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  2. El corazón del invierno
  3. Capítulo 43
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el Poder se mostraban tan reticentes a sacarlo a colación como las Aes Sedai—. ¿Podemos arriesgarnos a dejarla libre? ¿Sería capaz una espontánea seanchan de demoler el palacio entero? —Las Allegadas también pensaban igual que las Aes Sedai respecto a las espontáneas. La mayoría.

Las hermanas que conocían a Nynaeve tenían mucho cuidado en cuanto a la forma de utilizar ese término cuando ella estaba presente, ya que podía ponerse muy irascible cuando se pronunciaba en un tono despectivo. Ahora se limitó a mirar fijamente a Reanne. A lo mejor sólo intentaba dar con una respuesta a la pregunta de la mujer. Elayne sabía cuál sería la suya, pero este asunto no tenía nada que ver con su reclamación del Trono del León ni con Andor. Era un tema cuya decisión correspondía a las Aes Sedai, y en consecuencia significaba que era Nynaeve la que debía decidirlo.

—Si no lo hacéis —intervino en voz queda Lan, desde la puerta—, mejor que la devolváis con los seanchan. —No lo azoraron lo más mínimo las miradas severas que le lanzaron las cuatro mujeres, a quienes su voz profunda pronunciando aquellas palabras debió de sonarles como el tañido de una campana tocando a muerto—. Tendréis que mantenerla bien vigilada; pero, si le dejáis puesto el collar cuando desea ser libre, no seréis mejores que ellos.

—Este asunto no te concierne a ti, Guardián —replicó firmemente Alise. El hombre le sostuvo la severa mirada con fría ecuanimidad, y Alise soltó un quedo gruñido de indignación y levantó las manos—. Deberías leerle la cartilla cuando estéis a solas, Nynaeve.

La antigua Zahorí debía de estar experimentando la intimidación que le causaban esas mujeres de un modo muy intenso, ya que sus mejillas se sonrojaron.

—Lo haré, no lo dudes —dijo en tono ligero. No miró a Lan en ningún momento. Admitiendo finalmente el frío que hacía, se echó el chal sobre los hombros y carraspeó antes de añadir—: Sin embargo, tiene razón. Al menos no tenemos que preocuparnos de las otras dos. Lo que me sorprende es que hayan tardado tanto en dejar de actuar como esas estúpidas seanchan.

—Yo no estoy tan segura —murmuró Reanne—. Ya sabes que Kara era una especie de Mujer Sabia en Punta de Toman, con mucha influencia en su pueblo. Espontánea, desde luego. Cualquiera pensaría que odia a los seanchan, pero no es así, no a todos ellos. Le tiene un gran afecto a la sul’dam que capturaron al tiempo que a ella, y se muestra muy ansiosa en cuanto a que no les hagamos ningún daño a las sul’dam. Por su parte, Lemore sólo tiene diecinueve años. Es una noble mimada que tuvo la malísima suerte de que se manifestase la chispa en ella el mismo día que cayó Tanchico. Dice que odia a los seanchan y que quiere que paguen lo que hicieron con Tanchico. Aun así, responde a su nombre de damane, Larie, con tanta presteza como cuando utilizamos el de Lemore, y sonríe a las sul’dam y deja que la mimen como a un animalito de compañía. No es que desconfíe de ellas, al menos no como de Alivia, pero dudo que ninguna de las dos fuese capaz de hacer frente a una sul’dam. Creo que si una sul’dam les ordena que la ayuden a escapar, lo harán, y me temo que no presentarían mucha resistencia si la sul’dam intentara ponerles el collar otra vez.

Cuando Reanne dejó de hablar se hizo un largo silencio.

Nynaeve parecía reflexionar, como si luchase contra sí misma. Su mano subió hacia la trenza, la asió y después la soltó para cruzarse de brazos. Dirigió una mirada iracunda a todo el mundo, excepto a Lan; a éste ni siquiera lo miró de pasada. Finalmente respiró hondo y se cuadró para enfrentarse a Reanne y Alise.

—Debemos quitarles el a’dam. Las retendremos hasta que estemos seguras, y a Lemore ni siquiera entonces: ¡hay que vestirla de blanco! Nos aseguraremos de que no se queden solas nunca, especialmente con las sul’dam, ¡pero el a’dam se les quita!

Habló con fiereza, como si esperase oposición por parte de las otras mujeres. Una ancha sonrisa de aprobación fue la respuesta de Elayne. Que hubiese otras tres mujeres cuya reacción era imprevisible difícilmente podía tomarse como una buena noticia, pero no tenían otra opción.

Reanne se limitó a asentir con la cabeza —al cabo de un momento—, pero una sonriente Alise rodeó la mesa para dar unas palmaditas a Nynaeve en el hombro, y la antigua Zahorí se puso colorada. Intentó disimularlo aclarándose la voz con un fuerte carraspeo, al tiempo que torcía el gesto al mirar a la seanchan aislada dentro del tejido que le impedía escuchar lo que hablaban. Empero, sus esfuerzos no tuvieron éxito; y, en cualquier caso, Lan los habría echado a perder.

—Ta’shar Manetheren —musitó en voz queda.

Nynaeve se quedó boquiabierta, y después los labios insinuaron una trémula sonrisa. Sus ojos brillaron con la humedad de unas lágrimas repentinas mientras se volvía hacia él, el rostro rebosando júbilo. Lan le devolvió la sonrisa, y en sus ojos no había frialdad en ese momento, ni mucho menos.

Elayne tuvo que esforzarse para contener el gesto de asombro. ¡Luz! A lo mejor ese hombre no helaba el lecho de su matrimonio, después de todo. La idea hizo que se ruborizara. Procurando no mirar a la pareja, sus ojos fueron hacia Marli, todavía sujeta a la silla. La seanchan miraba fijamente al frente, y unas lágrimas se deslizaban por sus regordetas mejillas. Directamente al frente. A los tejidos que impedían que el sonido llegase hasta ella. Ahora no podía negar que veía los flujos. Sin embargo, cuando Elayne lo hizo notar, Reanne sacudió la cabeza.

—Todas lloran si se las obliga a mirar los tejidos durante mucho tiempo, Elayne —comentó con tono cansado. Y un punto triste—. Pero, una vez que los tejidos desaparecen, se convencen a sí mismas de que las hemos engañado. No tienen más remedio; lo entiendes, ¿verdad? De lo contrario serían damane, no sul’dam. No, llevará tiempo convencer al ama de los sabuesos de que ella misma es uno también. Me temo que en realidad no te he dado buenas noticias, ¿no es así?

—No muy buenas, cierto —contestó Elayne. Nada buenas, para ser sincera. Un problema más para amontonar con el resto. ¿Cuántas malas noticias se podían apilar antes de que uno se quedara enterrado bajo el montón? Por fuerza tenía que recibir alguna buena noticia, y pronto.

9. Una taza de té

De vuelta en el vestidor de sus aposentos, Elayne se cambió el traje de montar con ayuda de Essande, la jubilada de cabello blanco a la que había elegido como doncella. La delgada mujer, de aspecto digno, era un poquito lenta, pero conocía su trabajo y no perdía el tiempo con charlas ociosas. De hecho, rara vez pronunciaba palabra aparte de alguna sugerencia sobre el atuendo que podía ponerse y el comentario, repetido a diario, sobre lo mucho que Elayne se parecía a su madre. A un extremo del cuarto, en el alto hogar de mármol ardían gruesos troncos de leña, pero el fuego apenas templaba el frío del ambiente. Elayne se puso rápidamente un vestido de fino paño azul, con cuentas de perlas que creaban dibujos en el cuello alto y a lo largo de las mangas; después se ciñó el cinturón de plata trabajada, que completó con una pequeña daga enfundada en una vaina, también de plata. Por último se calzó los escarpines de terciopelo azul, con bordados plateados. Cabía la posibilidad de que no tuviese tiempo para cambiarse otra vez antes de recibir a los mercaderes, y debía impresionarlos. Tendría que asegurarse de que Birgitte se encontrara presente en la entrevista; ella sí que resultaba muy impresionante con su uniforme. Además, hasta asistir a la audiencia de unos mercaderes le parecería un agradable descanso en sus tareas. A juzgar por el acalorado nudo de irritación que Elayne percibía en el fondo de su mente, aquellos informes estaban resultando ser un trabajo penoso para la capitana general de la Guardia de la Reina.

Mientras se ponía unos pendientes de perlas, Elayne despidió a Essande para que regresara junto a su propio hogar, en el Alojamiento de los Jubilados. Elayne sospechaba que a la mujer le dolían las articulaciones, pero Essande lo había negado cuando le ofreció la Curación. De todos modos, ella ya estaba preparada. No se pondría la diadema de heredera del trono; ésta se quedaría en el pequeño cofre de marfil que había sobre su tocador. No poseía muchas joyas, ya que la mayoría las había empeñado. Y el resto quizá seguiría el mismo camino cuando se llevara la plata al prestamista. No tenía sentido preocuparse por eso ahora. Disponía de unos instantes para sí misma, y después tendría que volver a ocuparse de sus deberes.

La sala de estar, forrada con oscuros paneles de madera y con anchas cornisas de pájaros tallados, tenía dos grandes hogares de repisas muy trabajadas, uno a cada extremo del cuarto, de manera que el ambiente estaba más caldeado que el del vestidor, si bien allí también hacían falta las alfombras extendidas sobre las baldosas blancas. Para su sorpresa, encontró a Halwin Norry en la sala. Al parecer, el deber le salía al paso, sin darle respiro.

El jefe amanuense se levantó de una de las sillas de respaldo bajo cuando Elayne entró, sosteniendo prietamente contra su pecho una carpeta de cuero, y rodeó a trompicones la mesa con volutas talladas en los bordes que ocupaba el centro de la habitación a fin de hacer una torpe reverencia. Norry era alto y delgado, su nariz era larga y su escaso cabello parecía erizarse detrás de las orejas semejando plumas blancas. A menudo le recordaba una grulla. Por muchos escribientes que tuviese a su mando, él seguía utilizando la pluma a juzgar por la pequeña mancha de tinta que se marcaba en el borde de su tabardo rojo. La mancha no parecía reciente, sin embargo, y Elayne se preguntó si la carpeta no estaría ocultando otras. El jefe amanuense había cogido la costumbre de llevar así la carpeta cuando se había puesto su atuendo oficial, dos días después que la señora Harfor. La cuestión era si se había vestido así como una muestra de respeto hacia ella o simplemente porque la señora Harfor lo había hecho.

—Perdonad que sea tan precipitado, milady —dijo—, pero creo que hay asuntos importantes, aunque no propiamente urgentes, que tratar con vos.

Importantes o no, su voz seguía siendo un sonsonete monótono.

—Por supuesto, maese Norry. No querría apremiaros para que seáis breve. —El hombre parpadeó, y Elayne intentó reprimir un suspiro. Pensó si no estaría algo sordo, a juzgar por el modo en que inclinaba la cabeza hacia uno u otro lado, como para captar mejor lo que se le decía. Quizás ésa fuera la razón de que mantuviese un tono casi invariable. En cualquier caso, Elayne alzó la voz un poco, por si acaso. Aunque también podía ocurrir que fuera simplemente un pesado—. Sentaos y explicadme esos asuntos importantes.

Ella ocupó uno de los sillones tallados que había lejos de la mesa y le señaló otro, pero Norry permaneció de pie. Siempre lo hacía. Elayne se recostó en el respaldo para escuchar, cruzó una pierna sobre la otra y se arregló los vuelos de la falda.

El jefe amanuense no recurrió a la carpeta. Todo lo que hubiera escrito en los papeles estaría igualmente dentro de su cabeza, con total precisión; las hojas

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