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  2. Conan el invencible
  3. Capítulo 2
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El nigromante chasqueó los dedos en un gesto de llamada, y ambos corrieron al altar ensangrentado, andando a gatas al acercarse al bloque de mármol negro. No alzaron la mirada al demonio-dios que se erguía descomunal ante ellos, sino que, medio arrastrándose, desataron a la víctima sacrificial y se la llevaron.

Una llamada de distinta naturaleza hizo que Amanar se volviera hacia las altas puertas de la caverna. Nadie habría osado interrumpir aquellas ceremonias. Volvieron a llamar. Amanar se retorció espasmódicamente cuando la voz del demonio dios silbó en su cabeza.

—Ve, Amanar. Este asunto te concierne en grado sumo.

Amanar miró atrás, a la gran serpiente dorada que se erguía, inmóvil, ante el altar negro. Sus ojos llameantes le miraban con… ¿qué podía ser?, ¿regocijo?

—Prepara el siguiente sacrificio, Sitha.

La mujer atada se agitó con frenesí aún mayor al verse levantada por unas manos escamosas del suelo embaldosado. Amanar salió apresuradamente de la estancia.

Afuera, un turanio de barba afilada miraba nerviosamente a los S’tarra, y su moderada gordura y su muelle túnica amarilla contrastaban llamativamente con los ojos, rojos e inexpresivos, y la cota de malla de los guardias. El hombre trataba de estirar el cuello para ver qué había en la estancia sacrificial, detrás de Amanar, y este cerró la puerta con firmeza.

Aparte de la guardia, tenía pocos siervos humanos fuera de la fortaleza en quienes pudiera confiar; aún no les había llegado la hora de saber a qué servían.

—¿Por qué te has ido de Aghrapur, Tewfik? —le espetó. El rechoncho personaje esbozó una sonrisa lisonjera y se frotó las manos.

—No fue culpa mía, amo. Te ruego que lo comprendas.

—¿Sobre qué estás farfullando?

—Sobre aquello que querías que vigilara, amo. Ya no se halla en las cámaras acorazadas del rey Yildiz.

Amanar palideció. Tewfik, creyéndolo airado, se encogió de miedo, y los S’tarra se agitaron incómodos, pero el taumaturgo temblaba por dentro. Agarró la túnica del turanio con dedos de hierro, obligándolo a erguirse.

—¿Dónde está ahora? ¡Habla, si quieres vivir!

—¡En Shadizar, amo! ¡Lo juro!

Amanar le miró, perforándolo con la mirada. Morath-Aminee había sabido la importancia de este mensaje. El demonio-dios debía de saber lo que estaba ocurriendo en Shadizar. Había que hallar un nuevo escondite, pero antes tenía que hacerse con aquello que ya no estaba en su lugar. Aquello que, al precio que fuera, debía ser mantenido fuera del alcance de Morath-Aminee. Y, para lograrlo, tendría que correr el riesgo de traerlo a donde el demonio dios podría cogerlo. ¡Qué riesgo! ¡Qué riesgo!

Apenas se dio cuenta de que todavía llevaba el cuchillo sacrificial hasta el momento en que lo clavó en las costillas del turanio. Miró a la cara que ahora le observaba fijamente con odio, y se arrepintió de lo que había hecho. Los siervos humanos eran útiles en muchas cosas imposibles para los S’tarra. Demasiado útiles como para desecharlos por mero capricho.

El mago sintió que algo le golpeaba el pecho y miró a sus pies. De entre su negra túnica sobresalía el puño de un cuchillo, que al instante soltó la mano de Tewfik. Desdeñoso, Amanar arrojó lejos de sí al moribundo. Se extrajo el cuchillo de un tirón y le mostró su hoja limpia al hombre que yacía en el suelo de piedra con la boca llena de su propia sangre.

—Necio —dijo Amanar—. Para que tu arma mortal pueda herirme, antes debes matar mi alma.

Se volvió. El deseo de carne fresca de los guardias se saciaría con lo que quedaba de Tewfik. Para que Amanar pudiera disponer del tiempo que necesitaba, habría que saciar continuamente a Morath-Aminee. Había que traer más prisioneros. Más sacrificios para el Devorador de Almas. Y volvió a entrar en la estancia sacrificial para preparar el primero de estos.

2

La ciudad de Shadizar, la cuajada de cúpulas purpúreas y abundantes chapiteles, era conocida como «La Perversa». Pero las crapulosidades de los engreídos nobles, y las de sus mujeres de ojos crueles y sus hijas vestidas de perlas, palidecían ante las que se perpetraban en la vida cotidiana del barrio conocido como el Desierto. En esas calles estrechas y tortuosas, en esos callejones cubiertos de inmundicia, refugio de ladrones, secuestradores y asesinos, y de hombres de aún más baja estofa, los cuerpos se pagaban en plata, las vidas en cobre, y sobra decir lo que valía un alma.

El corpulento joven que ganduleaba en su cama, en el piso superior de la taberna de Abuletes, en el corazón del Desierto, no dedicaba ni un solo pensamiento a los que quizá estuvieran muriendo en la fétida suciedad de las callejas. Sus ojos azul zafiro, que enmarcaban una negra melena cuadrada, solo miraban a la mujer de piel aceitunada que había al otro extremo del pequeño cuarto; esta se estaba ajustando un sujetador de latón dorado, que mostraba más que ocultaba sus opulentos senos. Vestía además unos pantalones transparentes, abiertos hasta el tobillo, y un cinto dorado de no más de dos dedos de anchura, que le ceñía holgadamente las redondeadas caderas. Llevaba puestos cuatro anillos, olivino verde y almandina roja en la mano izquierda, topacio azul pálido y alejandrita turquesa en la derecha.

—No lo digas, Conan —dijo ella sin mirarle.

—¿Que no diga el qué? —dijo él refunfuñando.

Aunque por su terso rostro pudiera decirse que había visto menos de veinte inviernos, también podía leerse en sus ojos que estos habían sido inviernos de acero y sangre. Echó a un lado con su gran mano la piel que le cubría y empezó a vestirse, asegurándose primero como siempre de tener las armas al alcance de la mano: el viejo sable envainado en su gastada vaina de chagrén, la daga karpashia de hoja negra sujeta con correas al antebrazo izquierdo.

—Te doy gratuitamente lo que vendo a otros. ¿Aún no estás satisfecho con eso?

—No necesitas seguir con tu profesión, Semíramis. Soy el mejor ladrón de Shadizar, de toda Zamora —al oírla reír, sus nudillos palidecieron en torno al puño forrado en cuero de su espada.

Él tenía más razones para enorgullecerse de las que ella sabía. ¿Acaso no había matado hechiceros, destruido muertos vivientes, salvado un trono y derribado otro?, ¿quién, a su edad, podía contar como propias ni que fuera la mitad de sus hazañas? Pero él nunca hablaba de esas cosas, ni siquiera con Semíramis, porque, para el ladrón, la fama es el principio del fin.

—Y, pese a todos tus robos —le regañó ella—, ¿qué tienes? Cada moneda que robas se escurre como agua por entre tus dedos.

—¡Crom! ¿Es por eso que no quieres ser solo mía?, ¿por el dinero?

—¡Eres un necio! —le espetó ella. Antes de que Conan le pudiera decir más, salió airada de la habitación.

Por un rato él permaneció sentado, mirando con ceño fruncido a las paredes de desnuda madera. Semíramis no sabía ni la mitad de los problemas que tenía en Shadizar. Conan era el más aventajado de los ladrones de la ciudad, y ahora sus éxitos empezaban a volverse contra él. Los rechonchos mercaderes y nobles perfumados cuyas moradas saqueaba habían fijado una recompensa para poner fin a sus robos. Algunos de esos mismos hombres le habían contratado en ocasiones, a fin de recobrar una misiva incriminadora o un obsequio entregado sin discreción a la mujer equivocada. Los secretos que así había llegado a conocer eran también motivo de que se pusiera precio a su cabeza, tanto al menos como los robos. A ello se añadían como tercer motivo las hijas de los nobles, de ojos lujuriosos, que hallaban deliciosamente perverso coquetear con un musculoso bárbaro joven.

Con un gruñido se puso en pie, y se cubrió las anchas espaldas con una capa negra khaurania, ribeteada en oro. De nada la valía tanto rumiar. Era un ladrón. Tenía que estar por la faena.

Al bajar por la desvencijada escalera a la abarrotada taberna, le rechinaron los dientes. En el centro de la estancia, vio a Semíramis sentada sobre las rodillas de un secuestrador kothio bigotudo, que vestía una capa listada en muchos colores. Llevaba brazales de oro sobre los bíceps, y un aro también de oro pendía de su oreja renegrida. Su aceitosa mano derecha agarraba los pechos de Semíramis; el brazo izquierdo se doblaba para que la mano pudiera trabajar por debajo de la mesa. Ella se contoneaba seductoramente, y soltaba risitas cuando él le susurraba algo al oído. Conan ignoró a la pareja y se dirigió al mostrador de la taberna.

—Vino —pidió, y buscó con la mano las indispensables monedas en la bolsa que pendía de su cinturón. Le quedaban bien pocas.

El rollizo Abuletes hizo desaparecer las monedas, dejando en su lugar una bota de cuero repleta de vino de olor amargo. Sus asquerosas papadas sobresalían del cuello de su túnica, de color amarillo desvaído. Sus ojos oscuros, hundidos en las grasas del rostro, podían calcular con exactitud el contenido de la bolsa de un hombre a veinte pasos de distancia. Se quedó frente a Conan, estudiándole desde detrás de la chata y sebosa máscara que era su cara.

Los olores del vino aguado y de la carne medio quemada que salía de la cocina chocaban con los efluvios que entraban de la calle cada vez que la puerta se abría para que pudiera entrar o salir otro cliente. Todavía habían de vaciarse tres clepsidras antes de que se hiciera de noche, pero las mesas estaban atestadas de rateros, alcahuetes y bandidos. Una tetuda cortesana, ataviada tan solo con sendos brazaletes de latón en los tobillos y dos estrechas cintas de seda amarilla, voceaba sus mercancías con lascivas sonrisas.

Conan tomó nota mentalmente de los que parecían peligrosos. Un montañés kezankio tocado con un turbante, que se lamía los labios mientras estudiaba a la prostituta, y dos atezados iranistanios que, vestidos por su parte con holgados y flotantes pantalones rojos y camisas de cuero, la devoraban también con los ojos. Allí podía correr la sangre. Un falsificador de moneda turanio, sentado, se encorvaba sobre su jarra, meneando su puntiaguda barba mientras murmuraba para sí. Se sabía en el Desierto que había sufrido una dura derrota, y que estaba dispuesto a desquitarse de su humillación con la daga ibarri de tres pies que llevaba a la cadera. Un tercer iranistanio, vestido como los otros dos, pero que llevaba una cadena colgando sobre el pecho, escuchaba a una adivina que barajaba las cartas sobre la mesa, junto a la pared más alejada.

—¿Tú qué piensas, Conan —le fue a decir Abuletes—, de los problemas que se avecinan?

—¿Qué problemas? —replicó Conan. No atendía a las palabras del tabernero. La pitonisa no era una vieja arrugada, como es habitual en tales mujeres. Su cabello pelirrojo, sedoso, asomaba por los bordes de la voluminosa capucha de su capa marrón, adornando un acorazonado rostro. Sus ojos color esmeralda apuntaban ligeramente, como los de un gato, a los prominentes pómulos. La capa y la túnica que llevaba estaban hechas de lana basta, pero los esbeltos dedos que manejaban las cartas K’far eran delicados.

—¿Es que no te interesa nada que no esté relacionado con tus latrocinios? —refunfuñó Abuletes—. Estos últimos meses, no menos de siete caravanas con dirección a Turan, o procedentes de allí, han desaparecido sin dejar rastro alguno. Tirídates ha mandado al ejército a dar caza al Halcón Rojo, pero el ejército nunca ha logrado ni ver por unos instantes a esa diablesa. ¿Y por qué iban a conseguirlo esta vez? Cuando los soldados vuelvan con las manos vacías y los mercaderes chillen exigiendo que se haga algo, el rey se verá obligado a ensañarse con nosotros,

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