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Unidos.

Nunca superaría aquello. Literalmente.

Pero al menos el secreto no se convertiría en noticia de primera plana. El modus operandi del cuerpo de Operaciones Especiales consistía en ocultar cosas: nadie sabía exactamente cuántos agentes había, dónde estaban, qué hacían, ni si respondían a su verdadero nombre o a un alias.

—¿Me oyes, Isaac? —preguntó—. Haz lo que te digo, o será hombre muerto.

—A la orden —respondió él a través del auricular—. Corto y cierro.

Tras confiscar la pistola que había usado, Jim cogió a su jefe, se colocó aquel peso muerto y flojo sobre los hombros y empezó a avanzar.

Primero para salir de la casucha de piedra. Luego bajo la noche ventosa y gélida. Después a través de las dunas. Su brújula le hacía seguir el camino correcto, el norte geográfico le ayudaba a orientarse y a continuar en medio de la oscuridad. Sin aquel punto de referencia, acabaría perdiéndose en el monótono paisaje del desierto, en el que lo único que veía era el reflejo de sí mismo en todas direcciones.

Puto Matthias. Maldito fuera.

Aunque, bien pensado, si el tío lograba sobrevivir, le acababa de proporcionar a Jim el billete para salir de Operaciones Especiales, así que, en cierto modo, le debía la vida: la bomba era suya y Matthias había sabido exactamente en qué lugar de la arena poner el pie. Y aquello sólo pasaba si querías hacerte volar por los aires.

Al parecer, Jim no era el único que quería ser libre.

Sorpresa, sorpresa.

1

Sur de Boston, en la actualidad

—¡

E

h! ¡Espera un…! ¡Guárdate eso para el cuadrilátero! —Isaac Rothe lanzó el folleto publicitario sobre la capota del coche, dispuesto a volver a tirarlo de un manotazo, si no le quedaba más remedio.

—¿Qué hace aquí mi foto?

El organizador de combates parecía más preocupado por lo que le pudiera pasar a su Mustang que a él mismo, así que Isaac extendió el brazo y lo agarró por las solapas de la chaqueta.

—Te he preguntado qué hace mi cara aquí.

—Relájate, ¿vale?

Isaac se acercó a él hasta que estuvieron tan cerca como los panes de un sándwich y captó el tufillo de la hierba que aquel cabrón fumaba.

—Te lo he dicho, nada de fotos. Jamás.

Las manos del organizador se levantaron en un gesto que en una conversación equivaldría a una rendición.

—Lo siento. La verdad… Oye, eres mi mejor luchador: atraes a ríos de gente. Eres la estrella de mi…

Isaac apretó el puño para esquivar el ataque del ego.

—Nada de fotos, o no pelearé. ¿Queda claro?

El organizador tragó saliva.

—Vale, lo siento —gritó.

Isaac relajó la mano e ignoró sus bufidos mientras hacía una bola con la foto de su cara. Echó un vistazo al aparcamiento del almacén abandonado y se maldijo a sí mismo. Menudo idiota. Hacía falta ser gilipollas para confiar en aquel cabrón lameculos.

El nombre no tenía la menor importancia. Cualquiera podía escribir «Tom», «Dick» o «Harry» en un DNI, en un certificado de nacimiento o en un pasaporte. Lo único que se necesitaba era la tipografía adecuada y una máquina de plastificar que pudiera hacer hologramas. Pero tu careto, tu cara, tu jeta… A menos que tuvieras la pasta y los contactos necesarios para hacerte la cirugía plástica, era la única forma que había para identificarte sin que hubiera lugar a dudas. Y con la suya acababan de hacer horas extras en la copistería Kinko’s. Dios sabía cuánta gente lo habría visto. O quién habría descubierto su paradero.

—Oye, sólo quería hacerte un favor —dijo el organizador, sonriendo y dejando ver por un instante unos dientes de oro—. Cuanta más gente, más pasta ganarás.

Isaac empujó con el dedo índice el sombrero de copa del tío.

—Hazte un favor y cierra la puta boca ahora mismo. Y no olvides lo que te he dicho.

—Sí, vale. Claro.

Se produjo una sucesión de «perfectos», «no hay problemas» y «lo que tú digas», pero Isaac le dio la espalda mientras farfullaba.

Por todas partes había hombres hechos y derechos que salían de los coches y se empujaban los unos a los otros como si tuvieran quince años, como un puñado de quarterbacks[1] cuadrados y envalentonados dispuestos a liarla, aunque no podían acercarse más al octógono de lo que la reja les permitía y no les quedaba más remedio que ver el combate a través de ella.

El hecho de que Isaac hubiera prácticamente dado al traste con su filón de artes marciales mixtas era irrelevante. La gente que lo estaba buscando no necesitaba ayuda y aquel pequeño y maravilloso primer plano junto con el número de teléfono con el prefijo 617 era justamente la propaganda que menos necesitaba.

Lo último que le hacía falta era un agente o, Dios no lo quisiera, que el segundo de a bordo de Matthias apareciera allí.

Además, había sido una gilipollez por parte del organizador. Las peleas sin guantes no reguladas unidas a las apuestas ilegales no eran del tipo de cosas de las que se hacía publicidad y, de todos modos, a juzgar por las multitudes que acudían, estaba claro que para el público el boca a boca era más que suficiente.

Pero el tío que llevaba aquello era un imbécil avaricioso.

Y ahora la pregunta era si Isaac debía pelear o no. Los folletos ya se habían impreso, según el hombre que se los había enseñado, y mientras calculaba mentalmente el dinero que ganaría, tuvo más claro que el agua que podía darles buen uso a los otros mil o dos mil pavos que se sacaría esa noche.

Miró alrededor y supo que tendría que entrar en el octógono. Qué coño, lo haría una vez más para llenarse bien los bolsillos y luego desaparecería.

Sólo una última vez.

Caminó a grandes zancadas hacia la entrada trasera del almacén, hizo caso omiso de las exclamaciones de sorpresa y de la gente que lo señalaba al reconocerlo. La multitud llevaba un mes viendo cómo le limpiaba el forro a todo aquel que se le ponía por delante y, obviamente, aquello lo convertía en un héroe a sus ojos, lo cual, desde su punto de vista, indicaba una dudosa escala de valores. Él era de todo menos un héroe.

Los gorilas de la puerta de atrás se hicieron a un lado para dejarle pasar y él los saludó con la cabeza. Se trataba de la primera lucha en aquellas «instalaciones» en concreto, aunque en realidad todos los sitios eran iguales. En Boston y alrededores había un montón de edificios, almacenes y sitios parecidos abandonados donde cincuenta tíos a los que les encantaría ser Chuck Liddell podían ver a otra media docena que, definitivamente, no lo eran, moviéndose en círculos en una jaula de lucha improvisada. Y aquel cálculo poco inspirador se sumaba al hecho de por qué el promotor había fotocopiado la cara de Isaac. A diferencia del resto de los luchadores sin guantes, él sabía lo que se hacía.

Aunque, teniendo en cuenta la cantidad de dinero que el Gobierno de Estados Unidos se había gastado en adiestrarlo, a esas alturas tendría que ser un completo inútil para no romper cráneos como si fueran huevos.

Y precisamente serían esas y otras habilidades las que le ayudarían a seguir desaparecido. «Dios me oiga», pensó mientras entraba en el edificio.

Aquella noche, el MGM Grand de los pobres consistía en unos dieciocho mil metros cuadrados de aire helado estancado entre un suelo de hormigón y cuatro paredes llenas de ventanas sucias. El «octógono» estaba en la esquina del fondo. Se trataba de un ring de ocho lados atornillado y sorprendentemente sólido.

Claro que había muchos tíos de la construcción que estaban metidos en aquella mierda.

Isaac pasó por delante de los matones que llevaban las apuestas e incluso ellos le presentaron sus respetos y le preguntaron si quería comer o beber algo, o cualquier otra cosa. Él negó con la cabeza, se fue hacia la esquina que estaba detrás del ring y se quedó allí, con la espalda apoyada en la intersección de ambas paredes. Siempre era el último en luchar porque él era el reclamo, pero nunca sabía cuánto tendría que esperar. La mayoría de los «luchadores» no duraban demasiado, pero de vez en cuando aparecía un par de supervivientes que se ensañaban como dos viejos osos pardos hasta tal punto, que hasta a él le entraban ganas de gritar: «¡Basta ya!».

No había árbitros y la cosa duraba hasta que uno de los dos idiotas se caía al suelo resollando, con la cara colorada y medio bizco con el guerrero urbano ganador de pie a su lado, sudoroso, tambaleándose como un pelele. Valían los golpes en todas partes, hígado y joyas de la corona incluidos, y se fomentaban los golpes bajos. La única condición era luchar con lo que Dios te había dado: los puños americanos, las cadenas, las navajas, la arena y todas esas mierdas no tenían cabida en la jaula.

Cuando dio comienzo el primer combate, Isaac se puso a escrutar las caras de la gente en lugar de atender a lo que sucedía en el ring. Buscaba algo que no encajara, un par de ojos posados sobre él, una cara que le sonara de hacía cinco años y no de las cinco semanas que hacía que había desertado. Joder, sabía que no tenía que haber usado su verdadero nombre. Cuando se había hecho con el carné falso tenía que haber elegido otro. Por supuesto, el número de la Seguridad Social no era el suyo, pero lo del nombre… Aun así, le había parecido importante. Era como mear en el territorio en el que se encontraba, como marcar aquel nuevo inicio como suyo.

Puede que también hubiera sido una especie de provocación. Una especie de «ven a buscarme, si te atreves».

Ahora, sin embargo, se maldecía a sí mismo. Los principios, los escrúpulos y toda esa mierda ideológica no eran ni por asomo tan valiosos como el latido de un corazón.

¿Y él creía que el organizador era un gilipollas?

Al cabo de unos cuarenta y cinco minutos, el mejor cliente de Kinko’s se puso de pie al lado de la alambrada e hizo bocina con las manos para gritar por encima de la multitud. El organizador estaba intentando hacerse el Dana White[2], pero Isaac opinaba que se parecía más a Vanna[3].

—Y ahora la atracción principal…

Mientras la muchedumbre que estaba en el suelo se volvía loca, Isaac se quitó la sudadera y la colgó fuera del octógono. Siempre luchaba con una camiseta de tirantes, pantalones de chándal flojos y los pies descalzos, como era obligatorio, aunque ésa era la única ropa que tenía, todo había que decirlo.

Mientras entraba por la puerta del octógono, continuó de espaldas a la esquina del almacén y esperó tranquilamente para ver cuál sería el plato fuerte de la noche.

Como no, otro señor Tío Duro con delirios de macho. En cuanto su contrincante entró, empezó a dar saltos por todas partes como si tuviera un muelle en el culo y remató el espectáculo previo al combate rompiendo la camiseta por la mitad y dándose puñetazos en la cara.

Como aquel hijo de puta siguiera así, a Isaac le bastaría un soplido para derribarlo.

Cuando sonó la bocina, Isaac dio un paso adelante y levantó los puños a la altura del pecho, manteniéndolos pegados al torso. Durante al menos un minuto, dejó que su contrincante alardeara y diera puñetazos al aire con la puntería de un ciego con una manguera.

Aquello era pan comido.

Pero mientras la multitud lo presionaba, Isaac reflexionó sobre la cantidad de copias que una fotocopiadora Xerox podía hacer en sesenta segundos y decidió ponerse serio. Le propinó al tío un izquierdazo directo al

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