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  2. Divergente 0 - Cuatro
  3. Capítulo 2
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latas y mantas, no se trataba de una sola persona.

Desde siempre me han enseñado que los abandonados viven sin comunidad, aislados. Ahora, al ver este lugar, me pregunto por qué me lo creí. ¿Por qué no iban a formar grupos como nosotros? Es parte de nuestra naturaleza.

—¿Qué haces aquí? —me pregunta una voz que me recorre como una descarga eléctrica.

Me vuelvo y veo a un hombre mugriento de rostro cetrino en la habitación de al lado. Se está limpiando las manos en una toalla raída.

—Estaba… —empiezo a responder, mirando la parrilla—. Es que he visto fuego y he entrado.

—Ah.

El hombre se mete la esquina de la toalla en el bolsillo de atrás. Lleva pantalones negros de Verdad parcheados con tela azul de Erudición y una camisa gris de Abnegación como la que yo llevo puesta. Está delgado como un fideo, aunque parece fuerte. Lo bastante fuerte para hacerme daño, cosa que no creo que haga.

—Gracias, supongo —dice—. Aunque aquí no hay ningún fuego.

—Ya lo veo. ¿Qué es este lugar?

—Mi casa —responde con una sonrisa fría. Le falta un diente—. No sabía que tendría invitados, así que no me he molestado en ordenarla.

Aparto la vista del hombre y la dirijo a las latas del suelo.

—Debes de dar muchas vueltas en la cama para necesitar tantas mantas.

—Nunca había conocido a un estirado tan cotilla —responde mientras se me acerca con el ceño fruncido—. Me resultas familiar.

Sé que no nos hemos podido encontrar antes, no donde vivo, rodeado de casas idénticas en el barrio más monótono de la ciudad, rodeado de gente con idéntica ropa gris e idéntico pelo corto. Entonces se me ocurre: aunque mi padre trate de mantenerme oculto, no deja de ser el líder del consejo, una de las personas más importantes de la ciudad, y yo me parezco a él.

—Siento haberte molestado —le digo con mi mejor tono abnegado—. Me voy.

—Te conozco —insiste el hombre—. Eres el hijo de Evelyn Eaton, ¿no?

Me pongo rígido al oír su nombre. Hace años que no lo hago, ya que mi padre no lo pronuncia nunca y finge no reconocerlo cuando lo oye. Volver a estar conectado con ella, aunque sea solo por un parecido facial, me resulta extraño, como ponerme una prenda vieja que ya no me sirve.

—¿De qué la conocías?

Debió de conocerla bien para verla en mi rostro, que es más pálido que el de ella y con ojos azules, en vez de castaño oscuro. La mayoría de las personas no se fijan lo suficiente para descubrir los rasgos que teníamos en común: los dedos largos, la nariz aguileña, las cejas rectas y fruncidas.

Vacila un momento.

—De vez en cuando se presentaba voluntaria con los abnegados: repartía comida, mantas y ropa. Era fácil recordar su cara. Además, estaba casada con un líder del consejo. ¿No la conocía todo el mundo?

A veces sé cuándo miente la gente por la presión que ejercen sobre mí sus palabras, incómodas y erróneas, como una erudita cuando lee una oración gramaticalmente incorrecta. No sé de qué conocería a mi madre, pero no es porque una vez le diera una lata de sopa. Sin embargo, deseo tanto oír más sobre ella que no insisto.

—Murió, ¿lo sabías? Hace años.

—No, no lo sabía —responde, esbozando una mueca de tristeza—. Siento oírlo.

Me resulta extraño estar de pie en este lugar que huele a seres vivos y humo, entre estas latas vacías que hablan de pobreza y del fracaso de los que no logran encajar. Por otro lado, lo de negarse a pertenecer a unas categorías arbitrarias que hemos creado para nosotros mismos también posee cierto atractivo, un aire de libertad.

—Tu Ceremonia debe de ser mañana, porque tienes cara de preocupación —comenta—. ¿En qué facción has entrado?

—Se supone que no puedo contárselo a nadie —respondo automáticamente.

—Yo no soy nadie. Como si no existiera. Es lo que significa no tener facción.

Sigo sin decir nada. La prohibición de contar los resultados de la prueba de aptitud o cualquier otro secreto está bien asentada en el molde que me hace y rehace todos los días. Es imposible cambiarlo.

—Ah, eres de los que cumplen las normas —dice, como si se sintiera decepcionado—. Tu madre me dijo una vez que le daba la impresión de que la inercia era lo que la había conducido a Abnegación. Era el camino más fácil. —Se encoge de hombros—. Joven Eaton, créeme cuando te digo que merece la pena ir por el difícil.

Eso me cabrea. No debería hablar sobre mi madre como si le perteneciera a él y no a mí, no debería hacer que me cuestione todo lo que recuerdo de ella solo porque puede que una vez le sirviera comida. No debería decirme nada en absoluto: no es nadie, un abandonado, sin facción, sin nada.

—¿Ah, sí? —respondo—. Pues mira adónde te ha llevado el camino difícil, a vivir de latas en edificios en ruinas. No suena demasiado bien.

Me vuelvo hacia la puerta por la que ha salido él. Sé que ahí encontraré una salida que dé a un callejón; me da igual qué callejón sea, solo quiero largarme de aquí rápidamente.

Camino procurando no pisar las mantas. Cuando llego al pasillo, el hombre dice:

—Preferiría comer de una lata antes que estar asfixiado en una facción.

No miro atrás.

Cuando llego a casa me siento en el escalón delantero y me paro unos minutos a respirar el fresco aire primaveral.

Mi madre fue la que me enseñó a robar estos momentos, momentos de libertad, aunque ella no lo supiera. Yo la observaba hacerlo, escabullirse de noche por la puerta mientras mi padre dormía y volver a entrar en casa cuando la luz del día empezaba a asomar por detrás de los edificios. Lo hacía incluso cuando estaba con nosotros, de pie frente al fregadero, con los ojos cerrados, tan alejada del presente que ni siquiera me oía cuando le hablaba.

Pero aprendí algo más observándola: que los momentos de libertad siempre se acaban.

Me levanto y me sacudo los restos de cemento de los pantalones grises antes de abrir la puerta. Mi padre está sentado en el sillón del salón, rodeado de papeleo. Me yergo con orgullo para que no me regañe por andar encorvado. Me dirijo a la escalera; a lo mejor deja que me vaya a mi cuarto sin prestarme atención.

—Cuéntame lo de tu prueba de aptitud —dice, señalando el sofá para que me siente.

Recorro la habitación esquivando con cuidado los papeles de la alfombra y me siento en el punto que señala, justo al borde del cojín para poder levantarme deprisa.

—¿Y? —insiste, quitándose las gafas para mirarme con expectación. Noto la tensión en su voz, la tensión que solo brota después de un día difícil en el trabajo. Debo tener cuidado—. ¿Cuál ha sido el resultado?

Ni siquiera se me ocurre negarme a responder.

—Abnegación.

—¿Nada más?

—No, claro que no —respondo, frunciendo el ceño.

—No me mires así —me regaña, y mi ceño se alisa—. ¿No ha pasado nada raro durante la prueba?

Durante la prueba sabía dónde estaba, sabía que, aunque parecía que me hallaba en el comedor de mi instituto, en realidad estaba sentado en una silla de la sala de la prueba de aptitud, conectado a una máquina mediante una serie de cables. Fue extraño. Pero no quiero hablar de ello ahora, no cuando veo que el estrés hierve en su interior, preparándose para la tormenta.

—No.

—No me mientas —responde, y me coge por el brazo con dedos de hierro. No lo miro.

—No miento. Salió Abnegación, como esperábamos. La mujer apenas me miró al salir de la sala. Lo prometo.

Me suelta. Me palpita la piel del apretón.

—Bien. Algunos de mis compañeros del consejo van a venir esta noche, así que tienes que cenar temprano.

—Sí, señor.

Antes de que se ponga el sol saco algo de comer de los armarios de la cocina y del frigorífico: dos panecillos, zanahorias frescas que todavía llevan el rabo, un trozo de queso, una manzana y los restos de un pollo sin condimentos. Todo sabe a lo mismo, a polvo y engrudo. Mantengo la mirada fija en la puerta para no tropezarme con los colegas de mi padre. No le gustaría encontrarme aquí cuando lleguen.

Estoy acabando de beberme un vaso de agua cuando el primer miembro del consejo aparece en la puerta, así que atravieso corriendo el salón antes de que mi padre abra. Él espera con la mano en el pomo y la ceja enarcada mientras yo llego a la barandilla. Mi padre señala la escalera, y yo la subo deprisa mientras él abre la puerta.

—Hola, Marcus.

Reconozco la voz: es Andrew Prior, uno de los mejores amigos de mi padre en el trabajo, lo que no significa nada, ya que, en realidad, nadie conoce a mi padre. Ni siquiera yo.

Desde lo alto de la escalera miro a Andrew, que se limpia los zapatos en el felpudo. A veces los veo a él y a su familia, la perfecta unidad abnegada: Natalie y Andrew, y el hijo y la hija (no son gemelos, pero los dos están dos cursos por debajo de mí en el instituto), caminando muy formales por la acera y saludando con la cabeza a los viandantes. Natalie organiza los trabajos voluntarios de los abnegados, así que supongo que mi madre la conoció, aunque ella rara vez asistía a los acontecimientos sociales de Abnegación; prefería ocultar sus secretos en esta casa, como yo.

Andrew encuentra mi mirada, y yo me apresuro a recorrer el pasillo hasta mi dormitorio y cierro la puerta.

Aparentemente, mi cuarto está tan vacío y limpio como todos los demás dormitorios abnegados. Las sábanas y mantas grises de Abnegación están bien remetidas bajo el fino colchón, y mis libros de texto, bien colocados en una torre perfecta sobre el escritorio de contrachapado. Hay una pequeña cómoda con varios conjuntos idénticos de ropa junto a la ventanita, que solo deja entrar un diminuto rayo de luz a última hora de la tarde. A través de la rendija puedo ver la casa de al lado, que es igual que la mía, salvo porque está metro y medio más al este.

Sé cómo la inercia llevó a mi madre hasta Abnegación, si es que aquel hombre decía la verdad sobre lo que ella le había contado. Me veo en la misma situación mañana, cuando me ponga frente a los cuencos de los elementos de las facciones con un cuchillo en la mano. Hay cuatro facciones que no conozco y en las

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