cántico de Jhandar al invocar este el Poder del Caos. Sus palabras resonaban en las paredes, aunque no gritaba; pues no quería ahogar los gemidos de la mujer. Sentía que el poder fluía en él y por él. Apareció una cúpula azul plateado, y cubrió altar, ofrenda y nigromante. Los Elegidos cayeron de rodillas, y oprimieron el rostro contra el suelo con pavor. El cuchillo de Jhandar cayó. Natryn sufrió espasmos y chilló por última vez cuando el cuchillo se clavó hasta el mango bajo su seno izquierdo.
Rápidamente, Jhandar se inclinó para tomar un cuenco grande y dorado de la bandeja. La hoja y uno de los gavilanes del cuchillo estaban huecos, y un chorro de sangre del corazón de la mujer, de intenso color escarlata, manó sobre el cuenco. Este se llenó con rapidez. Al fin el chorro perdió fuerza, se detuvo, y solo siguieron cayendo algunas gotas que dejaron tras de sí algún reguerillo purpúreo.
Tras retirar el cuchillo, Jhandar lo sostuvo en alto junto con el cuenco, y llamó al Poder con palabras de hielo, llamó a la vida que no era vida, a la muerte que no era muerte. Sosteniendo todavía el cuenco en alto, le dio la vuelta, y vertió así la sangre del corazón de Natryn. Cayó el chorro sangriento, y desapareció, y con él desapareció la cúpula brillante.
Con una sonrisa de satisfacción en el rostro, Jhandar dejó que los instrumentos de su brujería cayeran al suelo con estrépito. Ninguna herida desfiguraba ya la belleza de Natryn.
—Despierta, Natryn —le ordenó, al tiempo que aflojaba sus ataduras.
Los ojos de la mujer a la que acababan de apuñalar en el corazón pestañearon y se abrieron, y miró fijamente a Jhandar, con la mirada llena de horror y vaciedad.
—Es… estaba muerta —murmuró—. He estado ante el Trono de Erlik. —Temblorosa, se acurrucó en el altar—. Tengo frío.
—Por supuesto que tienes frío —le dijo Jhandar con crueldad—. Ya no hay sangre que corra por tus venas, porque ya no vives. Ni tampoco estás muerta. Sino en un estado intermedio, y te verás forzada a la completa obediencia hasta que la verdadera muerte te salga al encuentro.
—No —dijo llorando—. No quiero…
—Calla —dijo él.
Las protestas de la mujer acabaron al instante. Jhandar se volvió hacia sus seguidores. Los Elegidos se habían atrevido a levantar el rostro, y le miraban con expectación.
—¿Por qué causa vais a atacar? —preguntó. Los Elegidos se sacaron agudas dagas de la túnica, y las blandieron en alto.
—¡Atacamos por el desorden, la confusión y la anarquía! —rugieron—. ¡Atacamos por el Caos sagrado! ¡Hasta morir!
—¡Atacad, pues! —les ordenó él.
Las dagas desaparecieron, y los Elegidos salieron uno tras otro de la estancia para buscar a aquellos cuyos nombres les había hecho saber previamente Jhandar.
Qué verdadera lastima —pensaba el nigromante— que el anciano mago ya no viviera. ¡Cuánto le había aventajado su pupilo, y qué grandezas estaba destinado a alcanzar!
Chasqueó los dedos, y la mujer que solo en parte seguía siendo Lady Natryn de Turan le siguió con sumisión cuando salió de la estancia sacrificial.
1
Muchas ciudades tenían apelativos tales como «la Poderosa» o «la Perversa», pero Aghrapur, la gran ciudad de las torres de marfil y las cúpulas doradas, asiento del trono de Turan, y centro del mundo para sus ciudadanos, no los necesitaba. Las perversiones de la ciudad y su poder eran tan conocidos que un apelativo hubiera causado la misma impresión que un baño de oro aplicado sobre oro.
Se contaban mil tres orfebres en las Casas del Gremio, el doble de plateros, y volvían a ser mil tres los que mercadeaban con joyas y gemas poco comunes. Estos, y los numerosísimos comerciantes en sedas y perfumes, abastecían a las apasionadas nobles de ojos endrinos, y a las sensuales cortesanas, que a menudo aparentaban más elevado rango que sus hermanas de sangre azul. Cualquier vicio podía satisfacerse tras los altos muros de alabastro de Aghrapur, desde los polvillos de sueño y los vahos de pasión que vendían grasientos buhoneros procedentes de Iranistán, hasta los burdeles especializados de la Calle de las Palomas.
Las trirremes turanias gobernaban las cerúleas anchuras del mar de Vilayet, y las drómonas traían al gran puerto de Aghrapur la mercadería de una docena de naciones. Las riquezas de otra veintena de estas llegaban a los mercados por caravana. Esmeraldas y simios, marfil y pavos reales, todo lo que uno quisiera, todo podía hallarse, no importaba cuál fuera su origen. El hedor de los esclavistas de Khawarism se perdía entre el aroma de las naranjas de Ofir, de la mirra y de los clavos de especia procedentes de Vendhia, y de los sutiles perfumes de Zíngara. Altos mercaderes de Argos hollaban las baldosas de las anchas calles, y también hombres morenos de Shem. Fieros tribeños de los Montes Ilbars se codeaban con eruditos corinthios, y mercenarios kothios con mercaderes de Keshán. Se decía que no pasaba un día en Aghrapur en que no se encontraran dos hombres que creían legendaria la tierra del otro.
El alto joven que andaba por las calles atestadas con la gracia de un felino cazador, sin embargo, apenas si reparaba en las maravillas de la ciudad. Sin apartar la mano del gastado cuero que revestía el puño de su sable, pasaba delante de los palacios de mármol y de los puestos de fruta con igual indiferencia, como un león de melena negra al que no impresionan las moles de roca. Aunque sus ojos, azules como el ágata, estuvieran alerta, era visible el cansancio del viaje en su rostro bronceado por el sol, y la capa de ribetes de color escarlata la llevaba sucia de sudor y de polvo. Había hecho un duro viaje desde Sultanapur; apenas si había tenido tiempo para despedirse de los amigos antes de recoger sus bienes y partir, pues se había visto obligado a huir del hacha del verdugo. Un asunto pequeño de contrabando, y otras variadas ofensas contra la paz del rey.
Había llegado lejos desde que abandonara los accidentados riscos norteños de sus nativas montañas cimmerias, y no solo en lo que al camino andado respecta. Había pasado algunos años viviendo del robo en Nemedia, Zamora y las ciudades-estado corinthias, pero aunque sus años se contaran todavía en menos de veinte se había adueñado de él el deseo de mejorar su estado. Sabía de muchos mendigos que habían sido ladrones en su juventud, pero jamás había visto un ladrón rico. El oro que obtenía robando se le escapaba de las manos como el agua por un cedazo. Quería hallar algo mejor para sí mismo. Su fracaso en el contrabando no había menguado en lo más mínimo su empeño. Todas las cosas podían hallarse en Aghrapur, o por lo menos eso se decía. En aquel momento estaba buscando un mesón, el Toro Azul. Le habían dado el nombre entre las prisas de su huida de Sultanapur, como lugar donde podía obtener información. La buena información era siempre la clave del éxito.
Penetró en sus pensamientos el sonido de música desafinada, y se percató de que un extraño desfile se acercaba entre el gentío de la calle. Un nervudo y atezado sargento del ejército turanio, de holgados calzones y enturbantado yelmo, de cuya cadera colgaba un curvo sable vendhio, era seguido por otro militar que tocaba un tambor, y por otros dos que hacían sonar estridentes flautas. Tras ellos venían diez más, que blandían alabardas y escoltaban, o vigilaban, a doce hombres jóvenes que vestían atuendos extravagantes, los cuales parecían tratar de seguir el ritmo del tambor. La mirada del sargento se cruzó con la del corpulento joven, y al momento se le puso delante.
—Los dioses te acompañen. Ahora veo que tú eres un hombre como los que buscamos. —El sargento se interrumpió con un gruñido—. ¡Por Mitra! ¡Mira qué ojos!
—¿Qué les pasa a mis ojos? —masculló el musculoso joven.
—Nada de nada, amigo —replicó el sargento, al tiempo que levantaba la mano pidiendo disculpas—. Pero es que nunca había visto unos ojos del color del mar.
—En el país del que vengo, pocos hombres encuentras con los ojos oscuros.
—Ah. Eres un viajero venido de tierras lejanas en busca de aventuras. ¿Y qué mejor lugar para encontrarlas que en el ejército del rey Yildiz de Turan? Yo me llamo Alshaam. Y tú, ¿cómo te llamas?
—Conan —respondió el musculoso joven—. Pero no tengo ningún interés en unirme a vuestro ejército.
—Pero piensa, Conan —siguió diciendo el sargento con untuosa persuasión—, lo que sería volver de una campaña con todo el botín que pudieras llevar, serías un héroe y un conquistador a ojos de las mujeres. Cómo caerían sobre ti. Vamos, amigo, tienes traza de haber nacido para esto.
—¿Por qué no pruebas con ellos? —dijo Conan, señalando con la cabeza a un puñado de nómadas hirkanios, ataviados con jubones de piel de cordero y pantalones bombacho de basta lana. Se cubrían con gorras de piel bien ajustadas el grasiento cabello, y miraban a todo el mundo con suspicacia—. Por su facha se diría que quieren ser héroes —dijo, riendo.
El sargento escupió con amargura.
—No tienen la más mínima disciplina. Me extraña verlos aquí. Por lo general, no les gusta esta orilla del mar de Vilayet. Pero tu caso no es el mismo. Piénsatelo. Aventura, gloria, saqueo, mujeres. ¿Porqué…?
Conan negó con la cabeza.
—No deseo ser soldado.
—¿Y si echáramos un trago juntos? ¿No? —el sargento suspiró—. Bueno, yo tengo que cumplir con un cupo. El rey Yildiz quiere ampliar su ejército, y cuando este sea lo bastante grande, le dará uso. Fíjate en lo que te digo, habrá botín para dar y tomar. —Se dirigió a los otros soldados—: Sigamos adelante.
—Espera un momento —dijo Conan—. ¿Podrías explicarme dónde está un mesón que se llama Toro Azul?
En el rostro del militar se esbozó una mueca.
—Es una tasca de la Calle de los Soñadores del Loto, cerca del puerto. Seguro que te rebanan el pescuezo para quedarse con tus botas. Prueba más bien con el Mesón de la Virgen Impaciente, en la Calle de la Moneda. Tienen el vino barato, y las mozas limpias. Y si cambias de opinión, ven a buscarme. Alshaam, sargento del regimiento del general Mundara Khan.
Conan se apartó para dejar pasar el desfile, con sus reclutas que trataban en vano de andar al ritmo del tambor. Al volverse, tras observar la marcha de los militares, a punto estuvo de tropezar con los de otro cortejo, de una veintena que llevaba túnicas azafranadas, los hombres con la cabeza afeitada, las mujeres con trenzas que les llegaban hasta las nalgas, y cuyo corifeo tocaba una pandereta. Cantaban suavemente, y andaban como si no le vieran a él ni a nadie. Tratando de no chocar, dio un traspiés, y cayó torpemente entre el grupo de nómadas hirkanios.
Murmuraron imprecaciones tan desplacientes como la hediondez de su grasiento cabello, y llevaron las manos morenas y correosas a las empuñaduras de sus curvas dagas. Conan agarró el puño de su propia espada, seguro de que tendría que luchar. Los hirkanios apartaron de él la mirada para observar la procesión de azafranado atavío que seguía avanzando por la abarrotada calle. Conan vio con sorpresa que los nómadas le ignoraban y se apresuraban a seguir el cortejo de amarillo atuendo.
Meneando la cabeza, siguió adelante. Pensó que, al fin y al cabo, nunca se había dicho de Aghrapur que no fuera una ciudad sorprendente.
Pero, al acercarse al puerto, se le ocurrió que, pese a todas sus rarezas, la ciudad no difería en mucho de otras que hubiera