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  2. Conan el invencible
  3. Capítulo 1
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Durante su juventud en Shadizar la Perversa, Conan ha llegado a adquirir cierta reputación como ladrón. Un mago estigio le ofrece diez monedas de oro si se hace con las joyas que el rey Yildiz de Turán ha regalado a Tirídates, monarca de Zamora. Pero cuando el joven bárbaro entra en palacio descubre que alguien se le ha adelantado. Las bailarinas portadoras de joyas han sido raptadas. Las pistas le conducen al desierto, a un encuentro con el Halcón Rojo, la bellísima jefa de un grupo de salteadores de caravanas, y con poderes nigromantes olvidados por el tiempo.

Robert Jordan

Conan el invencible

Conan: Serie Conan – 7

ePub r1.1

Titivillus 22.11.17

Título original: Conan the invincible

Robert Jordan, 1982

Traducción: Joan Josep Musarra

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

A William Popham McDougal, un demonio menor.

1

El gélido viento, que azotaba las simas oscuras y escarpadas de los Montes Kezankios, parecía más frío todavía en las inmediaciones de la fortaleza de piedra desnuda que se alzaba en el granítico flanco de una montaña sin nombre, en el mismo corazón de la cordillera. Los fieros montañeses, que a nada temían, llegaban a desviarse varias millas de su camino para no tener que andar cerca del sombrío baluarte, y, a su mención, hacían con la mano el signo de los cuernos para conjurar el mal.

Amanar el Nigromante descendió por un corredor oscuro, que penetraba en el mismo corazón de piedra de la montaña, seguido por algunos que habían dejado de ser humanos. Era esbelto el taumaturgo, y atractivo a su siniestra manera, con su rala barba negra; pero una línea blanca de vago aire serpentino dividía su corto cabello, y las manchas rojizas que danzaban en sus ojos capturaban la mirada, y la voluntad, de quien fuera tan necio como para observarlos con fijeza. Sus secuaces habrían parecido hombres ordinarios a primera vista o desde cierta distancia, pero los rostros de estos eran como muy prominentes, sus ojos arrojaban destellos rojos bajo los puntiagudos cascos, y escamas reptilescas les cubrían la piel. Los dedos de las alargadas manos que sostenían sus lanzas no terminaban en uñas, sino en garras. Todos llevaban un sable curvo colgando de la cadera, salvo el que venía inmediatamente detrás de Amanar. Sitha, capitán de los S’tarra, esbirro saurio de Amanar, cargaba con una gran hacha de dos filos. Llegaron al fin ante unas puertas altas encajadas en la piedra, talladas estas y la misma piedra con interminables arabescos de serpientes.

«Sitha», dijo Amanar, y traspuso las puertas sin detenerse.

El guardia reptiloide le siguió de cerca, cerrando las enormes puertas tras su amo, pero Amanar apenas si se dio cuenta. Ni siquiera se molestó en mirar a los desnudos cautivos, un hombre y una mujer, que, atados de pies y manos, yacían amordazados a un lado de la estancia rodeada de columnas. El mosaico del suelo daba la imagen de una serpiente dorada, envuelta en lo que parecían rayos de sol. Un par de serpientes de oro entrelazadas ceñía asimismo la negra túnica del mago; las cabezas de estas, colgando de los hombros, reposaban sobre su pecho. Los ojos de las recamadas serpientes refulgían con lo que no podía ser vida. El mago habló.

—El hombre, Sitha.

Los prisioneros se debatieron, frenéticos, en un intento de romper sus ataduras, pero el escamoso sicario, cuya musculatura abultaba como la de un herrero, levantó al hombre sin dificultad. En cuestión de minutos, tendió al cautivo sobre un bloque de mármol negro, recorrido por rojos rastros de sangre. Circundaba el borde del altar un reguero que iba a dar en un caño, el cual, a su vez, vaciaba en un gran cuenco dorado. Sitha le arrancó la mordaza y dio un paso atrás.

El hombre atado, un ofireo de piel pálida, abrió con esfuerzo la boca y escupió. «¡Seas quien seas, no sacarás nada de mí, engendro de la tiniebla exterior! ¡No suplicaré, ¿me oyes?! ¡De entre mis dientes no escapará ninguna súplica, perro! No voy a…».

Amanar no le oía. Buscaba bajo su túnica el amuleto: una serpiente de oro en las garras de un halcón de plata. Este le protegía, este y otras cosas que había hecho, pero con todo siempre tenía en cuenta a qué poder se enfrentaba. Y cuál controlaba.

Aquellos necios de Estigia, aquellos que se llaman a sí mismos magos del Anillo Negro, le habían permitido, desde su superioridad, que estudiara a sus pies, confiados en su admiración idolátrica. Solo cuando ya era demasiado tarde supieron del desprecio que anidaba en su corazón. Aquellos hombres se envanecían del poder que empleaban al servicio de Set, y, con todo, ninguno de ellos hubiera osado poner un solo dedo sobre el temido Libro de Tifón. Pero él sí osó.

Empezó un cántico, y detrás del altar se formó una niebla, roja y morada, como encendida en llamas. Tras la niebla comparecía la negrura, que se extendía hasta el infinito. La lengua del ofireo fue acallada, y solo con los dientes pudo seguir mascullando algo.

Se decía que ninguna mente humana era capaz de comprender los terribles saberes contenidos en el libro, ni de retener una sola de sus palabras sin sufrir la locura y la muerte. Aun así, Amanar había aprendido. Había aprendido una única página, sí, antes de que los poderes numinosos de esta le sacudieran la mente y redujeran a gelatina sus huesos, obligándole a huir de Khemi al desierto, dolorosamente herido, aullando como un perro. Y en su locura, en medio de aquel yermo reseco bajo el sol, había recordado todavía la página. La muerte no podría salirle al encuentro.

En las nieblas, desde las nieblas, tomó forma una figura. Los ojos del ofireo se abrieron, desorbitados, en mudo terror. La mujer articuló un grito tras la mordaza. Un halo de doce tentáculos más largos que un hombre coronaba la cabeza dorada que se erguía ante ellos, entre los vapores arremolinados; no era exactamente de serpiente, ni tampoco de lagarto. El cuerpo, serpentino, cubierto de escamas doradas, se perdía en la oscuridad, más allá de lo que el ojo puede ver o la mente comprender. Una lengua bífida medio brilló entre sus colmillos, y unos ojos que albergaban los fuegos de todos los hornos que hayan sido miraban a Amanar. Codicioso, el mago pensó, y volvió a tocar el amuleto.

Había dado tumbos por las arenas, atormentado por el sol, reseco, sediento, recordando la página e incapaz de morir. Finalmente llegó a Pteion la Maldita, unas temibles ruinas abandonadas en tiempos del siniestro Aquerón, cuando Estigia no era más que una extensión de arena. En la caverna olvidada y sin nombre que había hallado bajo esa ciudad, encontró a Morath-Aminee, aprisionado allí por rebelión contra Set el Oscuro en los tiempos en que los que ahora se llaman hombres andaban a cuatro patas y husmeaban bajo las piedras en busca de gusanos. Con lo que recordaba de la página —¿llegaría un día en que ese recuerdo dejara de quemarle por dentro?— halló los medios para liberar al demonio-dios, y para protegerse a sí mismo. Había hallado poder.

«Morath-Aminee —dijo, medio cantando, medio siseando—. Oh Devorador de Almas, cuyo tercer nombre causa la muerte a quienes lo oyen, a quienes lo dicen, a quienes lo saben; tu siervo Amanar te presenta estas ofrendas en sacrificio».

Alargó la mano. Sitha depositó en ella un cuchillo de puño de oro y hoja dorada. El ofireo abrió la boca para gritar, y emitió un horrible gorgoteo al cortarle Amanar la garganta. En ese mismo instante, los tentáculos dorados del demonio-dios se abalanzaron sobre el hombre del altar y lo aferraron allí donde yacía, en medio del charco creciente de su propia sangre. Los tentáculos evitaban aproximarse a Amanar.

«Come, oh Morath-Aminee», salmodió el mago. Miró a los ojos a la víctima sacrificial, esperando el momento oportuno.

El horror se apoderó del rostro del ofireo al darse cuenta este de que moría. Y, aun así, no murió. Su corazón bombeaba; la sangre manaba de su garganta destrozada, el líquido escarlata se derramaba sobre el mármol negro y era canalizado al gran cuenco dorado que reposaba a los pies del altar para ser empleado en naturas nigromancias. Pero no se le permitió morir.

Amanar oía dentro de su mente el silbido satisfecho del demonio que se alimentaba. Los pálidos ojos del ofireo se llenaron de desolación cuando comprendió qué le estaban quitando, aparte de la vida. El mago vio como sus ojos quedaban sin vida, aunque siguieran viviendo: ventanas vacías que daban a un abismo sin alma. Con cuidado, hizo un corte preciso en el pecho que se movía espasmódicamente. Puso la mano encima de este, y su mirada se encontró con la mirada desesperada del ofireo.

—Agradéceme que te conceda la liberación de la muerte —dijo.

Los labios del ofireo hicieron esfuerzos por articular palabras, pero no surgió sonido alguno. Solo horrendas burbujas en el chorro de sangre, ya no tan abundante, que manaba del agujero abierto en su garganta.

Amanar sonrió. Introdujo la mano en el corte, agarró el corazón todavía palpitante y lo extrajo. Este volvió a latir una última vez mientras lo sostenía ante los ojos del ofireo.

«Muere», dijo el mago. El demonio-dios aflojó sus tentáculos, y el cuerpo yerto cayó pesadamente sobre el altar y murió por fin.

Sitha apareció tras el mago llevando una bandeja dorada, sobre la cual Amanar depositó el corazón. Este también podría ser aprovechado para su magia. Tomó el trapo de lino que el reptil le ofrecía, y se lavó las manos manchadas de sangre. Sitha se volvió.

—Amanar —el susurro del demonio-dios resonó por las paredes—. Has empleado mi sacrificio, oh tú que careces de alma, para tu propio placer.

Amanar le miró azorado antes de responder. La mujer se retorcía, atada, al borde de la locura. No oía nada, solo sus propios chillidos que la mordaza ahogaba. Sitha abandonó la estancia sacrificial, como si no hubiera oído. Los S’tarra apenas podían pensar por sí mismos, pero eran capaces de cumplir órdenes. Sitha depositaría el corazón en un cuenco dorado ya preparado, que gracias a algunos hechizos mantendría fresco su contenido. Solo entonces podría pensar en otra cosa, si es que su mente sin alma era capaz de pensar en algo.

El mago bajó la cabeza hasta el pecho y se inclinó tan humildemente como supo.

—Oh, gran Morath-Aminee, solo soy tu humilde siervo. Tu siervo, que te liberó de las ataduras que te había impuesto el Oscuro.

Los dioses y los demonios no pueden olvidar, no de la manera que olvidan los hombres, pero a menudo no quieren recordar deudas en sus tratos con estos. La alusión no podía pasar inadvertida.

Un tentáculo cubierto de escamas doradas se acercó a Amanar —poco más podía hacer, aparte de alejarse—, pero retrocedió de pronto como si se hubiera quemado.

—Todavía llevas el amuleto.

—Oh tú, el más alto entre los Poderes y Dominaciones, este que tú ves es tan insignificante ante ti que podrías destruirlo inadvertidamente, al no ver esta mota de polvo en tu camino. Solo lo llevo para que te fijes en mí, y me permitas vivir para serviros a ti y al acrecimiento de tu gloria.

—Sírveme bien, y en el día en que Set esté atado donde yo estuve atado, en el día en que gobierne la Tiniebla Exterior, te daré poder sobre mis rebaños, sobre los que se llaman a sí mismos hombres, y tú te encargarás de traerme a esas multitudes para que me alimente de ellas.

—Como tú digas, así se hará, gran Morath-Aminee.

Amanar vio que Sitha había vuelto con otros dos S’tarra.

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