En Aghrapur, la ciudad más poderosa y corrupta del mar de Vilayet, Conan se ve mezclado en las intrigas de una voluptuosa mujer aficionada a jugar con los hombres más poderosos de la nación, y en las abominables brujerías de un nigromante que quiere extraer del Caos primordial el poder supremo. El vigoroso cimmerio, acosado por mortíferos asesinos del lejano Khitai y perseguido por hombres que vuelven a la tumba, tendrá que rescatar a una joven de la aristocracia, bella e inocente, y para sobrevivir deberá atravesar el mar de Vilayet y hacer frente a los horrores de la Tierra Desolada en la lejana Khirkania.
Robert Jordan
Conan el invicto
Conan: Serie Conan – 10
ePub r1.0
Titivillus 05.02.16
Título original: Conan the Unconquered
Robert Jordan, 1983
Traducción: Joan Josep Musarra
Editor digital: Titivillus
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Prólogo
Los vientos de tormenta aullaban en el mar de Vilayet, al que amortajaba la medianoche, e iban a detenerse en el muro de granito de la fortaleza del Culto de la Condenación. Esta tenía la apariencia de una pequeña ciudad, aunque ya no había nadie por las calles en aquella hora. No solo la tormenta y la hora tardía les retenían en el lecho, donde rezaban por dormirse, si bien solo un puñado de los moradores del lugar tenía idea del verdadero motivo, y esos pocos no se permitían pensar en ello. Los dioses edifican, y los dioses destruyen. Pero nadie cree que los dioses vayan a tocarlo a él mismo.
El hombre que en aquel momento se llamaba Jhandar no sabía si los dioses se implican en los asuntos de los mortales, ni siquiera si los dioses existen, pero sí sabía que hay Poderes bajo el cielo, y que había aprendido a usar uno de ellos, e incluso, en cierta medida, a controlarlo. Los dioses los dejaba para aquellos que dormían en la fortaleza, los que le llamaban Gran Señor.
Estaba sentado, con las piernas cruzadas, ataviado con una túnica azafranada, delante de un Poder tal. La estancia era sobria, sus nacaradas paredes de mármol y los dos arcos de entrada por los que se accedía a ella carecían de adornos. Sencillas columnas redondas sostenían la cúpula, sobre el no muy hondo estanque, de solo diez pasos de anchura, que era lo que más destacaba en la sala. No había ornamentación alguna, pues ni los frisos ni las esculturas habrían podido competir con el estanque, ni con el Poder que este contenía.
Aquello parecía agua a la primera mirada, pero no lo era. Su color azul intenso estaba salpicado de fosforescencias plateadas. Jhandar meditó, regocijándose en el resplandor del Poder, y el estanque brilló con tonos azulplateados, más y más, hasta que toda la estancia pareció iluminada por un millar de lámparas. La superficie burbujeó y se agitó, y se alzaron neblinas, y estas se solidificaron. Pero entonces dejaron de elevarse. Las neblinas formaron una cúpula, como un contrarreflejo del estanque, dibujando los límites que encerraban el Poder, tanto por arriba como por abajo. En su interior estaba retenido el desorden, estaba confinado el mismo Caos. Una vez había visto Jhandar el estanque liberado de sus guardas, y deseaba con fervor no tener que volver a verlo. Pero no volvería a ocurrir. No ocurriría ya. No ocurriría jamás.
Sentía que el poder se estaba filtrando hasta sus mismos huesos. Era el momento. Se levantó tranquilamente y salió por uno de los arcos a un estrecho pasaje iluminado por lámparas de bronce, y sus pies descalzos anduvieron silenciosos sobre mármol frío. Se enorgullecía de su falta de ostentación, aun por algo tan nimio como no llevar sandalias. Igual que el estanque, no necesitaba de adornos.
El pasadizo le llevó hasta un gabinete circular, cuyos albos muros estaban adornados por intrincados arabescos, cuyo techo alto, abovedado, se sostenía sobre estriadas columnas de alabastro. La luz provenía de algunos fanales de oro, sostenidos en lo alto por cadenas de plata. Un par de monumentales jambas de bronce impedía el paso por la puerta principal de la estancia, y habían sido trabajadas a ambos lados con la figura del mismo Caos, por un artista sometido a los influjos del Poder, antes de que la locura y la muerte hubieran dado buena cuenta de él. El Poder no se daba a cualquiera.
Los cuarenta hombres allí congregados, una quinta parte de sus Elegidos, necesitaban aquella exhibición de esplendor para ver reflejada la gloria de su causa. Pero lo más importante en aquella estancia, el altar erigido en el centro exacto de la habitación circular, estaba hecho de mármol negro desprovisto de adornos.
Los cuarenta hombres se volvieron en silencio cuando Jhandar entró; llevaban túnicas azafranadas y afeitado el cráneo, como ordenaba la regla del Culto, del mismo modo que prohibía a las mujeres cortarse el cabello. Le observaban con ojos ansiosos; los oídos se esforzaban por oír sus palabras.
—Vengo del Estanque de las Postrimerías —salmodió, y se alzó un desmesurado suspiro, como si volviera de comparecer ante un dios.
Jhandar pensó que, en verdad, así debían de entenderlo aquellos hombres, pues, aunque conocieran las metas y el significado del Culto, en realidad no sabían nada.
Lentamente, Jhandar se acercó al altar negro, y todas las miradas le siguieron, y centellearon, sintiéndose honradas por la visión de alguien de quien creían que se hallaba a un paso de la divinidad. Pese a todas sus ambiciones, Jhandar no tenía ese concepto de sí mismo. No exactamente.
Era un hombre alto, bien musculado, pero esbelto. Sus facciones suaves y tersas, unidas al rasurado cráneo, impedían que su edad pudiera calcularse, aunque había algo en sus oscuros ojos castaños que hacía pensar en años sin cuento. Tenía las orejas como cuadradas, pero sobresalían de tal manera de su cabeza que parecían acabar en punta, y le daban aspecto de hombre de otro mundo. Pero eran los ojos los que a menudo convencían a los demás de que era sabio, aun antes de que abriera la boca. En realidad, todavía no había cumplido los treinta.
Alzó los brazos por encima de la cabeza, y dejó que volvieran a caer los pliegues de su atuendo.
—¡Escuchadme!
—¡Te escuchamos, Gran Señor! —respondieron a una cuarenta gargantas.
—En el principio había la nada. Todo vino de la nada.
—Y a la nada ha de regresar.
Jhandar permitió que una leve sonrisa aflorara a sus delgados labios. Aquella frase, consigna de sus seguidores, siempre le había divertido. A la nada, ciertamente, había de regresar todo. Al final. Pero no pronto. Al menos, no con él.
Mientras había sido niño, conocido por el primero de los muchos nombres que había de llevar, el destino le había empujado más allá del mar de Vilayet, más allá incluso que la lejana Vendhia, hasta Khitai, que casi era leyenda. Allí, a los pies de un sabio taumaturgo, un anciano de largos y finos bigotes y piel del color del marfil lúteo, había aprendido mucho. Pero él no estaba hecho para pasar la vida en una búsqueda del saber. Al final se había visto obligado a matar al viejo para obtener lo que quería, el grimorio del mago, su libro de encantamientos y hechizos. Y entonces, cuando todavía no dominaba más que un puñado de estos, se descubrió el asesinato, y le encarcelaron. Pero sabía ya lo suficiente para liberarse de la celda de desnuda piedra, aunque luego tuviera que huir de Khitai. Había tenido que huir otras veces en su vida, pero hacía tiempo ya de esas otras fugas. Había aprendido de sus errores. Tenía que seguir adelante, y elevarse hasta cumbres sin fin.
—En el principio, toda la totalidad estaba aún por formar. Reinaba el Caos.
—Bendito sea el Sagrado Caos —era la respuesta.
—El estado natural del Universo era, y es, el Caos. Pero los dioses aparecieron, no eran sino hijos del Caos, e impusieron el orden, orden contra natura, impío, al mismo Caos del que habían surgido.
La voz del hombre les acariciaba, evocaba sus miedos, y luego los apaciguaba, levantaba sus esperanzas y avivaba su fervor.
—Y con su imposición le hicieron un regalo abominable al hombre, la impureza que impedirá para siempre a la gran mayoría de los hombres alcanzar un rango mayor de conciencia, convertirse en dioses. Pues los dioses provienen del Caos, del definitivo desorden, y el hombre acarrea dentro de sí la mácula del orden impuesto.
Se detuvo entonces, abriendo los brazos como para ir a abrazarlos. El éxtasis les iluminaba los ojos, pues esperaban que les diera la bendición que estaban aguardando y que necesitaban.
—Con diligencia —siguió diciendo— habéis trabajado para liberaros de las impurezas de este mundo. Os habéis desprendido de vuestros bienes mundanos. Os habéis negado los placeres de la carne. Ahora —su voz se alzó hasta parecer un trueno—, ¡ahora, vosotros sois los Elegidos!
—¡Bendito sea el Caos sagrado! ¡Somos los elegidos del Caos sagrado!
—Que sea traída aquí la mujer llamada Natryn.
De un cubículo donde la habían tenido mientras aguardaba, Lady Natrin, la esposa de Lord Tarimán, fue llevada a la estancia de las columnas. No parecía en aquel momento la esposa de uno de los Diecisiete Celadores, los consejeros del rey Yildiz de Turan. Desnuda, se tambaleaba a causa de la maniota que le sujetaba los tobillos, y habría caído de no haberla sostenido en pie, con rudeza, dos de los Elegidos. Tenía las muñecas atadas a la espalda con estrechadas cuerdas, sobre las nalgas. Abría desorbitadamente, y con terror, los grandes ojos castaños, y trataba, frenética, de mover los labios tras una mordaza de cuero. Era esbelta, pero tenía los pechos firmes y las caderas bien torneadas, y su cuerpo brillaba por el sudor del miedo. Y sin embargo, no había ojos allí que la miraran como a una mujer, salvo los de Jhandar, pues los Elegidos habían dejado de lado tales cosas.
—Has intentado traicionarme, Natryn.
La mujer desnuda se agitó al oír las palabras de Jhandar, como si la hubieran pinchado con alfileres. Se había aficionado a las enseñanzas del Culto, como muchas mujeres de la nobleza aburridas, pero Jhandar la había tratado de otra forma por ser su marido quien era, y necesario para su gran plan. Con sus nigromancias, había escrutado hasta el recoveco más oscuro y vergonzoso de su vida. La mayoría de mujeres nobles de Turan tenían secretos que habrían matado por esconder, y ella, con amantes y vicios más allá de todo recuento, no era ninguna excepción. Natryn había llorado ante sus revelaciones, se había rebelado ante sus órdenes, y al fin había aceptado la misión de presionar a su marido en ciertos asuntos. Sin embargo, la vigilancia mágica con que Jhandar la siguió había revelado que la mujer pretendía ir a su marido, confesárselo todo y confiarse a su clemencia. Jhandar no la había matado en la pretendida seguridad de sus estancias, en el palacio de su marido, sino que la había traído allí para que cumpliera con su papel en el gran plan. La mujer temía la muerte, pero Jhandar le reservaba algo peor.
—Preparadla —ordenó el nigromante.
La mujer forcejeó inútilmente en manos de los hombres que la ataban por muñecas y tobillos al altar de piedra negra. Le quitaron la mordaza; se lamió los labios, secos por el miedo.
—¡Misericordia, gran señor! —suplicaba—. ¡Déjame que te sirva!
—Ya me sirves —replicó Jhandar.
De una bandeja de oro batido que le trajo uno de los Elegidos, el mago tomó un cuchillo de hoja de plata y lo levantó sobre el cuerpo de la mujer. El acólito dejó al instante la bandeja en el suelo, frente al altar, y se retiró. Los chillidos de Natryn se mezclaron con el