar de lo mucho que protestan por el gasto de tener más soldados. Sin embargo, el acuerdo con las Allegadas no forma parte del plan de guerra, y tampoco permitir que las Allegadas sepan que la Torre estaba al corriente de sus actividades desde el principio. O pensaba que lo estaba. La Antecámara al completo sufriría una apoplejía sólo por descubrir cuántas cosas ignoraba. Están intentando por todos los medios encontrar el modo de parar la admisión de nuevas novicias.
—Pero no pueden hacerlo ¿o sí? —demandó Nynaeve. Hizo aparecer una silla para sí misma, pero era una copia del asiento de Egwene cuando miró para comprobar que estaba allí, una banqueta de tres patas cuando empezó a sentarse y una silla con respaldo de travesaños para cuando acabó de acomodarse. Ahora su vestido tenía falda pantalón—. Hiciste una proclamación: cualquier mujer de cualquier edad si pasaba la prueba. Sólo tienes que hacer otra sobre las Allegadas.
Elayne se preparó su asiento, una copia de las sillas de su sala de estar. De ese modo era mucho más fácil mantener la imagen sin que se cambiara.
—Oh, la proclamación de una Amyrlin es ley —contestó Egwene—. Hasta que la Antecámara encuentra un camino para soslayarla. La protesta nueva es que sólo tenemos dieciséis Aceptadas. Aunque la mayoría de las hermanas tratan a Faolain y a Theodrin como si aún lo fueran. Pero incluso dieciocho no son bastante ni con mucho para dar lecciones a las novicias, de las que supuestamente tienen que ocuparse las Aceptadas, pero son las hermanas quienes tienen que encargarse de ellas. Creo que algunas abrigaban la esperanza de que el mal tiempo frenara el número de las que acuden, pero no ha sido así. —Sonrió de repente y un brillo travieso asomó a sus oscuros ojos—. Hay una novicia nueva a la que me gustaría que conocieras, Nynaeve. Se llama Sharina Melloy. Es abuela. Y creo que coincidirías conmigo en que se trata de una mujer excepcional.
La silla de Nynaeve desapareció por completo, y ella cayó al suelo con un sonoro golpe. No pareció darse cuenta, y se quedó allí sentada, mirando estupefacta a Egwene.
—¿Sharina Melloy? —repitió con voz temblorosa—. ¿Que es una de las novicias?
Su vestido era ahora de un estilo que Elayne no había visto nunca, con amplias mangas, un profundo escote y adornado con flores bordadas y sartas de perlas. El cabello suelto le llegaba a la cintura y lo tenía sujeto con una cofia de piedras de la luna y zafiros ensartados en cordones de oro, finos como hilos. Y en el índice de la mano izquierda lucía un sencillo aro de oro. Sólo el ki’sain y el anillo de la Gran Serpiente permanecieron inalterables.
—¿Conoces el nombre? —preguntó Egwene, que parpadeó.
Nynaeve se puso de pie y miró fijamente su vestido. Alzó la mano izquierda y tocó el liso sello de oro casi con vacilación. Cosa curiosa, dejó que todo siguiese igual, sin sufrir cambios.
—Podría no ser la misma mujer —murmuró—. ¡No puede serlo! —Hizo aparecer otra silla igual a la de Egwene, y la miró ceñuda como si le ordenase que no alterase su aspecto, pero el mueble tenía respaldo alto y tallas para cuando quiso sentarse—. Había una Sharina Melloy… Fue durante mi prueba para Aceptada —añadió precipitadamente—. No tengo que hablar de ello. ¡Es la regla!
—Por supuesto que no tienes que hacerlo —dijo Egwene, bien que la mirada que dirigió a Nynaeve fue tan rara como Elayne sabía que tenía que ser la suya. Con todo, no había nada que hacer; cuando la antigua Zahorí se empeñaba en ser testaruda, hasta las mulas podían aprender de ella.
—Ya que has sacado a colación a las Allegadas, Egwene —intervino Elayne—, ¿has pensado más detenidamente en el tema de la Vara Juratoria?
Egwene alzó una mano como queriendo interrumpirla, pero su respuesta fue serena e impasible.
—No es necesario pensarlo más, Elayne. Los Tres Juramentos, prestados sobre la Vara Juratoria, son los que nos convierten en Aes Sedai. Al principio no supe verlo, pero ahora sí. El primer día que la Torre esté en nuestro poder, prestaré los Tres Juramentos sobre la Vara Juratoria.
—¡Eso es una locura! —saltó Nynaeve mientras se echaba hacia adelante en la silla. Y el vestido seguía sin cambiar. Muy sorprendente. Tenía prietos los puños sobre el regazo—. Sabes lo que hace. ¡Las Allegadas son la prueba! ¿Cuántas Aes Sedai viven más de trescientos años, o llegan siquiera a ellos? Y no me digas que no debería hablar de la edad. Ésa es una costumbre ridícula, y lo sabes. Egwene, a Reanne la llamaban la Decana porque era la mayor de Ebou Dar, pero la que es mayor en cualquier parte se llama Aloisia Nemosni, una mercader de aceite de Tear. Egwene, tiene casi… ¡seiscientos años! Cuando la Antecámara sepa eso, apuesto a que se mostrará más que dispuesta a dejar la Vara Juratoria en una estantería.
—La Luz sabe que trescientos años es