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  3. Capítulo 1
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Isaac Rothe es un soldado de operaciones encubiertas con un pasado oscuro y un futuro nada prometedor. Perseguido por un asesino, acaba entre rejas y con su destino en manos de la guapísima abogada de oficio Grier Childe, por la que comienza a sentir una peligrosa e inoportuna atracción. Por si fuera poco, Jim Heron hace acto de presencia para comunicarle que su alma está en peligro. Atrapado en un perverso juego con el demonio que persigue a Jim, Isaac debe decidir si el soldado que hay en él puede creer que el amor verdadero es la única arma capaz de vencer al diablo.

J. R. Ward

Deseo

Ángeles Caídos – 2

ePub r1.0

sleepwithghosts 12.03.15

Título original: Crave

J. R. Ward, 2010

Traducción: Eva Carballeira

Editor digital: sleepwithghosts

ePub base r1.2

Para la doctora Judith Peoples y sus buenas obras.

Ella es la prueba irrefutable de que los ángeles

pueden llevar zapatos MARAVILLOSOS

cuando sus pies pisan la tierra.

En el desierto, lejos de Caldwell (Nueva York),

de Boston (Massachusetts) y de la cordura.

H

abían pasado más o menos dos años desde que aquella bomba había estallado en la arena y Jim Heron, que ya no estaba en Operaciones Especiales, reflexionaba sobre el hecho de que, tanto Isaac Rothe, como el cabrón de Matthias, e incluso él mismo habían dado un giro a su vida aquella noche.

Por supuesto, en aquel momento ninguno de ellos sabía lo que aquello implicaba ni adónde les llevaría, pero así era la vida: a nadie le hacían una visita guiada a su propio parque temático. Había que montarse en todas las atracciones a medida que iban apareciendo, sin saber si te gustaría aquélla para la que estabas haciendo cola o si sería una putada que te haría vomitar el perrito caliente con maíz y el algodón de azúcar, poniéndolo todo perdido.

Aunque tal vez fuera mejor así. Como si entonces se fuera a creer que acabaría enfrentándose a un demonio e intentando salvar al mundo de la condenación eterna. Venga ya.

Pero aquella noche, bajo el frío seco que lo había inundado todo en cuanto el sol se había puesto sobre las dunas, él y su jefe habían entrado en un campo de minas y sólo uno de ellos había salido por su propio pie. El otro no había tenido tanta suerte.

* * *

—Es aquí —dijo Matthias mientras se acercaban a un pueblo abandonado del color del caramelo de una copa de helado de Friendly’s.

Estaban a veinticinco kilómetros del barracón lleno de militares donde se alojaban. Como él y su jefe eran miembros del grupo de Operaciones Especiales, en teoría no pertenecían a ningún cuerpo definido, lo que obraba a su favor: los soldados como ellos tenían identificaciones de todo tipo y las usaban como les convenía.

La «aldea» no era más que un poblado compuesto por cuatro estructuras de piedra que se caían a trozos y un puñado de chabolas de madera y lona. A medida que se acercaban, a Jim se le pusieron los huevos de corbata cuando empezó a registrar movimiento por todas partes con las gafas de visión nocturna. Odiaba aquellas putas lonas, ondeaban al viento y sus sombras revoloteaban como las de las personas de movimientos rápidos que iban armadas con pistolas. Y con granadas. Y con toda clase de objetos punzantes y brillantes. O, en aquel caso, sucios y llenos de arena.

Odiaba las misiones en el desierto, prefería matar en plena civilización. Aunque en una misión urbana propiamente dicha o incluso suburbana estabas más expuesto, al menos podías imaginarte lo que se te venía encima. Allí fuera, la gente tenía recursos con los que él no estaba familiarizado y eso siempre le ponía nerviosísimo.

Además, no se fiaba del hombre con el que iba. Era cierto que Matthias era el jefe de la organización y que tenía línea directa con Dios, que había adiestrado a Jim hacía un montón de años y que éste llevaba una década acatando sus órdenes, pero todo aquello sólo hacía que tuviera menos ganas aún de estar a solas con el gran hombre. Aun así, allí estaban, en una «aldea» del maravilloso municipio de Nadie-podrá-encontrar-tu-cadáver-landia.

Una ráfaga de viento recorrió con la rapidez de unas Nike el llano paisaje pasando a todo correr sobre la arena, recogiendo aquellas diminutas partículas y metiéndoselas por el cuello de su uniforme de camuflaje. Bajo sus botas negras de cordones, el suelo cambiaba constantemente, como si él fuera una hormiga caminando por la espalda de un gigante y al que estaba poniendo de muy mala leche.

Empezaba a tener la sensación de que, en cualquier momento, una manaza iba a bajar del cielo para aplastarlo.

Aquella caminata hacia el este había sido idea de Matthias. Tenían que hablar de algo que no podía discutirse en ningún otro sitio. Así que, obviamente, Jim había cogido un chaleco antibalas y unos veinte kilos de armas, además de agua y raciones de campaña.

La verdad era que parecía una mula de carga.

—Por aquí —dijo Matthias, colándose dentro de una de las construcciones de piedra por la entrada sin puerta. Jim se detuvo y miró alrededor. Lo único que vio fueron las lonas bailando break dance.

Empuñó las dos pistolas antes de entrar y es que aquél era el lugar perfecto para una violenta sesión inquisitorial. No tenía ni idea de lo que había hecho o de lo que se había enterado para merecerse un interrogatorio, pero algo tenía claro: no había ningún motivo para echar a correr. Si aquélla era la razón por la que le había llevado allí, al entrar se encontraría con dos o tres tíos más de Operaciones Especiales que le limpiarían el forro mientras Matthias hacía las preguntas. ¿Y si se largaba? Lo perseguirían por todo el mundo, aunque tardaran semanas en pillarlo.

Aquello podría explicar por qué Isaac Rothe había aparecido por la tarde con el protegido de Matthias y segundo de a bordo. Aquellos dos eran un par de asesinos natos, una pareja de pit bulls listos para lanzarse al cuello de cualquiera.

Sí, eso tenía sentido y debería habérselo imaginado antes. Aunque de todos modos, si lo hubiera hecho, no podría haberse evitado el ajuste de cuentas. Nadie salía vivo de Operaciones Especiales. Ni los espías, ni los tíos de inteligencia que se mantenían al margen, ni siquiera los jefes. Tu filosofía de vida se convertía en la de morir con las botas puestas, aunque cuando entraras nadie te lo dijera.

Sin embargo, él no dejaba de buscar alguna forma de dejarlo. Aunque matar a gente era lo único que sabía hacer para ganarse la vida, estaba empezando a hacerle comerse el coco. Puede que, en cierto modo, la culpa fuera de Matthias.

«Empieza el baile —pensó Jim, cruzando el umbral de la puerta—. También podría enfrentarme a ellos».

Pero allí no había nadie más, aparte de Matthias.

Jim bajó lentamente las pistolas y examinó de nuevo el pequeño espacio. Según las gafas de visión nocturna, allí sólo estaba el otro hombre. Le dio a un interruptor y cambió el modo a visión de calor. Y aun así, nada, únicamente Matthias.

—¿Qué pasa? —preguntó Jim.

Matthias estaba en la esquina del fondo, a unos tres metros de distancia. Cuando el hombre despegó las manos de los costados, Jim volvió a apuntarle con la SIG, pero lo único que hizo su jefe fue negar con la cabeza y aflojarse la cartuchera. Con un movimiento brusco, la dejó caer sobre la arena. Luego dio un paso adelante, abrió la boca y dijo algo en voz baja. Luz. Ruido. Descarga de energía.

Y luego nada más, salvo una suave lluvia de arena y escombros.

Jim volvió en sí al cabo de un rato. La explosión lo había lanzado contra el muro de piedra, dejándolo inconsciente. Y, a juzgar por lo entumecido que se sentía, debía de haber estado K.O. un buen rato.

Tras un par de minutos de confusión, se sentó con cuidado preguntándose si se habría roto algo.

Enfrente de él, donde había estado Matthias, había ahora un montón de despojos.

—Dios mío… —Jim se volvió a poner las gafas de visión nocturna, recuperó las armas y se arrastró por la arena hacia su jefe—. Joder, Matthias…

La pantorrilla del hombre parecía una raíz arrancada del suelo. La extremidad era sólo un muñón destrozado con el extremo hecho jirones. Su ropa de camuflaje estaba llena de manchas oscuras que debían de ser sangre.

Jim le tomó el pulso en el cuello. Aún lo tenía, pero era débil e irregular.

Se desabrochó el cinturón, se lo quitó, puso la tira de piel alrededor de la parte superior de la pantorrilla de Matthias y apretó fuerte para hacerle un torniquete en el miembro. Luego buscó rápidamente otras heri… Mierda. Al salir despedido hacia atrás, Matthias había caído sobre un pincho de madera. Aquella maldita cosa lo había atravesado como si fuera un pincho moruno.

Jim lo movió para comprobar si podía arrancárselo y llevarse a Matthias de allí. Parecía estar suelto. Bien.

—Da… nny… hijo…

Jim frunció el ceño y miró a su jefe.

—¿Qué?

Matthias abrió los ojos como si sus párpados fueran persianas de acero cuyo peso apenas podía levantar.

—Déjame…

—Has volado por los aires…

—Déjame…

—Y una mierda. —Jim cogió la radio y rezó para que fuera Isaac el que contestara y no el loco del segundo de a bordo—. Vamos, vamos…

—¿Qué quieres? —Escuchó aliviado el suave acento sureño que llegaba a través del auricular. Gracias a Dios que era Isaac.

—Matthias está herido. Una bomba. Asegúrate de que no nos usan para hacer prácticas de tiro mientras volvemos al campamento.

—¿Está muy mal?

—Bien no, desde luego.

—¿Dónde estáis? Enviaré un Land Rover a recogeros.

—Estamos cuarenta y siete grados nor…

La pistola retumbó al otro lado de la estancia y una bala cortó el aire y le pasó tan cerca de la oreja derecha, que dio por hecho que le había dado en la cabeza aunque aún no notara el dolor. Mientras se apoyaba sobre una mano, Matthias dejó caer la SIG hacia un lado, pero, sorpresa, Jim no se desplomó por ninguna herida en el cráneo. Obviamente, se trataba de un disparo de advertencia. En el ojo de su jefe que aún funcionaba centelleó un brillo impuro.

—Lárgate… de aquí… mientras puedas.

Antes de que Jim pudiera decirle a Matthias que cerrara la puta boca, se dio cuenta de que se le estaba clavando algo en la mano que tenía apoyada. Lo recogió y vio que era, ni más ni menos, parte del detonador de la bomba.

Lo giró una y otra vez, ya que al principio no caía en la cuenta de lo que estaba mirando, pero al final le quedó claro como el agua.

Miró a Matthias con los ojos entornados, se guardó el fragmento en el bolsillo delantero y se arrastró hacia su jefe.

—No pienso dejar que me jodas —dijo Jim con determinación—. Ni de puta coña.

Matthias empezó a balbucear y Jim empezó a oír a alguien maldiciendo a gritos a través del auricular.

—Estoy bien —contestó a Isaac—. Ha fallado. Volvemos al campamento, asegúrate de que no nos disparen mientras nos acercamos.

La voz con acento sureño se volvió de pronto firme y segura, como la mano asesina de su dueño.

—¿Dónde estáis? Haré que…

—No, de eso nada. Busca a un médico en el QT y asegúrate de que mantiene la boca cerrada. Y vamos a necesitar un helicóptero. Habrá que trasladarlo por vía aérea, con discreción. Nadie puede enterarse de esto.

Lo último que necesitaba era que Isaac saliera a buscarlos en plena noche. Aquel tío era lo único que separaba a Jim de una acusación de asesinato del jefe de la organización clandestina más mortífera del Gobierno de Estados

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