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  2. El corazón del invierno
  3. Capítulo 35
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iban mejor equipados que la generalidad de los seguidores de Masema. Uno de los dos en avanzada era el propio Masema; el rostro fanático miraba fijamente entre los pliegues de la capucha cual un feroz puma escudriñando desde su cueva. ¿Cuántas de aquellas lanzas habían lucido cintas rojas en la mañana del día anterior?

Masema no ordenó detenerse a sus hombres hasta que se encontró a unos pocos pasos de Perrin. Se retiró la capucha y su mirada recorrió la hilera de hombres desmontados y con arcos. No parecía notar la nieve que caía sobre su afeitada cabeza. Su compañero, un tipo más corpulento, con una espada a la espalda y otra en el arzón de la silla, mantuvo la capucha echada, pero a Perrin le pareció que también llevaba la cabeza afeitada. El tipo se las ingenió para estudiar la columna y observar a Masema con igual intensidad. Sus oscuros ojos ardían casi tanto como los de Masema. Perrin se planteó decirles que, a esa distancia, las flechas disparadas por los largos arcos de Dos Ríos traspasarían un peto y a quien lo llevara de parte a parte. Se planteó mencionar a los seanchan. Discreción, había aconsejado Berelain. Quizá fuese una buena idea, dadas las circunstancias.

—¿Venías a mi encuentro? —dijo de repente Masema. Hasta la voz del hombre hervía de intensidad. Nada, ni una sola palabra en su boca era intrascendente. Todo lo que tenía que decir era importante. La cicatriz pálida y triangular de su mejilla convirtió su inesperada sonrisa en una mueca retorcida. Y no había en ella calidez alguna—. No importa, ahora ya estoy aquí. Como sin duda ya sabrás, los que siguen al lord Dragón Renacido, ¡que la Luz ilumine su nombre!, rehusaron quedarse atrás. No podía exigirles que lo hicieran. Le sirven, al igual que yo.

Perrin imaginó una oleada de llamas extendiéndose a través de Amadicia, entrando en Altara y quizá llegando más allá, dejando tras de sí un rastro de muerte y destrucción. Respiró hondo, llenando los pulmones con el frío aire. Faile era más importante que cualquier otra cosa. ¡Cualquiera! Y, si se condenaba por ello, que así fuera.

—Conduce a tus hombres al este. —Le impresionó lo firme que sonaba su voz—. Te alcanzaré cuando pueda. Unos Aiel han secuestrado a mi esposa, y me dirijo hacia el sur para rescatarla. —Por una vez, vio sorprendido a Masema.

—¿Aiel? Entonces, ¿es cierto el rumor? —Miró ceñudo a las Sabias, situadas al otro lado de la columna—. ¿Al sur, dices? —Cruzó las manos enguantadas sobre la perilla de la silla y enfocó su mirada escrutadora en Perrin. La locura impregnaba el olor del hombre; Perrin sólo percibía demencia en ese efluvio—. Te acompañaré —dijo luego, como si acabase de tomar una decisión. Curioso, cuando se había mostrado tan ansioso por reunirse con Rand sin demora. Al menos, mientras no lo tocara el Poder para hacerlo—. Todos los que siguen al lord Dragón Renacido, ¡que la Luz ilumine su nombre!, vendrán. Matar salvajes Aiel es trabajar para la Luz. —Sus ojos se desviaron hacia las Sabias, y su sonrisa se tornó aún más fría que antes.

—Te agradecería tu ayuda —mintió Perrin. Esa chusma sería inútil contra Aiel Sin embargo, eran millares. Y habían rechazado ejércitos, aunque no ejércitos Aiel. Una pieza del rompecabezas que tenía en la cabeza se movió y encajó en su sitio. A punto de desplomarse por la fatiga, no supo exactamente cómo, pero sí que lo había hecho. En cualquier caso, no iba a ocurrir—. Pero me llevan una gran ventaja. Tengo intención de Viajar, de utilizar el Poder Único para alcanzarlos. Sé cómo te sientes al respecto.

Unos murmullos inquietos recorrieron las filas de hombres detrás de Masema, y hubo intercambio de miradas y movimiento en las armas. Perrin alcanzó a escuchar maldiciones y también «ojos amarillos» y «Engendro de la Sombra». El otro hombre con la cabeza afeitada asestó una mirada iracunda a Perrin, como si éste hubiese blasfemado, pero Masema se limitó a observarlo fijamente; parecía intentar abrirle un agujero en el cráneo y ver qué había dentro.

—Él sufriría si le ocurriese algo malo a tu esposa —dijo finalmente el loco. El énfasis señalaba a Rand claramente como el nombre que Masema no permitía que se pronunciara—. Será una… dispensa, en este caso. Sólo para encontrar a tu esposa, porque eres amigo suyo. Sólo por eso. —Habló sosegadamente, tratándose de él, pero sus ojos hundidos eran oscuro fuego, y una furia inconsciente le crispó el rostro.

Perrin abrió la boca, y después la cerró sin pronunciar palabra. Que el sol saliese por el oeste era tan imposible como que Masema dijera lo que acababa de decir. De repente Perrin pensó que Faile podía estar más segura con los Shaido de lo que él lo estaba en ese momento.

7. Las calles de Caemlyn

El séquito de Elayne atraía gran atención a medida que pasaba a lo largo de las calles de Caemlyn, que ascendían y bajaban siguiendo el trazado de las colinas de la ciudad. El Lirio Dorado sobre la pechera de su capa carmesí, orlada de piel, bastaba para que los habitantes de la capital la identificasen, pero aun así mantenía la capucha algo retirada, enmarcándole el rostro de manera que la única rosa dorada de la diadema de la heredera del trono fuera claramente visible. No sólo Elayne, Cabeza Insigne de la casa Trakand, sino Elayne, heredera del trono. Que todo lo mundo lo viera y lo supiera.

Las cúpulas de la Ciudad Nueva resplandecían blancas y doradas en la pálida luz matinal, y los carámbanos destellaban en las ramas desnudas de los árboles, alineados en el centro de las calles principales. Aunque el sol se encontraba próximo al cenit y brillaba en un bendito cielo despejado, no proporcionaba calidez. Por suerte, ese día no soplaba el viento. La temperatura era lo bastante fría para congelar el aliento, mas, limpio de nieve el adoquinado de las calles, incluso en los callejones más estrechos y sinuosos, la ciudad volvía a estar viva, rebosante de gente y bullicio. Los carreteros, tan uncidos a su trabajo como los caballos entre las lanzas, se arrebujaban en su capa con resignación mientras avanzaban despacio entre la muchedumbre. Una gran carreta de agua pasó traqueteando, vacía a juzgar por el ruido, de vuelta para que la rellenaran de nuevo a fin de combatir los frecuentes incendios provocados. Unos cuantos vendedores ambulantes y buhoneros desafiaban el frío para pregonar sus mercancías, pero la mayoría de la gente se desplazaba presurosa en sus quehaceres, ansiosa por encontrarse a resguardo lo antes posible. No es que apresurarse significara moverse muy deprisa. La ciudad estaba llena a reventar; la población había aumentado hasta superar la de Tar Valon. En aquel enjambre, hasta los pocos que iban a caballo no avanzaban más deprisa que los que iban a pie. A lo largo de toda la mañana, Elayne sólo había visto dos o tres carruajes moviéndose lentamente por las calles. Si sus pasajeros no estaban inválidos o no tenían ante sí un trayecto de kilómetros, es que eran unos necios.

Todos los que la veían a ella y a su grupo se paraban un momento, como poco, y algunos se la señalaban a otros, o levantaban a un niño para que pudiese contemplarla mejor y así pudiese contar a sus propios hijos que la había visto. La cuestión era si decían que habían visto a la futura reina o a la mujer que dirigía la ciudad durante un tiempo. La mayoría se limitaba a observarla atentamente, pero de vez en cuando unas cuantas voces coreaban a su paso «¡Trakand! ¡Trakand!» o incluso «¡Elayne y Andor!». Habría sido mejor que hubiese más vítores, si bien era preferible el silencio a los abucheos. Los andoreños solían ser gentes que expresaban abiertamente su opinión, y en especial los caemlineses. Habían estallado rebeliones y se habían destronado reinas a causa de que los caemlineses proclamaron su desagrado en las calles.

Una idea hizo temblar a Elayne. «Quien controla Caemlyn controla Andor», rezaba el viejo dicho; no era exactamente cierto, como Rand había demostrado, pero Caemlyn era el corazón de Andor. Había reclamado su dominio sobre la ciudad —el León de Andor y la Clave de Plata de Trakand compartían un lugar de honor en las torres de la muralla exterior— pero ella todavía no controlaba el corazón de Caemlyn, y eso era mucho más importante que controlar piedra y mortero.

«Algún día me aclamarán todos —se prometió a sí misma—. Me ganaré su aplauso.» Ese día, sin embargo, las abarrotadas calles parecían vacías por las pocas voces que se alzaban. Ojalá Aviendha estuviese con ella, haciéndole compañía, pero Aviendha no veía razón de montarse en un caballo para pasear por la ciudad, simplemente. En cualquier caso, Elayne podía sentirla. Era distinto del vínculo con Birgitte, pero podía percibir la presencia de su hermana en la ciudad del mismo modo que se percibe en la misma habitación a una persona que no se ve, y resultaba reconfortante.

Sus compañeros también llamaban la atención. Tras apenas tres años siendo Aes Sedai, la cara atezada y cuadrada de Sareitha aún no había adquirido la cualidad intemporal, y parecía una mercader próspera con sus ropas de fino paño en color bronce, y el gran broche de plata y zafiros que sujetaba su capa. Su Guardián, Ned Yarman, cabalgaba pegado a sus talones, y desde luego atraía las miradas. Un hombre joven, alto, de hombros anchos, con brillantes ojos azules y un cabello trigueño que le caía en ondas hasta los hombros, lucía la cambiante capa de Guardián, que lo hacía parecer una cabeza sin cuerpo flotando sobre un alto castrado gris que tampoco parecía estar completamente allí, cubierta como estaba su grupa por la capa. No cabía error en lo que era, ni en que su presencia anunciaba a una Aes Sedai. El resto del grupo, formando un círculo en torno a Elayne para ir abriéndole paso entre la multitud, también atraía muchas miradas. Ocho mujeres con las chaquetas rojas y los bruñidos yelmos y petos de la Guardia Real no era algo que se viese todos los días. Ni hasta entonces, dicho fuera de paso. Elayne las había elegido entre los nuevos reclutas por esa misma razón.

Su lugarteniente, Caseille Raskovni, delgada y dura como cualquier Doncella Aiel, era algo fuera de lo común, guardia de una mercader, casi veinte años en el oficio, como ella decía. Las campanillas de plata en las crines de su enorme ruano la señalaban como arafelina, aunque había sido poco precisa respecto a su pasado. La única andoreña entre las ocho era una mujer canosa de semblante plácido y anchos hombros, Deni Colford, que había mantenido el orden en una taberna concurrida por carreteros, en la Baja Caemlyn, fuera de las murallas, otro trabajo duro y singular para una mujer. Deni no sabía aún cómo utilizar la espada que llevaba a la cadera, pero Birgitte decía que tenía las manos muy rápidas, y una vista más rápida aún, además de ser una experta con el garrote de tres palmos de largo que colgaba en su otra cadera. Las demás eran Cazadoras del Cuerno, mujeres dispares, altas y bajas, delgadas y anchas, jovencitas ingenuas o entradas en años, y con pasados igualmente distintos, aunque algunas se mostraban tan discretas como Caseille y otras obviamente exageraban su anterior condición social. Ninguna de esas actitudes era infrecuente entre los Cazadores del Cuerno. Pero

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