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  2. El corazón del invierno
  3. Capítulo 36
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todas habían aprovechado de buen grado la oportunidad de alistarse en la Guardia. Y, lo que era más importante, habían pasado la estricta inspección de Birgitte.

—Estas calles no son seguras para ti —dijo de repente Sareitha, que taconeó su montura castaña para situarse junto al flanco del castrado negro de Elayne. Fogooso casi logró asestar un mordisco a la acicalada yegua antes de que Elayne le retirara hacia un lado la cabeza con un seco tirón de las riendas. La calle por la que marchaban era estrecha, apiñando más a la multitud y obligando a las mujeres de la Guardia a cerrarse más a su alrededor. La cara de la hermana Marrón era la viva imagen de la compostura Aes Sedai, pero una obvia preocupación daba un timbre agudo a su voz—. Puede ocurrir cualquier cosa en semejante aglomeración. Recuerda quién se hospeda en El Cisne de Plata, a menos de cuatro kilómetros de aquí. Diez hermanas no se alojan en la misma posada porque busquen compañía entre las de su clase, simplemente. Es posible que Elaida las haya enviado.

—Y también es posible que no lo haya hecho —repuso tranquilamente Elayne, con más sosiego del que sentía en realidad. Eran muchas las hermanas que se mantenían al margen del conflicto entre Elaida y Egwene, hasta ver en qué acababa. Desde su regreso a Caemlyn, dos hermanas se habían marchado de El Cisne de Plata y otras tres acababan de llegar. Eso no sonaba como un grupo enviado con una misión. Y ninguna era del Ajah Rojo; Elaida no habría dejado de incluir Rojas en él. Aun así, se las estaba vigilando lo mejor posible, dadas las circunstancias, aunque eso no se lo dijo a Sareitha. Elaida quería cogerla, con mucho más ahínco de lo que desearía atrapar a una Aceptada huida o a una relacionada con Egwene y las «rebeldes», según las denominaba Elaida, pero Elayne no acababa de entender el porqué. Una reina que era Aes Sedai resultaría una gran baza para la Torre Blanca, pero no se convertiría en reina si la obligaban a regresar a Tar Valon. En realidad, Elaida había dado la orden de llevarla de vuelta, por cualquier medio necesario, mucho antes de que hubiera alguna posibilidad de que ocupase el trono hasta pasados muchos años. Era un enigma sobre el que había reflexionado en más de una ocasión, desde que Ronda Macura le había hecho beber aquella horrible infusión que embotaba la capacidad de encauzar de una mujer. Un enigma muy preocupante, sobre todo ahora, que estaba proclamando a los cuatro vientos dónde se encontraba.

Sus ojos se detuvieron un momento en una mujer de cabello negro, con la capucha de su capa azul retirada. La mujer apenas le dedicó una mirada de pasada antes de entrar en la tienda de un fabricante de velas. Una bolsa de tela, pesada en apariencia, colgaba de su hombro. Elayne decidió que no era una Aes Sedai, sino simplemente otra mujer que envejecía bien, como Zaida.

—En cualquier caso —siguió firmemente—, no me quedaré encerrada en palacio por miedo a Elaida. —¿Qué se traerían entre manos las hermanas que se hospedaban en El Cisne de Plata?

Sareitha resopló, y no flojo precisamente; pareció a punto de poner los ojos en blanco, pero luego lo pensó mejor. De vez en cuando, Elayne pillaba una mirada extraña de algunas de las otras hermanas instaladas en palacio, sin duda preguntándose cómo había sido ascendida al chal, aunque, al menos de cara al exterior, la aceptaban como una Aes Sedai, así como que su capacidad con el Poder la situaba por encima de cualquiera de ellas, salvo Nynaeve. Eso no bastaba para impedirles que manifestasen su opinión, a menudo de un modo mucho más rotundo que el que habrían usado con una hermana que ocupase su posición y hubiese alcanzado el chal a través de la forma habitual.

—Olvida a Elaida, entonces —dijo Sareitha—, y recuerda a quién más le gustaría tenerte en sus manos. Una piedra arrojada con puntería y serás un bulto inerte, fácil de cargar para llevárselo en medio de la confusión.

¿De verdad tenía Sareitha que decirle que el agua mojaba? Raptar a otros aspirantes al trono era casi una práctica tradicional, después de todo. Cada casa que le disputaba el trono contaba con seguidores en Caemlyn que esperaban atentos cualquier oportunidad, o ella se comería sus escarpines en el almuerzo. Tampoco era que fueran a tener éxito, no mientras pudiese encauzar, pero lo intentarían si se les presentaba la ocasión. Jamás había pensado que llegar a Caemlyn le proporcionara seguridad.

—Si no me atrevo a salir de palacio, Sareitha, jamás conseguiré que el pueblo me respalde —argumentó quedamente—. Deben verme segura, sin miedo, fuera y dentro. —Tal era la razón de que llevase ocho miembros de la Guardia en lugar de los cincuenta que Birgitte habría querido. La mujer se negaba a entender la realidad de la política—. Además, necesitarían dos piedras arrojadas con buena puntería, encontrándote tú aquí.

Sareitha resopló de nuevo, pero Elayne puso gran empeño en hacer caso omiso de la obstinación de la otra mujer. Ojalá pudiese obviar también su presencia, pero eso era imposible. Él paseo de esa mañana no era sólo para que la viesen. Halwin Norry le había presentado datos y cifras a montones con su voz monótona que casi conseguía dormirla, pero quería comprobar esos informes por sí misma. Norry era capaz de hacer que un disturbio sonase tan anodino como un informe sobre el estado de las cisternas de la ciudad o sobre los gastos de la limpieza de las alcantarillas.

En la multitud abundaban los forasteros: kandoreses con barba dividida, illianos con barba y sin bigote, arafelinos con campanillas de plata en las trenzas, domani de tez cobriza, altaraneses de tez olivácea, atezados tearianos, cairhieninos que se distinguían por su baja estatura y pálida piel. Algunos eran mercaderes, atrapados por la repentina llegada del invierno o que esperaban llevar la delantera a la competencia, gentes ampulosas, de rostros satisfechos, que sabían que el comercio era la sangre vital de las naciones; y todos y cada uno de ellos afirmaban ser una arteria principal aun cuando los delatara una chaqueta mal teñida o un broche de latón y cristal. Gran parte de los que iban a pie llevaban chaquetas desgastadas y raídas, pantalones hasta la rodilla, vestidos con los bajos rozados, y capas gastadas o ni siquiera eso. Eran refugiados, o expulsados de sus hogares por la guerra o gentes que se habían lanzado a los caminos en la creencia de que el Dragón Renacido había roto todos los vínculos que los ataban. Caminaban encogidos para protegerse del frío, el rostro demacrado, la expresión derrotada, dejándose llevar por el río de personas.

Al fijarse en una mujer de ojos apagados, que avanzaba tambaleante entre la multitud, cargada con un niño, Elayne sacó una moneda de la escarcela y se la dio a una mujer de la Guardia, una joven de mejillas tersas y ojos fríos. Tzigan afirmaba ser de Ghealdan, hija de un noble menor; en fin, posiblemente era ghealdana, al menos. Cuando la mujer se inclinó sobre la silla para tender la moneda, la mujer cargada con el niño pasó de largo sin percatarse, sin verla. Había demasiados así en Caemlyn. El palacio alimentaba a miles cada día, en cocinas repartidas por toda la ciudad, pero eran muchos los que ni siquiera tenían fuerzas para ir a recoger su ración de pan y sopa. Elayne alzó una plegaria por la mujer y su hijo mientras volvía a guardar la moneda en la escarcela.

—No puedes dar de comer a todos —musitó Sareitha.

—En Andor no se permite que los niños pasen hambre —contestó Elayne, como si publicara un edicto; lo cierto es que no sabía cómo impedirlo. Todavía quedaban víveres de sobra en la ciudad, pero ninguna orden podía obligar a la gente que comiera a la fuerza.

Algunos de los forasteros habían llegado en tal estado a Caemlyn, hombres y mujeres que ya no vestían harapos ni mostraban en su rostro una expresión de acoso. Fuera lo que fuera lo que los había obligado a huir de sus hogares, habían empezado a pensar que ya habían viajado suficientemente lejos, a olvidarse de los oficios o negocios que habían abandonado, a menudo junto con todo lo que poseían. Sin embargo, en Caemlyn, cualquiera con destreza en un oficio y un poco de empuje siempre encontraba un banquero con dinero fresco. Actualmente se abrían negocios nuevos cada día. ¡Había visto tres tiendas de relojeros en el transcurso de la mañana! Desde donde se encontraba, alcanzaba a ver dos tiendas en las que se vendía cristal soplado, y se habían construido casi treinta fábricas al norte de la ciudad. A partir de ahora, Caemlyn exportaría cristal en lugar de importarlo, así como vidrio. La ciudad tenía ahora encajeras cuyos productos eran tan finos como los de Lugard, lo que no era de extrañar puesto que casi todas ellas procedían de allí.

Aquello le levantó el ánimo —los impuestos que se recaudarían con aquellos nuevos negocios servirían de ayuda, aunque llevaría un tiempo hasta que el montante fuera sustancioso—, mas había otros en la muchedumbre que atrajeron su atención. Forasteros o andoreños, los mercenarios eran fácilmente reconocibles; hombres de rostros duros, portadores de espadas, que mantenían el paso arrogante incluso cuando su marcha se frenaba casi por completo por la apiñada multitud. Los guardias de mercaderes también iban armados, unos tipos duros que apartaban con el hombro a otros hombres que se encontraban en su camino, pero parecían sumisos y moderados al compararlos con los soldados a sueldo. Y, en conjunto, exhibían menos cicatrices. Los mercenarios salpicaban la muchedumbre como pasas en un pastel. Con tanto donde elegir y con la escasa oferta de trabajo debido al invierno, Elayne no creía que alquilar sus servicios saliese demasiado caro. A menos que, como Dyelin temía, le costase Andor. De algún modo tenía que encontrar suficientes hombres para que no hubiese mayoría de forasteros en la Guardia Real. Y el dinero para pagarles.

De repente fue consciente de Birgitte. La otra mujer estaba enfadada —últimamente siempre lo estaba— y se aproximaba. Muy enfadada y acercándose muy deprisa. Una combinación ominosa que empezó a tocar gongs de alarma en la cabeza de Elayne.

Inmediatamente dio la orden de regresar a palacio por la ruta más directa —ésa sería por la que Birgitte vendría; el vínculo la conduciría directamente a ella—, y giraron en la primera esquina en dirección sur, para salir a la calle de la Aguja. De hecho era una vía bastante ancha aunque serpenteaba como un río, subiendo una colina y bajando por otra, pero generaciones atrás había estado llena de fabricantes de agujas. Ahora unas cuantas posadas pequeñas y tabernas se apiñaban entre cuchilleros, sastres y toda clase de tiendas excepto de venta agujas.

Antes de que hubiesen llegado a la Ciudad Interior, Birgitte las encontró subiendo el callejón del Vendedor de Peras, donde un puñado de fruteros todavía se aferraba a sus tiendas transmitidas de padres a hijos desde los tiempos de Ishara, aunque había muy poco que ver en los escaparates en esa época del año. A despecho de la multitud, Birgitte apareció llevando su caballo al trote, la capa roja ondeando tras ella, dispersando a la gente a derecha e izquierda, y sólo refrenó su larguirucho rucio cuando las vio un poco más adelante.

Como para compensar sus prisas, dedicó unos instantes a

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