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  2. El corazón del invierno
  3. Capítulo 2
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una estupidez, saberlo la molestaba como una espina clavada en el pie.

—Los trollocs la arrastran hacia la olla —dijo de pronto Doesine con voz chirriante. Un débil quejido escapaba entre los dientes prietos de Talene; la mujer se sacudía con tal violencia que parecía trepidar—. Yo… No sé si puedo… Mierda, no sé si soy capaz de…

—Hazla volver a la realidad —ordenó Saerin sin molestarse siquiera en mirar a nadie para ver qué opinaban—. Deja de enfurruñarte, Yukiri, y estáte preparada.

La Gris le lanzó una mirada feroz, pero cuando Doesine soltó el tejido y los azules ojos de Talene se abrieron, el brillo del Saidar envolvió a Yukiri, que sin pronunciar palabra escudó a la mujer tendida en la Silla. Saerin tenía el mando y todas lo sabían, punto. Sí, una espina muy afilada.

El escudo no era realmente necesario. Talene, con el rostro convertido en una máscara de terror, temblaba y jadeaba como si hubiese corrido kilómetros y kilómetros a toda velocidad. Seguía hundida en la suave superficie; pero, ahora que Doesine no encauzaba en ella, el ter’angreal no se adaptaba a su cuerpo. Talene miró fijamente el techo, con los ojos desorbitados, y después los cerró fuertemente, aunque enseguida los volvió a abrir. Fuesen cuales fuesen los recuerdos que surgían tras sus párpados, no deseaba enfrentarse a ellos.

Salvando en dos zancadas la distancia que la separaba de la Silla, Pevara presentó la Vara Juratoria a la angustiada mujer.

—Renuncia a todos los juramentos que te atan y presta de nuevo los Tres Juramentos, Talene —instó duramente.

La Verde se apartó de la Vara como si ésta fuese una serpiente venenosa, y luego se volvió bruscamente hacia el lado opuesto cuando Saerin se inclinó sobre ella.

—La próxima vez, Talene, es la olla lo que te espera. O las tiernas atenciones del Myrddraal. —El semblante de Saerin era implacable, pero en comparación su tono hacía que pareciese suave—. Nada de despertar antes de que ocurra. Y, si con eso no basta, habrá otra vez, y otra más. Tantas como sea necesario, aunque tengamos que quedarnos aquí hasta el verano.

Doesine abrió la boca para protestar, pero la cerró con una mueca. Era la única del grupo que sabía cómo hacer funcionar la Silla, pero su posición era tan baja como la de Seaine.

Talene seguía mirando fijamente a Saerin. Las lágrimas arrasaron sus grandes ojos, y la mujer rompió a llorar con sollozos hondos y desconsolados. Cegada por las lágrimas, extendió la mano y tanteó hasta que Pevara le puso la Vara Juratoria entre los dedos. A continuación, Pevara abrazó la Fuente y encauzó un fino flujo de Energía en la Vara. Talene la agarraba con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos, pero aun así no hizo otra cosa que sollozar.

—Me temo que hay que volver a dormirla, Doesine —dijo Saerin mientras se ponía derecha.

El llanto de Talene se redobló, pero entre sollozo y sollozo farfulló:

—Re… renuncio… a todos los juramentos… que me atan. —No bien acabó de pronunciar la última palabra, empezó a aullar.

Seaine dio un brinco de sobresalto y luego tragó saliva con esfuerzo. Sabía por propia experiencia el dolor que conllevaba retractarse de un único juramento, y había intentado imaginar el espantoso sufrimiento que sería renunciar a más de uno a la vez, pero ahora la realidad se mostraba ante ella. Talene gritó hasta que no le quedó aliento, y después cogió aire y volvió a chillar de tal modo que Seaine casi esperó que la gente bajase corriendo de la Torre para ver qué pasaba. La alta Verde se sacudió, agitando brazos y piernas, y luego su cuerpo se arqueó hasta que sólo los talones y la cabeza tocaron la gris superficie, los músculos agarrotados y todo el cuerpo contraído por violentos espasmos.

De manera tan repentina como se había iniciado el ataque, Talene se desplomó flojamente, desmadejada, y yació sollozando como una niña perdida. La Vara Juratoria escapó de su mano fláccida y rodó por la inclinada superficie gris. Yukiri murmuró algo que sonó como una ferviente plegaria. Doesine musitaba una y otra vez, con voz temblorosa: «Luz, Luz, Luz».

Pevara recogió la Vara y cerró los dedos de Talene sobre ella de nuevo. En la amiga de Seaine no había atisbo de compasión; no en aquel asunto.

—Ahora presta los Tres Juramentos —instó.

Durante un momento pareció que Talene iba a negarse, pero la mujer repitió lentamente los juramentos que las convertían en Aes Sedai y las mantenían unidas: no decir una sola palabra que no fuese verdad; no fabricar un arma con la que un hombre matase a otro; no utilizar jamás el Poder Único como arma, salvo en defensa de su propia vida o de su Guardián o de otra hermana. Al final, empezó a llorar en silencio, sacudiéndose sin emitir sonido alguno. Quizás eran los juramentos, mientras se ceñían a ella. Nada más haberlos prestado se experimentaba una sensación desagradable. Quizá.

Entonces Pevara le dijo el otro juramento que se le exigía. Talene se encogió, pero pronunció las palabras en un tono de total desesperanza:

—Juro obedeceros a las cinco sin reservas. —Sus ojos miraban al frente con fijeza, vidriosos, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—Respóndeme con la verdad —le dijo Saerin—. ¿Eres del Ajah Negro?

—Lo soy. —Las dos palabras sonaron rechinantes, como si Talene tuviese la garganta oxidada.

La respuesta dejó paralizada a Seaine de un modo que jamás habría imaginado. Al fin y al cabo, se había lanzado a la caza del Ajah Negro y, a diferencia de muchas otras hermanas, creía en su existencia. Había puesto las manos en otra hermana, en una Asentada; había ayudado a conducir a Talene por los desiertos pasillos del sótano, envuelta en flujos de Aire; había roto una docena de leyes de la Torre; había cometido graves delitos. Y todo para escuchar una respuesta de la que casi había estado segura antes de que se hiciese la pregunta. Ahora ya la había oído. El Ajah Negro existía. Ante ella tenía a una hermana Negra, una Amiga Siniestra que llevaba el chal. Y el hecho de creerlo resultaba ser una pálida sombra del hecho de afrontarlo. Apretó las mandíbulas hasta que casi se le quedaron encajadas, para que los dientes no le castañetearan. Se esforzó por recobrar el control de sí misma, por pensar de un modo racional. Pero las pesadillas habían despertado y caminaban por la Torre.

Alguien exhaló con fuerza, soltando de golpe el aire, y Seaine comprendió que no era la única que se encontraba con su mundo vuelto del revés. Yukiri se sacudió y después clavó los ojos en Talene, como decidida a mantenerla escudada por pura fuerza de voluntad si era preciso. Doesine se lamía los labios y se alisaba la falda de color dorado oscuro con aire vacilante. Sólo Saerin y Pevara parecían tranquilas.

—Bien —dijo suavemente Saerin. Quizá «débilmente» fuera más apropiado—. Bien. El Ajah Negro. —Inhaló hondo, y su tono adquirió un timbre enérgico—. Ya no es necesario el escudo, Yukiri. Talene, no intentarás escapar ni presentar ningún tipo de resistencia. No tocarás la Fuente sin antes tener permiso de una de nosotras. Aunque supongo que serán otras quienes se ocupen de esto una vez que te entreguemos. Yukiri…

El escudo que aislaba a Talene se disipó, pero el brillo del Saidar siguió envolviendo a Yukiri, como si la mujer no se fiara de la eficacia de la Vara en una hermana Negra.

—Antes de entregársela a Elaida, Saerin, quiero sacarle todo lo que podamos —adujo Pevara, fruncido el ceño—. Nombres, lugares, cualquier dato. ¡Todo lo que sabe!

Unos Amigos Siniestros habían acabado con toda la familia de Pevara, y Seaine estaba convencida de que la Roja se exiliaría con tal de dar caza, personalmente, a todas y cada una de las hermanas Negras. Todavía acurrucada en la Silla, Talene soltó lo que era en parte una risa amarga y en parte un sollozo.

—Cuando hagáis eso, estaremos todas muertas. ¡Muertas! ¡Elaida es del Ajah Negro!

—¡Eso es imposible! —barbotó Seaine—. La propia Elaida me dio la orden.

—Tiene que serlo —musitó Doesine—. Talene ha vuelto a prestar los juramentos, ¡y acaba de pronunciar su nombre!

Yukiri asintió con vehemencia.

—Utilizad la cabeza —gruñó Pevara con un gesto de desdén—. Sabéis tan bien como yo que si creéis en una mentira podéis decirla como si fuese verdad.

—Y eso sin duda es cierto —manifestó firmemente Saerin—. ¿Qué pruebas tienes, Talene? ¿Has visto a Elaida en vuestras… reuniones? —Asió con tanta fuerza la empuñadura del cuchillo que llevaba en el cinturón, que los nudillos se le pusieron blancos. Saerin había tenido que esforzarse con más empeño que la mayoría para alcanzar el chal y quedarse en la Torre. Para ella, la Torre era más que su hogar, más importante que su propia vida. Si Talene daba la respuesta equivocada, tal vez Elaida no viviese para ser sometida a juicio.

—No celebramos reuniones —masculló hoscamente Talene—. Excepto el Consejo Supremo, supongo. Pero tiene que serlo. Están enteradas de todos los informes que recibe, incluso los secretos, hasta la última palabra que se habla con ella. Conocen todas las decisiones que toma antes de que se anuncien. Días antes, a veces semanas. ¿Cómo podrían saberlo a menos que se lo cuente ella? —Se sentó incorporada con esfuerzo e intentó clavar una mirada intensa en cada una de las mujeres, pero sólo consiguió que pareciera que sus ojos iban de una a otra con ansiedad—. Tenemos que huir, hemos de encontrar un sitio donde ocultarnos. Os ayudaré, os contaré todo lo que sé, ¡pero, a menos que huyamos, nos matarán!

Curioso, pensó Seaine, la rapidez con que Talene había pasado a referirse a sus anteriores compinches como «ellas» e intentaba identificarse con el grupo. No. Fijarse en esos detalles era una excusa para eludir el verdadero problema, y hacer tal cosa era una estupidez. ¿Realmente Elaida le había ordenado rastrear al Ajah Negro? No había mencionado el nombre en ningún momento. ¿Se habría referido a otra cosa? Elaida había arremetido siempre contra cualquiera que mencionase el Ajah Negro. Casi todas las hermanas harían lo mismo, pero…

—Elaida ha demostrado que es una necia —manifestó Saerin—, y en más de una ocasión he lamentado haberle dado mi apoyo, pero no creo que pertenezca al Ajah Negro; no sin tener más pruebas.

Prietos los labios, Pevara asintió mostrándose de acuerdo. Como Roja que era, exigiría algo más contundente que una suposición.

—Quizá sea como dices, Saerin —intervino Yukiri—, pero no podemos retener a Talene mucho más antes de que las Verdes empiecen a preguntarse dónde está. Por no mencionar a las… las Negras. Más vale que decidamos enseguida qué hacer, o seguiremos cavando el fondo del pozo cuando descarguen las lluvias.

Talene dirigió a Saerin una débil sonrisa que probablemente tenía intención de ser obsequiosa, pero se borró ante el ceño de la Asentada Marrón.

—No podemos contarle nada a Elaida antes de que estemos en condiciones de inutilizar de un golpe a las Negras —adujo finalmente Saerin—. No discutas, Pevara; sabes que tengo razón. —Pevara alzó las manos y su expresión se tomó testaruda, pero no abrió la boca—. Si Talene está en lo cierto —continuó Saerin—, el Negro está al tanto de la misión de Seaine, o lo estará muy pronto, de modo que tenemos que velar por su seguridad todo lo posible. No resultará una tarea fácil, siendo sólo cinco. ¡Pero no podemos confiar en ninguna otra hasta estar seguras de su inocencia! Al menos tenemos a Talene, y ¿quién sabe lo que descubriremos

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