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  2. Conan el triunfador
  3. Capítulo 2
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tu esclava te trae una doncella en calidad de ofrenda. Su cuerpo es tuyo. Su alma es tuya. Acepta su sumisión y dale el uso que te plazca.

En edades pretéritas, antes de que se construyera la primera cabaña en el reino de Aquerón, que ya llevaba siglos hundido en el polvo, Al’Kiir había sido adorado en la tierra que más adelante habría de llamarse Ofir. El dios exigía como ofrendas a las mujeres más altivas y bellas, y las recibía con constante frecuencia. Se llevaban a cabo ciertos ritos que mancillaban el alma de quienes los realizaban, y hechizaban la mente de quienes los presenciaban.

Finalmente, una cofradía de magos había jurado liberar al mundo del monstruoso dios, y había llevado en la frente la bendición de Mitra y de Asura y de otros dioses olvidados desde hacía ya mucho tiempo. De toda la compañía, solo había sobrevivido el hechicero Avanrakash, pero este, con un bastón de poder, había encerrado a Al’Kiir fuera del mundo de los hombres.

Lo que se erguía en la caverna, en las entrañas del Tor Al’Kiir, no era una estatua del dios, sino su propio cuerpo, sepultado allí desde hacía eras.

Dos de los guardias se quitaron el yelmo y sacaron sendas flautas. Se oyó por toda la caverna una música aguda y llena de embrujo. Otros dos se colocaron tras la mujer que estaba arrodillada entre los postes. Los demás desataron los sables envainados que les colgaban del cinturón y se pusieron a dar golpes en el suelo de roca, siguiendo el ritmo de las flautas.

Con fluida sinuosidad, Sinelle se puso en pie y empezó a bailar, y sus pies tocaban el suelo con cada golpe que daban las vainas. Se movía con movimientos precisos, semejante a un felino, y cada uno de sus pasos seguía un antiguo orden; danzaba y cantaba en una lengua perdida en la noche de los tiempos. Se volvió, y dejó que la pesada seda negra cayera de su cuerpo; quedó desnuda desde los pies hasta el talle. Se meció y contoneó sensualmente desde la imponente figura del dios hasta la mujer arrodillada.

El sudor perlaba el rostro de Telima, que tenía los ojos vidriosos. Parecía haber olvidado dónde se hallaba y, aun estando atada, se debatía incontrolablemente. La lujuria resplandecía en su rostro y, al ser consciente de ello, también el horror.

Como pálidas aves, las manos de Sinelle revolotearon hacia Telima, le apartaron del rostro el húmedo cabello negro, le recorrieron los hombros, arrancaron el primer velo de su atuendo nupcial.

Telima chilló, pues los hombres que se hallaban a sus espaldas la estaban azotando una y otra vez con gruesas correas de cuero que se entrecruzaban desde los hombros hasta las nalgas; pero los espasmos le venían tanto de la poción como de los azotes. El dolor se había sumado a la lujuria, tal como exigía el dios.

Sinelle todavía danzaba y cantaba. Otro velo de diáfana seda le fue arrancado a Telima y, a medida que sus chillidos se hacían más fuertes, se iban entretejiendo con el cántico, de tal manera que los alaridos de dolor devenían en parte del conjuro.

El cuerpo de Al’Kiir empezó a vibrar.

Donde no había tiempo, ni lugar, ni espacio, algo se agitó y medio despertó de su largo sueño. Tentáculos de placenteras sensaciones acariciaban, tenues hebras de adoración atraían. Pero ¿hacia dónde? En otro tiempo, los apetitos habían sido satisfechos hasta la saciedad. Las mujeres habían sido ofrecidas en multitudes. Sus esencias fueron mantenidas con vida durante centurias sin cuento, revestidas de carne eternamente joven, como juguetes de la ilimitada lascivia de un dios. Parpadeaban recuerdos, sueños a medias. En el centro de la eterna nada, había aparecido de pronto una amplia superficie. Un millar de mujeres, que habían nacido diez mil años antes, danzaban desnudas. Pero solo eran meras cáscaras sin interés. Ni siquiera un dios podía mantener viva para siempre la frágil esencia humana. Bruscamente, desaparecieron bailarinas y superficie. ¿De dónde llegaban aquellas sensaciones, tan frecuentes en los últimos tiempos, al cabo de edades aparentemente infinitas de ausencia, acarreando consigo irritantes recuerdos de lo que se había perdido? Aquello no tenía sentido. Se formó un escudo, y se hizo la bendita paz. Retomó el sueño.

Sinelle cayó sobre el suelo de roca, jadeante a causa de sus esfuerzos. No se oía ningún sonido en la caverna, salvo los sollozos de la muchacha de los cabellos color medianoche, que estaba arrodillada, desnuda, entre sus revueltos velos.

Dolorosamente, la sacerdotisa luchó por ponerse en pie. Volvió a fallar en su intento. Fallaba en tantos intentos… Se tambaleó hasta el cofre, pero obró con mano firme al sacar de este una daga, una versión en tamaño normal de la que colgaba del cinturón del dios.

—El cuenco, Taramenón —dijo Sinelle.

El rito había fallado, pero debía proseguir hasta su conclusión.

Telima gimió; Sinelle le había pasado la mano por entre el cabello negro y tiraba de su cabeza hacia atrás.

—Por favor —sollozaba la mujer arrodillada.

El arma interrumpió sus gimoteos: le cortó la garganta. El hombre con armadura que había llevado allí el cofre le acercó un cuenco de bronce para recoger el chorro de sangre.

Sinelle miró sin interés cómo el último terror centelleaba en los ojos de Telima y desaparecía cuando estos se ponían vidriosos al morir. La sacerdotisa estaba pensando en el futuro. Un fracaso más, como tantos otros en el pasado; pero iba a continuar, aunque otras mil mujeres debieran morir en aquella estancia. Volvería a traer a Al’Kiir al mundo de los hombres. Sin echar otra mirada a la mujer muerta, se volvió para completar la ceremonia.

1

La larga caravana que se acercaba a los altos muros de granito almenados de Ianthe no parecía estar viajando por un país que, oficialmente, se encontraba en paz. Un par de veintenas de jinetes con los yelmos rematados en punta, cuyas capas de lana de color azul marino habían quedado grises a causa del polvo, cabalgaban en columna en ambos flancos de la larga hilera de muías de carga. Sus ojos vigilaban con constancia, aun allí, a la misma sombra de la capital. La mitad de ellos llevaba presto el arco corto, propio de jinetes. Muleros con las palmas de las manos llenas de sudor hacían avanzar a las bestias, y resoplaban, deseosos de terminar el viaje, porque ya tenían a la vista su meta.

Solo el jefe de los soldados, cuyos hombros eran tan anchos que parecía que iban a reventar su loriga de metal, tenía como un aire de indiferencia. No había en sus gélidos ojos azules ninguna traza de la angustia que hacía saltar las pupilas de los demás, pero, con todo, estaba tan atento como ellos a lo que le rodeaba. Quizá todavía más. El convoy había sido atacado en tres ocasiones desde que dejara atrás las minas de gemas y oro de la frontera nemedia. Los sentidos del bárbaro habían detectado la emboscada en dos ocasiones, antes de que esta hubiera tenido tiempo de resultar eficaz, y la tercera vez, su sable, que blandía con fiereza, había destrozado el ataque aun antes de que comenzara. En las abruptas montañas de Cimmeria, todo hombre que cayera fácilmente en una emboscada tenía una vida breve. Él había luchado allí, y había tenido un puesto en torno a las hogueras de los guerreros a una edad en que los muchachos aún solían estar instruyéndose sobre las rodillas de sus padres.

El convoy se detuvo ante la Puerta de Oro, el portalón nororiental de Ianthe.

—¡Abrid las puertas! —gritó el jefe. Al quitarse el yelmo, dejó a la vista su melena negra, de corte cuadrado, y un rostro que reflejaba más experiencia que la propia de su edad—. ¿Acaso parecemos bandidos? ¡Mitra os haga pudriros, abrid las puertas!

Una cabeza protegida por un casco de acero y un rostro barbado con la nariz torcida se asomaron a lo alto del muro.

—¿Eres tú, Conan? —Se volvió para dar la orden—: ¡Abrid esa puerta!

Lentamente, la jamba derecha del portalón reforzado con acero se abrió hacia dentro chirriando. Conan entró al galope y, una vez en el interior, obligó a su gran caballo negro aquilonio a salir del paso para que los otros pudieran pasar. Una docena de soldados con cotas de malla aplicaron los hombros al portalón una vez hubo entrado la última mula cargada. La gran jamba de madera se cerró con un golpe seco, y una gran tranca, más gruesa que el cuerpo de un hombre, cayó ruidosamente en su sitio para asegurarla.

El soldado que había gritado desde el muro apareció, llevando el casco bajo el brazo.

—Tendría que haber reconocido esos malditos yelmos orientales, cimmerio —dijo riendo—. Tu Compañía Libre tiene merecida fama.

—¿Por qué están cerradas las puertas, Junius? —le preguntó Conan—. Deben de faltar tres horas por lo menos para que anochezca.

—Son órdenes, cimmerio. Si cerramos las puertas, tal vez podamos evitar que haya problemas en la ciudad —Junius miró en derredor, y entonces bajó la voz—. Nos convendría que Valdric muriera rápidamente. Así, el conde Tiberio pondría fin a todas estas luchas.

—Yo creía que el general Iskandrian mantenía el ejército en calma —le respondió Conan fríamente—. ¿O es que tal vez te has decantado por tu propio bando?

El soldado de la nariz torcida retrocedió, y se lamió nerviosamente los labios.

—Solo hablaba por hablar —murmuró. De pronto, se cuadró y habló con fanfarronería—: Habría sido mejor que no te hubieras quedado aquí, cimmerio. Ya no se permiten jaranas entre estas murallas. Especialmente a las compañías mercenarias.

Volvió a ponerse el casco en la cabeza, como para darse mayor autoridad, o quizá solo para protegerse de la penetrante mirada del cimmerio.

Gruñendo contrariado, Conan espoleó a su semental y galopó tras su compañía. Hasta aquel momento, Iskandrian —le llamaban el Águila Blanca de Ofir; algunos decían que era el general más grande de su época— había logrado impedir que Ofir cayera en abierta guerra civil, porque había conseguido que el ejército se mantuviera fiel a Valdric. Mas el rey no parecía saberlo, ni tampoco parecía saber que su país se hallaba al borde de la destrucción. Pero si el control del anciano general sobre su tropa se relajaba…

Conan frunció el ceño y siguió adelante. El complicado laberinto de intrigas encaminadas a conseguir el trono no era de su agrado, pero le era forzoso estar pendiente de ellas por mor de su propia seguridad y por la de su compañía.

Un observador casual no habría hallado en las calles de Ianthe ningún indicio de que los ejércitos privados de los nobles estaban enfrentándose en el campo, en una guerra no declarada y no reconocida. Las apresuradas muchedumbres ocupaban por igual los estrechos callejones y las anchas avenidas: mercaderes en holgada túnica y andrajosos buhoneros; damas vestidas de sedas que iban de compras, acompañadas por sus séquitos de siervos que les llevaban las cestas; aristócratas presumidos con sus rasos y brocados, con sus bolas de confecciones aromáticas debajo de la nariz para protegerla del hedor de las cloacas; aprendices con sus delantales de cuero que hacían recados y dedicaban palabras obscenas a las jóvenes muchachas que pregonaban sus cestos de naranjas y de granadas, de peras y ciruelas. Había mendigos harapientos sentados en cada esquina, en torno a cuyos ojos ciegos, o muñones toscamente vendados, zumbaban las moscas; había todavía más desde que el conflicto había expulsado a muchos de ellos de sus aldeas y granjas. Las rameras se pavoneaban con sus ajorcas doradas y sus simples sedas, o todavía menos vestidas,

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