embargo, no había señal por ninguna parte de que miles de hombres estuviesen agrupándose, ninguna franja ancha de nieve pisoteada que pudiera seguirse. En realidad, no se veía una sola huella entre los tres campamentos. Si Annoura se encontraba con las Sabias, entonces es que llevaba mucho tiempo en lo alto de la colina. ¿De qué estarían hablando? Probablemente de cómo matar a Masema sin que pudiera descubrirse que eran las responsables. Echó una ojeada a la tienda de Berelain, pero la idea de regresar allí, con ella, le erizaba el pelo de la nuca.
A corta distancia de la tienda de rayas seguía montada otra de menor tamaño perteneciente a las dos sirvientas de Berelain. A pesar de que seguía nevando, Rosene y Nana se encontraban sentadas fuera en unas banquetas plegables, abrigadas con su capa, la capucha echada, y calentándose las manos en una lumbre pequeña. Parecidas como dos gotas de agua, ninguna de ellas era bonita, pero tenían compañía; seguramente ésa era la razón de que no estuviesen dentro, junto a un brasero. Sin duda Berelain insistía en que sus criadas guardasen un comportamiento más decoroso que el que ella tenía. Normalmente, los husmeadores de la Principal rara vez hablaban más de tres palabras seguidas, al menos en presencia de Perrin, pero ahora sostenían con Rosene y Nana una charla animada, salpicada de risas. Con sus ropas corrientes, los dos tipos resultaban tan anodinos que nadie repararía en ellos si tropezaba con uno en la calle. Perrin aún no tenía muy claro quién era Santes y quién Gendar. Un cazo pequeño, retirado a un lado de la lumbre, olía a estofado de carnero; Perrin intentó no prestar atención, pero a pesar de ello su estómago volvió a hacer ruidos.
La charla cesó cuando Perrin se encaminó hacia ellos y, antes de que llegase a la lumbre, las miradas de Santes y Gendar fueron de él a la tienda de Berelain, los rostros totalmente inexpresivos. Después se arrebujaron en su capa y se marcharon, evitando sus ojos. Rosene y Nana también miraron a Perrin y después hacia la tienda; rieron disimuladamente tras las manos. Perrin no supo si enrojecer o ponerse a dar gritos.
—¿Sabéis por casualidad dónde se están reuniendo los hombres del Profeta? —preguntó. Mantener un tono de voz desapasionado resultaba duro viendo las cejas enarcadas y las sonrisas de las dos mujeres—. Vuestra señora olvidó decirme el lugar exacto.
La pareja intercambió una mirada, oculta bajo las capuchas, y volvió a reír tapándose la boca con las manos. Perrin se preguntó si serían estúpidas, pero dudaba que Berelain soportara gente boba cerca de ella mucho tiempo.
Tras muchas risitas disimuladas, intercalando ojeadas hacia él, a la tienda de Berelain y entre ellas, Nana respondió que no estaba muy segura pero que creía que era en aquella dirección al tiempo que agitaba la mano vagamente hacia el sudoeste. Rosene añadió que había oído decir a su señora que se encontraban a unos tres kilómetros. O tal vez a unos cinco. Seguían riendo tontamente cuando Perrin se alejó. A lo mejor eran tontas de verdad.
Caminó cansinamente alrededor de la colina, pensando qué tenía que hacer. La profundidad del manto blanco por el que tuvo que avanzar, una vez que dejó atrás el campo mayeniense, no contribuyó precisamente a mejorar su malhumor. Y tampoco la decisión a la que llegó. Y había empeorado cuando alcanzó el campamento de su propia gente.
Todo se había hecho conforme a sus órdenes. Los cairhieninos, abrigados con las capas, se encontraban sentados en las carretas cargadas, con las riendas sujetas alrededor de la muñeca o pilladas bajo la cadera, y otras figuras de estatura baja se movían a lo largo de las hileras de remonta, tranquilizando a los caballos sujetos a ronzales. Los hombres de Dos Ríos que no se hallaban en la colina estaban en cuclillas alrededor de docenas de lumbres pequeñas repartidas entre los árboles, vestidos para cabalgar y sujetando las riendas de sus monturas. Nada de filas ordenadas, no como entre los soldados de los otros campamentos, pero se habían enfrentado a trollocs y a Aiel. Todos llevaban el arco colgado de través a la espalda, y la aljaba en la cadera, a veces equilibrando su peso con una espada, ya fuese larga o corta. Sorprendentemente, Grady estaba junto a una de las lumbres. Los dos Asha’man solían mantenerse apartados de los demás hombres, y viceversa. Nadie hablaba, simplemente se concentraban en mantenerse calientes. Los rostros sombríos revelaron a Perrin que Jondyn no había regresado aún, ni Gaul, ni Elyas ni ningún otro. Todavía quedaba una posibilidad de que la trajeran de vuelta. O, al menos, que descubrieran dónde la tenían retenida. Durante un tiempo pareció que aquéllas serían las dos últimas buenas ideas que iba a tener el resto del día. El Águila Roja de Manetheren y su propia bandera del Lobo Rojo colgaban flojamente bajo la nevada, en dos astiles apoyados contra un carro.
Había planeado utilizar aquellos dos estandartes con Masema del mismo modo que había hecho para bajar al sur, ocultando su intención tras lo obvio. Si un hombre estaba lo bastante loco para intentar reclamar la antigua gloria de Manetheren, nadie le prestaría atención; y por la mera razón de que marchaba con un pequeño ejército, siempre y cuando no remoloneara, la gente se sentía tan complacida de ver alejarse a un loco que no se molestaba en intentar detenerlo. Ya había suficientes problemas en el país para buscarse otros sin necesidad. Que luchasen otros, y sangraran y perdiesen hombres que harían falta cuando llegase el momento de la siembra en primavera. Las fronteras de Manetheren se habían extendido casi hasta donde ahora estaba Murandy, y, con suerte, Perrin podría haberse encontrado en Andor, donde Rand ejercía un fuerte dominio, antes de tener que renunciar al engaño. Ahora eso había cambiado, y sabía el precio. Un precio muy grande. Estaba dispuesto a pagarlo, sólo que no sería él quien lo pagaría. No obstante, lo acosarían las pesadillas por ello.
6. El olor de la locura
Perrin buscó a Dannil a través de la nevada; lo encontró junto a una de las lumbres, y se abrió paso entre los caballos. Los otros hombres se pusieron derechos y se apartaron lo bastante para dejarle paso. Sin saber si debían manifestar su compasión, apenas se atrevían a mirarlo, y apartaban bruscamente los ojos cuando lo hacían, ocultando el rostro bajo la capucha.
—¿Sabes dónde está la gente de Masema? —preguntó Perrin, y tuvo que disimular un bostezo tras la mano. Su cuerpo deseaba dormir, pero no había tiempo para eso.
—A unos cinco kilómetros al suroeste —contestó Dannil con voz agria, y se dio un tirón del bigote con irritación. De modo que esas dos tontas tenían razón, después de todo—. Agrupándose como los patos en el Bosque de las Aguas en otoño, y todos tienen pinta de haber despellejado a su propia madre.
Lem al’Dai, con su cara acaballada, escupió con asco entre la mella que le había quedado en los dientes tras la pelea sostenida con el guardia de un mercader de lana, mucho tiempo atrás. A Lem le gustaba pelear con los puños, y parecía ansioso de enzarzarse con algunos de los seguidores de Masema.
—Lo harían, si Masema se lo mandase —repuso quedamente Perrin—. Más vale que te asegures de que todos recuerden eso. ¿Os habéis enterado de cómo murieron los hombres de Berelain? —Dannil asintió con un brusco cabeceo, y algunos de los otros rebulleron y mascullaron furiosos entre dientes—. Así que lo sabéis. Todavía no hay pruebas.
Lem resopló, y los demás estaban tan sombríos como Dannil. Habían visto los cadáveres que dejaban a su paso los hombres de Masema. Empezó a nevar con más fuerza; los grandes copos caían sobre las capas de los hombres. Los caballos mantenían la cola metida hacia adentro para protegerse del frío. Dentro de unas pocas horas se desataría otra cellisca, si no antes. Un tiempo que no era para vivir sólo con el calor de una lumbre, sin refugio. Ni para viajar.
—Manda llamar a los que están en la colina, y empezad a moveros hacia donde tuvo lugar la emboscada —ordenó. Ésa era una de las decisiones que había tomado mientras iba hacia allí. Ya lo había retrasado demasiado, tanto daba quién o qué había ahí fuera. Los Aiel renegados llevaban mucha ventaja tal como estaban las cosas, y si se hubiesen encaminado en cualquier otra dirección que no fuese el sur o el oeste, alguien habría vuelto con noticias a esas alturas. Y estarían esperando que los siguiera—. Avanzaremos hasta que tengamos una idea más clara de hacia dónde dirigirnos, y entonces Grady o Neald nos llevarán allí a través de un acceso. Envía hombres para avisar a Berelain y a Arganda. Quiero que los mayenienses y los ghealdanos se pongan también en marcha. Destaca exploradores, y hombres que vigilen los flancos. Y diles que no estén tan ojo avizor a los Shaido como para que se olviden de que otros podrían querer matarnos. No quiero tropezar con nada ni nadie antes de saber que está ahí. Y pide a las Sabias que se mantengan cerca de nosotros. —No se fiaba de que Arganda no intentara someterlas a interrogatorio a pesar de sus órdenes. Si las Sabias mataban a algunos ghealdanos para defenderse, el tipo podría lanzarse de lleno al ataque, estuviese o no sujeto a vasallaje. Perrin tenía la sensación de que iba a necesitar hasta el último guerrero que pudiese encontrar—. Sé todo lo firme que puedas. O que te atrevas.
Dannil asumió el torrente de órdenes con tranquilidad, pero con la última su boca se torció en una mueca. A buen seguro, preferiría mostrarse firme con el Círculo de Mujeres de casa.
—A vuestras órdenes, lord Perrin —dijo con fría formalidad, al tiempo que se tocaba la frente con los nudillos, tras lo cual subió a la silla de arzón alto y empezó a impartir órdenes a voces.
Rodeado por hombres que se apresuraban a montar a caballo, Perrin cogió a Kenly Maerin por la manga cuando el joven acababa de poner el pie en el estribo, y le pidió que ensillara a Brioso y se lo trajera. Con una sonrisa de oreja a oreja, Kenly se tocó la frente con los nudillos.
—A vuestras órdenes, lord Perrin. Ahora mismo.
Perrin gruñó para sus adentros mientras Kenly avanzaba a zancadas hacia las hileras de caballos, llevando a su castrado castaño por las riendas. Ese joven cachorro no debería dejarse barba si no dejaba de rascársela continuamente. De todos modos era desgreñada.
Mientras esperaba que le llevaran su caballo, se acercó más a la lumbre. Faile decía que tenía que acostumbrarse a todo eso del tratamiento y las reverencias y los rascados de barbas crecidas, y la mayoría de las veces conseguía pasarlo por alto, pero en ese momento era como otra gota de hiel más. Podía sentir un abismo que se ensanchaba entre los demás hombres de casa y él, y al parecer él era el único que deseaba tender un puente. Gill lo encontró mascullando entre dientes, con las manos extendidas hacia el fuego de la lumbre.
—Perdonad si os molesto, milord —dijo Gill al tiempo que se inclinaba y se quitaba brevemente el sombrero, dejando al aire la cabeza apenas cubierta por pelo. El sombrero volvió de inmediato a su sitio, para protegerlo de la nieve. Criado en ciudad, el frío lo afectaba mucho. El orondo hombre no se