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  2. Conan el victorioso
  3. Capítulo 1
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Conan se encuentra en las legendarias tierras de Vendhia buscando el antídoto de un veneno que amenaza con poner fin a su vida. Enredado en las intrigas de Karin Singh, consejero del rey de Vendhia, perseguido por la voluptuosa aristócrata Vindra, y amenazado por el mago maligno Naipal, Conan tendrá que derrotar a los enemigos más terroríficos de toda su vida, los Sivani, demoníacos guardianes de la antigua tumba de un rey vendhio.

Robert Jordan

Conan el victorioso

Conan: Serie Conan – 24

ePub r1.1

Titivillus 21.10.16

Título original: Conan the Victorious

Robert Jordan, 1984

Traducción: Joan Josep Musarra

Editor digital: Titivillus

Corrección de erratas: Lorimbar

ePub base r1.2

Prólogo

La noche vendhia aparecía extraordinariamente silenciosa; la atmósfera, pesada y opresiva. Como no soplaba la más ligera brisa, la capital Ayodhya sufría bochorno. La Luna colgaba pesadamente del cielo cual monstruosa pústula amarillenta, y los pocos que se aventuraban a salir a verla se estremecían en su mayoría, y deseaban que por lo menos una sola nube ocultara su enfermiza malignidad. Se murmuraba en la urbe que una noche como aquella, y una Luna como aquella, presagiaban plagas, o tal vez guerras; en cualquier caso, la muerte.

El hombre que se hacía llamar Naipal no prestaba atención a los murmullos. Al contemplarla desde el más alto balcón de un gran palacio con chapiteles de alabastro y cúpulas doradas, que le había sido regalado por el rey, sabía que la Luna no presagiaba nada en absoluto. Eran las estrellas quienes infundían a la noche su promesa, la desaparición de configuraciones que le habían estorbado durante meses. Puso sus dedos largos y finos sobre el largo y estrecho cofre de oro que sostenía bajo el brazo. Pensó que, aquella noche, habría un momento de trascendental peligro, un momento en el que todos sus planes podían quedar reducidos a polvo. Sin embargo, todo hay que obtenerlo con riesgos, y cuanto más grande sea el posible provecho, mayor es el peligro.

«Naipal» no era su verdadero nombre, porque, en un país notable por sus intrigas, quienes seguían ese sendero se mostraban más reservados de lo ordinario. Era alto para ser vendhio, y estos se contaban entre los más altos entre las naciones del Oriente. Su estatura le hacía destacar, aunque él, deliberadamente, trataba de disimularla vistiendo ropajes de colores sombríos, como el atuendo gris oscuro que llevaba en aquel momento, y no las sedas abigarradas y los rasos de quienes seguían la moda. Su turbante modestamente pequeño también tenía el color del carbón, y no lo adornaba con gemas ni plumas. Su rostro era siniestramente bello, y se mostraba tan sereno como si ningún desastre hubiera podido alterarlo; tenía ojos negros de grueso párpado, que para los hombres aparentaban inteligencia, y para las mujeres, pasión.

Sin embargo, raramente se dejaba ver, porque el poder residía en el misterio, aunque muchos sí supieran que el llamado Naipal era mago de la corte del rey Bhandarkar de Vendhia. Se decía en Ayodhya que este Naipal era un hombre sabio, no solo por los buenos y fieles servicios que había prestado al rey desde la extraña desaparición del anterior mago de la corte, sino también por su modestia en sus ambiciones. En un lugar donde hombres y mujeres andaban siempre con ambiciones y conjuras, esta modestia se tenía por digna de elogio, aunque también se juzgaba algo excéntrica. Se sabía, por ejemplo, que daba grandes sumas de dinero a los pobres, a los niños de la calle. Procuraba cierta diversión a los nobles de la corte, porque creían que lo hacía para fingirse liberal. En verdad, lo había pensado durante largo tiempo antes de dar la primera moneda. Él mismo había salido de una de aquellas calles, y recordaba bien las noches miserables que había pasado agazapado en un callejón, demasiado hambriento para dormir. La verdad le habría mostrado débil; por ello, alimentaba los cínicos rumores acerca de sus motivaciones, porque Naipal no se permitía ninguna debilidad.

Tras mirar al cielo por última vez, Naipal abandonó el balcón, agarrando con firmeza el alargado cofre. Lámparas de oro, graciosamente labradas con formas de aves y flores, iluminaban los pasillos de techo alto de su palacio. Sobre las mesas de ébano pulido y de marfil tallado había exquisitas porcelanas y frágiles vasijas de cristal. Las alfombras, amontonadas bajo sus pies como una cascada de color, no tenían precio, y los tapices delicadamente tejidos que colgaban de las paredes de alabastro valían más que la hija de un rey. En público, Naipal hacía todos los esfuerzos por no llamar la atención; en privado, se complacía en todos los placeres de los sentidos. Aquella noche, sin embargo, después de haber aguardado tanto tiempo, sus ojos no se recreaban en ningún adorno, y tampoco pidió vino, músicos ni mujeres.

Bajó hasta los pisos inferiores de su palacio, y siguió bajando, hasta cámaras cuyas paredes brillaban con leve fulgor perlino, como si las hubiera barnizado la mano de un maestro; estancias excavadas en las entrañas de la tierra por sus poderes. Solo unos pocos de entre sus siervos estaban autorizados a entrar en aquellas habitaciones y pasillos subterráneos, y aun estos no podían contar lo que hacían o veían, pues no tenían lengua. El mundo no conocía aquellas cámaras, porque los siervos a quienes estaba prohibido entrar en ellas —los que, en consecuencia, podían conservar la lengua— evitaban mirarlas por temor y prudencia, y ni siquiera las nombraban en susurros cuando dormían en sus jergones.

Un corredor descendente desembocaba en una gran estancia cuadrada, que medía treinta pasos por lado, cuyas paredes blanquecinas de tenue resplandor estaban hechas de una sola pieza, sin junturas. En lo alto, una bóveda terminada en vértice se alzaba hasta veinte veces la estatura de un hombre alto. Centrado bajo la bóveda, había un arcano dibujo plateado, grabado en el suelo casi traslúcido, que abarcaba la mayor parte de la habitación. Al estar hecho con plata, arrojaba su propio fulgor impío de gélida palidez. En nueve puntos del perímetro de la figura, escogidos con precisión, había trípodes de oro trabajado con delicadeza, no más altos que la rodilla de Naipal, y puestos de tal manera que cada una de sus patas parecía completar uno de los trazos del dibujo. El aire parecía impregnado de fuerzas terribles, y de los recuerdos de abominaciones ya cometidas.

Incongruentemente, la sexta parte de la longitud de uno de los muros estaba ocupada por una gran reja de barrotes de hierro, en la que había una puerta cerrada, también de hierro. Cerca del extraño enrejado, una mesa de palisandro pulido sostenía los útiles e ingredientes que iba a necesitar aquella noche, dispuestos sobre terciopelo negro, igual que la mercancía de un comerciante en gemas. Un gran cajón plano de marfil, vistosamente tallado, reposaba a un extremo del terciopelo sobre patas de cristal polifacético. Sin embargo, el puesto de honor en la mesa correspondía a un pequeño y bien trabajado cofrecillo de ébano.

Tras dejar el cofre de oro al lado de un cojín de seda, delante del cual había otro trípode dorado, Naipal se acercó a la mesa. Tendió la mano hacia el pequeño cofre negro, pero, por un súbito impulso, prefirió levantar la tapa de marfil. Cuidadosamente, fue apartando sedas azules, suaves como las más finas, y descubrió así un espejo de plata, en cuya pulida superficie no se revelaba ninguna imagen, ni siquiera un reflejo de la cámara.

El mago asintió. No había esperado otra cosa, pero sabía que sus certidumbres no debían distraerle de tomar las precauciones adecuadas. Este espejo no difería en mucho de una bola de cristal mágica, pero, en vez de utilizarse para la comunicación y el espionaje, tenía propiedades muy especiales. Su superficie de plata no mostraba imágenes, salvo las de quienes amenazaran con entorpecer al brujo en sus planes.

En una ocasión, poco después de que entrara como mago en la corte del rey Bhandarkar, había aparecido en el espejo el Monte Yimsha, el dominio de los temidos Videntes Negros. Naipal sabía que solo habían sentido curiosidad ante su ascensión. No le consideraban una amenaza, los muy necios. La imagen había desaparecido al cabo de un día y, desde entonces, no había vuelto a aparecer. Ni siquiera en forma de parpadeo. Tal era la eficacia con que llevaba a cabo sus proyectos.

Con un sentimiento de satisfacción, Naipal cubrió de nuevo el espejo y abrió el cofre de ébano. Lo que este ocultaba acrecentó aún más su satisfacción. En huecos abiertos en la negra madera había diez gemas, lisos óvalos de color tan negro que, a su lado, el ébano parecía más claro. Nueve de estas gemas eran tan grandes como la última falange de un dedo pulgar, y la décima las duplicaba en tamaño. Eran los khorassani. A lo largo de siglos, los hombres habían muerto buscándolos en vano, hasta que su misma existencia había pasado a formar parte, primero de las leyendas, y luego de las historias para niños. Diez años había necesitado Naipal para adquirirlos, en una búsqueda tan abundante en aventuras y pruebas que, de haber sido conocida, habría podido tomar forma de poema épico.

Con reverencia, fue poniendo los nueve khorassani más pequeños sobre los trípodes de oro que circundaban la arcana figura del suelo. El décimo, el más grande, lo puso sobre el trípode que se encontraba delante del cojín. Todo estaba a punto.

Naipal se sentó en el cojín con las piernas cruzadas, y comenzó a recitar las palabras mágicas, dando órdenes a fuerzas invisibles.

—¡E’las eloyhim! ¡Maraath savinday! ¡Khora mar! ¡Khora mar!

Repitió una vez más las palabras, y otra, y otra, incesantemente, y la gema que tenía delante comenzó a refulgir, como si hubiera tenido fuegos aprisionados en su interior. No daba luz, pero parecía arder. De pronto, con un siseo como el del metal al rojo vivo arrojado dentro del agua, finas rayas de fuego brotaron de la brillante joya, una en dirección a cada uno de los nueve khorassani que rodeaban el dibujo de plata. Tan súbitamente como habían aparecido, las resplandecientes llamas desaparecieron, pero ahora las diez gemas fulguraban con idéntica furia. Una vez más se oyó el penetrante siseo, y las gemas quedaron unidas en círculo por hebras llameantes, mientras que, desde cada uno de los trípodes, otra columna de terrible incandescencia se extendía hacia arriba y hacia abajo. Dentro de los confines de esta jaula de fuego, era imposible ver el suelo y la bóveda; solo la oscuridad que se extendía hasta el infinito.

Naipal calló, estudió su obra, y al fin exclamó:

—¡Masrok, yo te llamo!

Se oyó estrépito, como si todos los vientos del mundo hubieran entrado por grandes cavernas.

Hubo un trueno, y dentro de la jaula de fuego apareció flotando una gran figura de ocho brazos, dos veces más alta que un hombre, e incluso más, con la piel como de obsidiana pulida. Su único vestido consistía en un collar de plata del que colgaban tres cráneos humanos, y tenía el cuerpo liso y asexuado. Dos de sus manos sostenían espadas de plata que brillaban con luz ultraterrena. Otras dos sujetaban lanzas, bajo cuyas puntas colgaban calaveras humanas a modo de decoración, y con una quinta empuñaba una daga de afilada punta. Sus orejas grandes y correosas se movían espasmódicamente sobre la cabeza calva, y sus ojos de rubí, muy rasgados, se volvieron hacia Naipal.

Cuidadosamente, la criatura tocó uno de los límites de fuego con una de las lanzas de plata. Un millón de avispones zumbó con rabia, y saltaron relámpagos dentro del ardiente recinto, hasta que hubo retirado

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