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  2. El camino de dagas
  3. Capítulo 1
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Mientras Elayne y Nynaeve tratan de hacer funcionar el Cuenco de los Vientos, Perrin se dirige a Ghealdan para que la reina Alliandre respalde públicamente al Dragón Renacido. Rand continúa en Illian, intentando pacificar el país. El tan deseado cambio climático, propiciado por el Cuenco de los Vientos, provoca bruscos cambios de temperatura que dificultan el desplazamiento de tropas. Rand decide hacer frente a los seanchan para frenar el avance del ejército invasor, pero además de al enemigo también tendrá que enfrentarse a la traición.

Robert Jordan

El camino de dagas

La Rueda del Tiempo

ePUB v1.0

Siwan 06.09.11

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Para Harriet

Mi luz, mi vida, mi corazón,

para siempre

«Quien acuda a cenar con los poderosos

habrá de subir por el camino de dagas.»

Anotación anónima redactada en el margen de un manuscrito

histórico (presumiblemente de la época de Artur Hawkwing)

sobre los últimos días de los Cónclaves Tovanos

«En las altas esferas,

todos los caminos están pavimentados con dagas.»

Antiguo proverbio seanchan

PRÓLOGO: Apariencias engañosas

Ethenielle había visto montañas más bajas que aquellas mal llamadas Colinas Negras, grandes formaciones arriscadas de peñascos medio enterrados que surcaba una red de pasos sinuosos y empinados. Algunos de dichos pasos habrían dado que pensar incluso a una cabra. Se podía viajar tres días a través de bosques agostados por la sequía y praderas de hierba amarillenta sin ver la menor señal de un asentamiento humano, y entonces, de repente, encontrarse a medio día de camino de siete u ocho aldeas que no sabían nada del resto del mundo. Las Colinas Negras eran una zona demasiado agreste y escabrosa para granjeros, lejos de las rutas comerciales, y ahora era más inclemente que nunca. Un leopardo enflaquecido, que en circunstancias normales se habría escondido ante la presencia de hombres, observaba el paso de Ethenielle y su escolta armada desde una empinada cuesta, a menos de cuarenta pasos de distancia. Hacia el oeste, unos buitres volaban en círculo pacientemente, como un mal presagio. Ni el más leve celaje empañaba el brillo rutilante del sol; sin embargo, otro tipo de nubes velaba el horizonte, ya que cuando el aire caldeado soplaba, levantaba cortinas de polvo.

Con cincuenta de sus mejores hombres siguiéndola, Ethenielle cabalgaba despreocupadamente y sin prisa. A diferencia de su casi legendaria antecesora, Surasa, no se hacía ilusiones de que el tiempo fuera a doblegarse a sus deseos sólo porque ocupara el Trono de las Nubes; y en lo referente a desplazarse con premura… En las cartas cautamente codificadas y celosamente guardadas se acordó el orden de marcha, y ello se había determinado de acuerdo con las precauciones de cada cual para viajar sin llamar la atención. Tarea nada fácil, por otro lado. Algunos la habían considerado imposible.

Ceñuda, pensó que había sido una suerte que hubiesen llegado tan lejos sin tener que matar a nadie, evitando aquellas aldehuelas aun cuando hacerlo significaba alargar en días el viaje. Los contados steddings Ogier no representaban problema alguno —salvo en contadas ocasiones, a los Ogier les interesaba poco lo que pasaba entre los humanos y últimamente, al parecer, menos de lo habitual— pero los pueblos… Eran demasiado pequeños para que hubiese en ellos informadores de la Torre Blanca o de ese tipo que afirmaba ser el Dragón Renacido —a lo mejor lo era; Ethenielle no sabía cuál de las dos cosas sería peor—; sin embargo, por allí pasaban buhoneros de vez en cuando. Y los buhoneros difundían rumores al igual que comerciaban con mercancías, y hablaban con gente que a su vez hablaba con otros, de manera que las hablillas se extendían como ríos que se ramificaban en un delta; primero se propagarían a través de las Colinas Negras y luego por el mundo que había más allá. Era la clase de chispa que prendía fuego a bosques y praderas. Y tal vez a ciudades. O a naciones.

—¿Hice la elección correcta, Serailla? —Irritada consigo misma, Ethenielle torció el gesto. Estaba lejos de ser una jovencita, pero sus contadas canas no parecían haberle dado la madurez necesaria para no soltar la lengua tan alegremente. La decisión se había tomado. Sin embargo, la pregunta le había venido rondando la cabeza. Tan cierto como la Luz, no se sentía tan despreocupada como habría deseado estarlo.

La Consejera Mayor de Ethenielle taconeó su yegua parda para acercarse al castrado negro de la reina. Con su plácida y redonda cara y sus pensativos ojos oscuros, lady Serailla podría haber pasado por una granjera que, de manera accidental, había tenido que ponerse un traje de montar de una noble, pero la mente que había tras aquellos rasgos sencillos y sudorosos era tan perspicaz como la de una Aes Sedai.

—Las otras alternativas sólo conllevaban otros riesgos, pero no menores —respondió suavemente. Corpulenta y sin embargo tan grácil sobre la silla de montar como lo era bailando, Serailla siempre hablaba con suavidad, pero no en un tono solemne ni falso, sino imperturbable, sencillamente—. Sea cual fuere la verdadera razón, majestad, aparentemente la Torre Blanca está paralizada y dividida. Podríais haberos sentado a contemplar la Llaga mientras el mundo se derrumbaba a vuestras espaldas. Podríais haberlo hecho si fueseis otra persona.

La simple necesidad de actuar. ¿Era eso lo que la había llevado allí? En fin, si la Torre Blanca no podía o no quería hacer lo que tenía que hacerse, entonces otros debían ocuparse de ello. ¿De qué servía quedarse a vigilar la Llaga si mientras tanto el resto del mundo se hacía pedazos?

Ethenielle miró al hombre delgado que cabalgaba al otro lado, con aquellos mechones blancos en las sienes que le otorgaban un aire altanero, y la envainada Espada de Kirukan descansando en el doblez de su brazo. Al menos se llamaba la Espada de Kirukan, y era posible que la legendaria reina guerrera de Aramaelle la hubiese llevado a la cadera. La hoja era muy antigua, algunos decían que forjada con el Poder; la empuñadura larga, para asir con las dos manos, apuntaba hacia ella, como exigía la tradición, aunque Ethenielle no sentía el menor interés en intentar manejar una espada como hacían algunas exaltadas saldaeninas. Se suponía que una reina debía reflexionar, dirigir y mandar, nada de lo cual podría hacer mientras intentaba realizar lo que cualquier soldado de su ejército haría mucho mejor.

—¿Y vos, Portador de la Espada? —preguntó—. ¿Sentís algún escrúpulo a estas alturas?

Lord Baldhere se giró en la silla repujada con oro para mirar hacia atrás, los estandartes enfundados en cuero labrado y terciopelo bordado, portados por jinetes que marchaban a continuación de ellos.

—No me gusta ocultar quién soy, majestad —respondió, puntilloso, mientras se giraba de nuevo hacia adelante—. El mundo tendrá muy pronto noticia de nosotros y de lo que hemos hecho. O de lo que intentamos hacer. Si vamos a acabar muertos o formando parte de la historia o quizás ambas cosas, que se sepa también los nombres que han de escribirse.

Baldhere tenía una lengua mordaz y fingía interesarse más por la música y su vestuario que por cualquier otra cosa —aquella chaqueta azul de excelente corte era la tercera que se había puesto a lo largo del día— pero, al igual que ocurría con Serailla, las apariencias engañaban. El Portador de la Espada del Trono de las Nubes cargaba con responsabilidades mucho más onerosas que aquella arma enfundada en la vaina enjoyada. Desde la muerte del esposo de la reina, hacía unos veinte años, Baldhere había dirigido los ejércitos de Kandor en su nombre, y la mayoría de los soldados lo habría seguido incluso hasta el mismísimo Shayol Ghul. No era uno de los mejores estrategas, pero sí sabía cuándo luchar y cuándo no hacerlo, y también cómo alzarse con la victoria.

—El lugar de encuentro debe de encontrarse cerca —comentó en ese momento Serailla, justo cuando Ethenielle divisaba al explorador que Baldhere había enviado por delante, un tipo astuto llamado Lomas que llevaba una cimera de cabeza de zorro; el hombre se frenó en la cima del paso que había un poco más adelante y, con la lanza inclinada, movió el brazo en un gesto que indicaba «punto de reunión a la vista».

Baldhere hizo volver grupas a su robusto castrado y bramó una orden para que la escolta se detuviera —podía gritar muy fuerte cuando se lo proponía— y luego clavó espuelas al zaino para alcanzar a la reina y a Serailla. La reunión era con antiguos aliados, pero mientras pasaban ante Lomas, Baldhere dio una orden seca al hombre de cara enjuta: «vigila y transmite»; si algo iba mal, Lomas haría una señal para que la escolta se adelantara y sacara a la reina de allí.

Ethenielle suspiró levemente cuando Serailla asintió con gesto de aprobación a la orden. Eran antiguos aliados, pero los tiempos que corrían engendraban recelos como moscas un estercolero. Lo que se traían entre manos removía la porquería y hacía que las moscas levantaran el vuelo. Demasiados dirigentes sureños habían muerto o desaparecido durante el último año para que a la reina le sirviera de consuelo llevar una corona. Demasiadas naciones habían sido devastadas hasta el punto que lo habría hecho un ejército de trollocs. Quienquiera que fuese, el tal al’Thor tenía mucho de qué responder. Mucho.

Detrás de Lomas, el paso se abría a una hondonada poco profunda y demasiado pequeña para llamarla valle, con árboles excesivamente espaciados para darles el nombre de soto. Cedros, abetos azules y pinos de la variedad tres agujas conservaban parte de su verdor, así como unos pocos robles, pero el resto tenía las copas marrones cuando no las ramas desnudas. Hacia el sur, sin embargo, se encontraba la razón de que aquel lugar fuera una buena elección para un encuentro. La forma esbelta de un pilar de piedra, semejante a una columna de brillante encaje dorado, yacía inclinado y parcialmente enterrado en la ladera pelada, asomando sus buenos setenta metros por encima de las copas de los árboles. Todos los chiquillos de las Colinas Negras lo bastante mayores para no estar ya atados a las faldas de sus madres conocían su existencia, pero no había ningún pueblo en un radio de cuatro días de viaje ni nadie se acercaría a menos de quince kilómetros por voluntad propia. Las historias que corrían sobre aquel lugar hacían referencia a visiones aberrantes, a muertos que caminaban y a perecer por el mero hecho de tocar el pilar de piedra.

Ethenielle no se tenía por una persona imaginativa, pero aun así la sacudió un ligero escalofrío. Nianh le había dicho en cierta ocasión que el pilar era un vestigio inofensivo de la Era de Leyenda. Con suerte, la Aes Sedai no tenía motivo para recordar aquella conversación sostenida años atrás. Lástima que no se pudiera hacer andar a los muertos allí. Según la leyenda, Kirukan había decapitado personalmente a un falso Dragón y había tenido dos hijos de otro varón que podía encauzar. O quizá fuera el mismo hombre. Tal vez ella habría sabido cómo acometer su tarea y salir con bien de la empresa.

Como era de esperar, los dos primeros de aquellos con los que Ethenielle iba a reunirse esperaban ya, cada cual con dos asistentes. Paitar Nachiman tenía ahora muchas más arrugas en su cara alargada que el hombre maduro, asombrosamente apuesto, que había despertado su admiración de pequeña, por no mencionar la escasez del cabello, que casi era gris en su totalidad. Por fortuna había renunciado a la moda arafelina de peinarlo en trenzas y lo llevaba corto. Sin

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