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  2. Crónicas Vampíricas 4 - El Ladrón de Cuerpos
  3. Capítulo 2
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denominamos los Hijos de los Milenios. También está Armand, el simpático muchacho de quinientos años de edad que en una época dirigía el Teatro de los Vampiros y, antes de eso, una cueva de chupadores de sangre adoradores del diablo que vivían bajo el cementerio de París: Les Innocents. Espero que Armand exista siempre.

Y Gabrielle, mi madre mortal e hija inmortal que sin duda se presentará una de estas noches, quizás antes de que transcurran otros mil años, si tengo suerte.

En cuanto a Marius, mi viejo maestro y mentor, el que conservaba los secretos históricos de nuestra tribu, sigue estando y estará siempre con nosotros. Antes de empezar con este cuento, venía de vez en cuando a verme para implorarme que por favor terminara con mis impiadosos asesinatos, publicados invariablemente en los diarios de los humanos; que por favor dejara de molestar a David Talbot, mi amigo mortal, con tentaciones para que recibiera el Don Misterioso de nuestra sangre. ¿Es que no me daba cuenta de que no convenía crear más seres como nosotros?

Normas, normas y más normas. Siempre terminan hablando de normas. Y a mí me gusta infringirlas, así como a los mortales les gusta arrojar las copas de cristal contra el frente de la chimenea después de un brindis.

Pero basta ya de hablar de los demás… porque este libro es mío del principio al fin.

Quiero explayarme sobre las pesadillas que me atormentaban durante mis vagabundeos.

Con Claudia fue casi una obsesión. Todos los amaneceres, antes de abrir los ojos, la veía a mi lado, oía el murmullo imperioso de su voz. Y a veces me remontaba atrás en los siglos, hasta aquel pequeño hospital de colonia con sus hileras de camitas, donde la huérfana estaba muriendo.

Y ahí estaba el viejo médico, tembloroso y de vientre abultado, levantando el cuerpecito de la niña. Y ese llanto. ¿Quién llora? Claudia no lloraba. Dormía cuando el doctor me la confió, creyendo que yo era su padre mortal. Y qué preciosa aparece en los sueños. ¿Era tan linda en aquel entonces? Por supuesto que sí.

“Arrebatándome de manos mortales como dos monstruos siniestros en una pesadilla de cuento infantil, ¡oh padres ciegos e indolentes!”

Una sola vez soñé con David Talbot.

Soñé que David iba caminando por un bosque de mangles. No era el hombre de setenta y cuatro años que se había hecho amigo mío, el bondadoso erudito que invariablemente rechazaba mi invitación a beber la Sangre Misteriosa y con intrépido ademán apoyaba su mano tibia, frágil, sobre mi pecho frío para demostrar el cariño y la confianza que nos teníamos.

No; el que aparecía era el David Talbot joven, de años atrás, cuando su corazón no latía con tanta prisa. Sin embargo, corría peligro.

Tiger, tiger, burning bright.1

¿Es su voz la que murmura esas palabras, o acaso la mía?

Y en la luz manchada se aproxima, sus rayas negras y anaranjadas semejantes a la luz y la sombra mismas, de modo que apenas se lo distingue. Veo su inmensa cabeza, lo suave que es su hocico blanco, erizados sus bigotes largos, delicados. Entonces miro sus ojos amarillos, apenas dos tajos llenos de impía crueldad. ¡David, los colmillos! ¿No le ves los colmillos?

Pero él es curioso como un niño; mira la enorme lengua rosada del tigre que se posa sobre su garganta y le toca la cadenita de oro que lleva al cuello. ¿El tigre se está comiendo la cadena? ¡Por Dios, David! Los colmillos.

¿Por qué se me seca la voz? ¿Estoy allí, en el bosque de mangles? Vibra mi cuerpo cuando forcejeo para moverme. Mis labios cerrados dejan escapar callados gemidos que agobian hasta la última fibra de mi ser. ¡Cuidado, David!

Luego veo que él está con una rodilla apoyada en el suelo, veo el fusil largo y brillante contra su hombro. Y el gigantesco tigre aún se halla a metros de distancia, avanzando hacia él. Corre y corre hasta que el disparo lo detiene en seco, y se desploma al tiempo que el arma vuelve a disparar, sus ojos amarillos llenos de indignación, sus garras cruzadas cuando se clavan en la tierra blanda con el último suspiro.

Me despierto.

¿Qué significa este sueño? ¿Que mi amigo mortal corre peligro? O simplemente que su reloj biológico se

ha detenido. A un hombre de setenta y cuatro años la muerte puede acaecerle en cualquier instante. ¿Alguna vez pienso en David sin asociarlo con la idea de la muerte? David, ¿dónde estás? Tris, tras, tres, huelo la sangre de un inglés. “Quiero que me pidas el Don Misterioso”, le dije cuando lo conocí. “Tal vez no te lo dé, pero quiero que

me lo pidas.”

1* Tiger, tiger, burning bright: verso del poema The Tiger, de William Blake. (Nota de la T.) 7

Nunca me lo pidió. Ahora lo amo. Lo vi poco después del sueño. Tuve que hacerlo. Pero no podía olvidar la pesadilla y quizá más de una vez vino a mi mente durante las horas de luz, en el sueño profundo de esas horas en que estoy frío como la piedra e indefenso bajo el manto literal de las tinieblas.

Bueno, ya hablé de los sueños. Pero evoque usted una vez más la nieve invernal de Francia, por favor, nieve que se acumula en torno a los muros del castillo; piense en un muchacho joven, mortal, que duerme en su lecho de heno, a la luz de la lumbre, custodiado por sus perros de caza. Tal llegó a ser la imagen de la vida humana que perdí, más verdadera que cualquier recuerdo del teatro parisiense donde antes de la Revolución yo era tan feliz trabajando de actor. Ahora sí, estamos listos para comenzar. Le propongo que demos vuelta a la página.

I Ladrón de Cuerpos

Miami, ¡la ciudad de los vampiros! Esto es South Beach al atardecer, en la lujuriosa tibieza del invierno sin invierno, clara, floreciente y empapada en luz eléctrica, mientras la brisa suave sopla desde el mar plácido, cruza por el margen oscuro de arena color crema y va a enfriar las anchas calles lisas, llenas de felices niños mortales. Simpático desfile de muchachos elegantes que exhiben sus músculos de culturismo con patética vulgaridad, de mujeres jóvenes orgullosas de sus aerodinámicas y aparentemente asexuadas extremidades en medio del imperioso rugir del tránsito y las voces humanas.

Refaccionadas con modernos tonos pastel, viejas posadas de estuco, antaño mediocres refugios de ancianos, exhibían sus nuevos nombres en elegantes letras de neón. Titilaban las velas en las mesas con manteles blancos de los restaurantes a la calle. Enormes y lustrosos automóviles norteamericanos avanzaban lentamente por la avenida, mientras conductores y pasajeros por igual contemplaban el deslumbrante desfile humano de peatones indolentes que aquí y allá bloqueaban la calzada.

En el lejano horizonte, las grandes nubes blancas eran montañas bajo un cielo sin techo, tachonado de estrellas. Ah, siempre me impresionó ese cielo sureño, lleno de luz celeste y un incansable movimiento amodorrado.

Hacia el norte se elevaban las torres de la nueva Miami Beach en todo su esplendor. Al sur y al oeste, los rascacielos deslumbrantes del centro de la ciudad, con sus autopistas elevadas y sus muelles colmados de cruceros. Pequeñas embarcaciones de recreo se desplazaban raudas por las aguas chispeantes de los innumerables canales urbanos.

En los silenciosos e inmaculados jardines de Coral Gables, numerosos faroles iluminaban las magníficas residencias con sus techos de tejas rojas y sus piscinas de resplandeciente luz turquesa. Los fantasmas se paseaban por las habitaciones inmensas y oscuras del Biltmore. Los imponentes árboles de mangle extendían sus ramas primitivas, cubriendo las calles anchas, bien cuidadas.

En Coconut Grove, el turismo internacional que venía de compras se apiñaba en hoteles lujosos y modernos centros comerciales. Había parejas que se abrazaban en los balcones de edificios con paredes de cristal, siluetas que contemplaban las aguas serenas de la bahía. Los autos avanzaban presurosos por las calles congestionadas, pasando frente a palmeras siempre danzantes, a achaparradas mansiones de cemento, engalanadas con buganvillas rojas y moradas tras finos portones de hierro.

Todo eso es Miami, la ciudad del agua, de la velocidad, de las flores tropicales y los cielos anchurosos. Para ir a Miami, y no a ningún otro lugar, es que de tanto en tanto suelo dejar mi hogar de Nueva Orleáns. Hombres y mujeres de diversas naciones y colores residen en los populosos barrios de Miami. Se oye hablar idish, hebreo, las lenguas de España, de Haití, los dialectos y acentos de América Latina, del sur de este país, del remoto norte. Bajo la superficie lustrosa de Miami se percibe una amenaza, una desesperación, una palpitante codicia; el pulso firme de una gran capital, la energía empeñosa, el peligro constante.

Nunca se pone realmente oscuro, en Miami. Nunca reina un silencio verdadero.

Miami es la ciudad perfecta para el vampiro y siempre encuentro en ella algún mortal homicida, algún sórdido bocado de cardenal que me cede una decena de sus propios asesinatos cuando vacío sus bancos de memoria y chupo su sangre.

Pero ésta es la noche de la caza mayor, la celebración no estacional de Pascua luego de una Cuaresma de hambre: saldré a buscar uno de esos espléndidos trofeos humanos cuyo grotesco modus operandi ocupa páginas enteras en los archivos computarizados de las dependencias encargadas de vigilar el cumplimiento de las leyes mortales, un ser al que un periodismo reverente ungió en su anonimato con el rimbombante nombre de “El estrangulador de los callejones”.

¡Esa clase de asesinos me despiertan un apetito especial! Qué suerte para mí que semejante celebridad hubiera aparecido en mi ciudad preferida. Qué suerte que hubiera atacado seis veces en esas mismas calles, matador de viejos y achacosos que han llegado en grandes cantidades a pasar sus últimos días en este clima cálido. Oh, habría atravesado un continente entero para morderlo, pero lo tengo aquí, esperándome. A su macabra historia, analizada por no menos de veinte criminólogos y que con toda facilidad yo robé a través de

la computadora que tengo en mi reducto de Nueva Orleáns, he agregado secretamente los elementos fundamentales: su nombre y lugar de residencia mortal. Truco sencillo para un dios tenebroso que puede leer las mentes. Sus propios sueños sangrientos me sirvieron para encontrarlo. Y esta noche será mío el placer de terminar su ilustre carrera en un abrazo cruel, sin una chispa de esclarecimiento moral.

Ah, Miami, lugar ideal para este Drama de la Pasión. Siempre vuelvo a Miami, del mismo modo que siempre vuelvo a Nueva Orleáns. Y soy el único inmortal que sigue cazando en este glorioso rincón del Jardín Salvaje porque, como ha visto usted, los demás hace ya tiempo que se marcharon del reducto donde nos reuníamos, incapaces de tolerar la compañía unos de otros, y

yo la de ellos.

Pero tanto mejor que Miami me quede para mí solo. En las habitaciones que mantenía en el lujoso hotel Park Central, me paré ante las ventanas que dan al frente, sobre el paseo Ocean, aguzando de tanto en tanto mi oído preternatural para averiguar lo que ocurría en las suites vecinas, donde acaudalados turistas disfrutaban de la mejor de las soledades —intimidad total a pasos de la atestada calle—, mis Campos Elíseos del momento, mi Via Véneto.

Mi estrangulador

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