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  2. El corazón del invierno
  3. Capítulo 29
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Sí, claro que sí. A nadie le pasa inadvertida. Guarda algo en su tienda, una vara blanca y pulida, de un palmo de largo, más o menos. La tiene en un arcón rojo, con bandas de latón, que nunca está cerrado. Traédmela, y os llevaré conmigo cuando escape.

—No parece muy complicado —comentó, dudosa, Alliandre—. En tal caso, ¿por qué no la coges tú misma?

—¡Porque os tengo a vosotras para que la cojáis! —Al caer en la cuenta de que había gritado, Galina se encogió y su capucha se meció cuando la mujer miró a uno y otro lado a fin de comprobar si había alguien en la multitudinaria columna que la hubiese escuchado. No parecía que nadie estuviera siquiera mirando en su dirección, pero aun así la voz de la Aes Sedai bajó de tono hasta convertirse en un siseo feroz—. Si no lo hacéis, os dejaré aquí hasta que tengáis canas y arrugas. Y el nombre de Perrin Aybara llegará a oídos de Sevanna.

—Puede llevarnos un tiempo —dijo Faile a la desesperada—. No podremos entrar libremente en la tienda de Therava cuando queramos. —Luz, lo que menos deseaba en este mundo era acercarse a esa tienda. Pero Galina había dicho que las ayudaría. Sería perversa, pero las Aes Sedai no podían mentir.

—Disponéis de todo el tiempo que haga falta —contestó Galina—. El resto de vuestras vidas, lady Faile t’Aybara, si no tienes cuidado. No me falles.

Tras lanzar una última mirada de advertencia a Faile, se apartó y se abrió camino trabajosamente a través de la nieve, cruzados los brazos como si intentara ocultar tras las amplias mangas el ancho cinturón enjoyado.

Faile siguió caminando en silencio. Tampoco ninguna de sus compañeras parecía tener nada que decir. No había nada que decir. Alliandre daba la impresión de estar sumida en reflexiones, con las manos guardadas bajo las mangas, la mirada fija al frente, como si vislumbrase algo más allá de la tormenta de nieve. Maighdin había vuelto a asir con fuerza el collar dorado. Se encontraban atrapadas, no en una, sino en tres trampas, y cualquiera de las tres podía acabar en la muerte. La idea de un rescate parecía de repente muy atractiva. No obstante, Faile se proponía hallar un modo de escapar de esas trampas. Apartando la mano de su propio collar, avanzó trabajosamente a través de la nieve, discurriendo planes.

5. Banderas

Corría por la llanura cubierta de nieve, olfateando el aire, buscando un efluvio, aquel preciado efluvio. Había parado de nevar y los copos ya no se licuaban sobre su empapada pelambrera, pero el frío no lo disuadiría. Las almohadillas de sus patas estaban entumecidas, pero corría frenéticamente a pesar de que los músculos le ardían, y avanzaba más y más deprisa, hasta que el paisaje se tornó borroso a su vista. Tenía que encontrarla.

De repente, un enorme lobo gris, cubierto por las cicatrices de muchos combates, descendió del cielo para correr a su lado persiguiendo al sol. Era otro gran lobo gris, pero no tan grande como él. Sus dientes desgarrarían las gargantas de los que se la habían llevado. ¡Sus mandíbulas aplastarían sus huesos!

«Tu hembra no está aquí —le comunicó Saltador—, pero tu presencia aquí es muy fuerte y llevas demasiado tiempo para tu cuerpo. Debes regresar, Joven Toro, o morirás.»

«He de encontrarla», contestó. Hasta sus pensamientos parecían jadear. No pensaba en sí mismo como Perrin Aybara. Era Joven Toro. En una ocasión había encontrado al halcón allí, y podía hacerlo otra vez. Tenía que encontrarla. Comparada con esa necesidad, la muerte no significaba nada.

En un centelleo gris, el otro lobo se lanzó contra su costado. Y, aunque Joven Toro era más corpulento, estaba cansado y cayó pesadamente al suelo. Incorporándose trabajosamente en la nieve, soltó un gruñido y se lanzó a la garganta de Saltador. «¡No hay nada que importe más que el halcón!»

El lobo cubierto de cicatrices voló en el aire como un pájaro, y Joven Toro acabó despatarrado sobre la nieve. Saltador se posó suavemente en el suelo, a su espalda.

«¡Óyeme, cachorro! —explicó ferozmente Saltador—. ¡Tu mente está confundida, es presa del miedo! Ella no está aquí, y tú morirás si permaneces más tiempo. Búscala en el mundo de vigilia. Sólo podrás encontrarla allí. ¡Regresa, y encuéntrala!»

Los ojos de Perrin se abrieron de golpe. Estaba exhausto y sentía vacío el estómago, pero el hambre era una sombra en comparación con el vacío que había en su pecho. Todo él era un vacío, alejado incluso de sí mismo, como si fuese otra persona que viera sufrir a Perrin Aybara. Por encima, el techo de una tienda de rayas azules y doradas se agitaba con el viento. El interior de la tienda se encontraba en penumbra, pero la luz del sol imprimía un leve fulgor a la brillante lona. Y lo ocurrido el día anterior no había sido una pesadilla, como tampoco lo era lo de Saltador. Luz, había intentado matar a Saltador. En el Sueño del Lobo la muerte era… definitiva. El ambiente estaba caldeado, pero él tiritó. Yacía sobre un colchón de plumas, en un gran lecho con los gruesos postes de las esquinas tallados y dorados profusamente. Entre el olor a carbón ardiendo en los braseros, percibió un perfume almizclado, y a la mujer que lo llevaba. No había nadie más. Ni siquiera levantó la cabeza de la almohada para preguntar.

—¿Aún no la han encontrado, Berelain? —La cabeza le pesaba demasiado para levantarla.

Una de las sillas de campaña crujió ligeramente cuando la mujer se movió. Perrin había estado allí antes, a menudo, con Faile, para discutir planes. La tienda era lo bastante grande para albergar a toda una familia, y los muebles de Berelain no habrían desentonado en un palacio, con sus tallas intrincadas y sus dorados, si bien todos —mesas, sillas y el propio lecho— estaban ensamblados con clavijas, y podían desmontarse para cargarlos en una carreta; sin embargo, las clavijas no ofrecían verdadera solidez.

Mezclado con el aroma de su perfume, Berelain olió a sorprendida de que él supiese que se encontraba allí, mas su voz sonó sosegada.

—No. Tus exploradores no han regresado todavía, y los míos… Cuando cayó la noche sin que hubiesen vuelto, envié a toda una compañía. Encontraron muertos a mis hombres. Los emboscaron y los asesinaron antes de que hubiesen recorrido más de nueve o diez kilómetros. Ordené a lord Gallenne que reforzase la vigilancia alrededor de los campamentos. Arganda también tiene una guardia nutrida de hombres a caballo, pero envió patrullas. Desoyendo mi consejo. Es un necio. Cree que nadie excepto él puede encontrar a Alliandre. Dudo incluso que crea que los demás lo están intentando realmente. Desde luego, no cree que los Aiel lo hagan.

Las manos de Perrin se crisparon sobre las suaves mantas de lana que lo cubrían. A Gaul no lo pillarían por sorpresa, ni a Jondyn, aunque fuesen Aiel. Todavía seguían rastreando, y eso significaba que Faile estaba viva. Habrían regresado hacía mucho si hubiesen encontrado su cadáver. Tenía que creer eso. Tenía que aferrarse a eso. Levantó un poco una de las mantas azules. Estaba desnudo.

—¿Hay alguna explicación para esto?

La voz de la mujer no cambió, pero en su olor se mezcló la cautela.

—Tú y tu mesnadero habríais muerto congelados si no hubiese ido a buscarte cuando Nurelle regresó con la noticia de la suerte corrida por mis exploradores. Nadie más se atrevía a molestarte; al parecer, gruñías como un lobo a cualquiera que lo hacía. Cuando te encontré, estabas tan entumecido que ni siquiera oías lo que se te decía, y el otro hombre se hallaba a punto de desplomarse de bruces. Tu criada, Lini, se ocupó de él, ya que sólo le hacía falta sopa caliente y mantas, pero yo tuve que traerte aquí. En el mejor de los casos, habrías perdido algunos dedos de no ser por Annoura. Ella… Parecía temer que morirías incluso después de la Curación. Tu sueño era tan profundo que parecías muerto. Dijo que tu tacto era como el de alguien que ya hubiese perdido el alma; helado, por muchas mantas que apilamos sobre ti. Yo también lo noté cuando te toqué.

Demasiadas explicaciones, e insuficientes. Sintió aflorar la ira, una rabia distante, pero la aplastó antes de que cobrase fuerza. Faile se sentía celosa cuando le gritaba a Berelain. Pues de él no recibiría gritos esa mujer.

—Grady o Neald podrían haber hecho lo que quiera que hubiese sido necesario —dijo con voz fría—. Incluso Seonid y Masuri se encontraban más cerca.

—Mi consejera fue la primera que me vino a la mente. Nunca pensé en los demás hasta que casi había llegado aquí. En cualquier caso, ¿qué importa quién realizó la Curación?

Tan verosímil. Y si preguntaba por qué la Principal de Mayene en persona lo estaba cuidando en una tienda oscura, en lugar de sus criadas o alguno de sus saldados o incluso Annoura, también tendría otra respuesta verosímil. Perrin no quería oírla.

—¿Dónde están mis ropas? —preguntó mientras se incorporaba sobre los codos. Su voz seguía vacía de expresión.

Una única vela, en una mesa pequeña situada junto a la silla ocupada por Berelain, alumbraba la tienda, pero para sus ojos era más que suficiente, aunque estuviesen irritados por el cansancio. Ella iba vestida con bastante recato, con un traje de montar de color verde, de cuello alto y rematado con un volante fruncido de puntilla que le enmarcaba la barbilla. Vestir con recato a Berelain era como cubrir a una pantera con una piel de cordero: su semblante se mostraba ligeramente ensombrecido, hermoso y receloso. Cumpliría sus promesas pero, al igual que una Aes Sedai, por sus propias razones; y, sobre aquellas cosas que no había hecho promesa alguna, podía apuñalarlo a uno por la espalda.

—Sobre el arcón que está ahí —dijo, señalando con un gesto grácil de la mano, oculta casi bajo la pálida puntilla—. He hecho que Rosene y Nana las limpien, pero necesitas descanso y comida más que las ropas. Y, antes de ocuparnos de la comida y de cuestiones más importantes, quiero que sepas que nadie espera más que yo que Faile esté viva.

Su expresión era tan sincera que Perrin la habría creído si hubiese sido cualquier otra persona. ¡Incluso se las ingeniaba para oler a sinceridad!

—Necesito mi ropa ahora. —Se giró para sentarse en un lado de la cama, con las mantas envueltas en las piernas. Las prendas que había llevado el día anterior se encontraban primorosamente dobladas sobre un arcón de viaje tallado y dorado. También estaban allí su capa forrada con piel, doblada en un extremo del arcón, y su hacha, apoyada cerca de sus botas en las alfombras floreadas que cubrían el suelo. Luz, qué cansado se sentía. Ignoraba cuánto tiempo había permanecido en el Sueño del Lobo, pero estar despierto allí era estar en vigilia en lo que al cuerpo concernía. Su estómago retumbó sonoramente—. Y comida.

Berelain hizo un sonido de exasperación con la garganta y se levantó, alisándose la falda y con la barbilla bien levantada en un gesto de desaprobación.

—Annoura no se sentirá muy complacida contigo cuando regrese de su charla con las Sabias —manifestó firmemente—. Uno no puede hacer caso omiso de las Aes Sedai, sin más. No eres Rand al’Thor, como te lo demostrarán antes o después.

Sin embargo, salió de la tienda, dejando entrar una ráfaga de aire frío a su paso. En su enfado, ni siquiera se molestó en coger una capa. A través de la momentánea brecha entre los paños de

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